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lunes, 28 de enero de 2013

La insaciabilidad

Con el siguiente párrafo se inicia la novela que estoy corrigiendo y que se llamará La insaciabilidad, obra que estará basada en la novela Las noches de Ventura (publicada en México por Planeta y en Colombia por Plaza y Janés, bajo el nombre de Buenabestia).

Me sucede con las mujeres lo que me pasa con los buenos violines: no puedo ver uno sin querer tenerlo entre mis manos, ob¬servar el tipo de madera, la textura y brillo del barniz, oler su cuello, su superficie, su interior, buscar la marca, indagar el origen, mirar en su intimidad, tocarlo si es posible, titubeante al principio, luego con mayor confianza y reverencia, afinarlo teniendo cuidado de no reven¬tar las cuerdas, lanzarme a la aventura de emprender una escala ele¬mental, después notas difíciles, golpes de arco intrincados, agresivos o acariciantes, para sentir el disfrute que proporciona la vibración ex¬tendiéndose del brazo a la mano, de la mano al arco, del arco a las cuerdas, de las cuerdas al puente, del puente a la base, de la base al al¬ma, del alma a todo el cuerpo del violín y al resto del mundo. Cada violín tiene su gracia y su arcano. Mi violín poco placer puede darme. Es un humilde instrumento firmado por F. Heberlein, de fabricación en serie, que a lo más tiene 150 años y fue fabricado en Markneukir¬chen, pueblito anónimo de Baviera. Tiene un gran clavo en el gaznate, un trozo de lápiz en lugar de alma y la cuarta cuerda vibra de manera antinatural. Aparte de ello, grietas en el cuerpo y un puente demasiado bajo. Estaba seguro, puesto que la experiencia me lo había enseñado, que con un buen instrumento podría interpretar música amable. Y con una buena mujer cultivar un buen amor.

sábado, 26 de enero de 2013

Poética sin máscara


Bah, siento que esto ya perdió su cauce: ya no es una novela sino una relación de chismes de oficina kafkiana. Pero, amigos, qué voy a hacer: esa es mi realidad. ¿Estructura?, me pregunto. Nunca al escribir he pensado en ella. A veces la descubro a mitad del escrito. Lo único que me está guiando ahora es el cuento de las redes neuronales y los coágulos narrativos. Fea denominación ésta última. Joyce tenía expresiones más elegantes: epifanía, por ejemplo. Momentos de iluminación. Variaciones sobre las viejas musas que cantan la cólera del pélida Aquiles. Los héroes. Ese es un tema central en mi vida. Los héroes. Desde niño, no sé por qué, me he sentido predestinado a ser, digamos, un Beethoven o un Miguel Ángel. ¿Sabían que Thomas Mann y Goethe sentían asco por el salvajismo impetuoso, la suciedad, la insolencia de Beethoven. Recuerdo que el escritor Bache, personaje de mi novela Paraísos hostiles, basado en la personalidad del malogrado literato y beodo consuetudinario Juan Vicente Melo, acostumbraba  a hacer este tipo de juegos: ¿Entre Rilke y Saint John Perse? ¿Entre la Quinta de Beethoven y la Quinta de Malher? ¿Entre los vinos de la Rivera del Duero y los de Vega Sicilia? ¿Entre Picasso y Rembrandt? Anoto: después de leer Doctor Faustus  iniciaré la lectura de  Vidas ejemplares,  de Romain Rolland. Beethoven, Miguel Ángel, Tolstoi (frente a ellos Mann se antoja un niño de pecho). Subyace en mi débil arquitectura mental (acuérdense que soy un mediocre que trabaja) la idea de que mientras uno escribe debe rodearse de grandes espíritus. Lo mismo hacía Mann: no que robara ideas a Nietszche, Schoenberg o Goethe, sino que quería apropiarse de alguna manera de su grandeza. Suena rústico el asunto, pero creo que en el fondo todos los grandes lo han practicado. No es lo mismo escribir desde el suelo que hacerlo desde los hombros de los grandes. Creo que fue Schopenhauer el que dijo esto. Me parece que éstas son las últimas palabras que escribiré antes de viajar al DF a presentar  Historia de todas las cosas.  No espero apoteosis. Tres amigos, buenos escritores, no genios pero sí entusiastas lectores y viejos conocidos, hablarán sobre mi obra. Obra que hasta ahora ha tenido crítica excelentísima, no tanto de fiar, puesto que los autores son, como dije, amigos, es decir, lectores prejuiciados, cómplices. La novela salió en edición de lujo. La tengo sobre mi escritorio. A veces la abro al azar y leo. No me parece mal. Es divertida, ocurrente, irresponsable, feliz, hasta cierto punto caótica.

lunes, 21 de enero de 2013

Algunas vivencias y algunas verdades aunque ofendan

De pronto me urge escribir sobre el aborregamiento. Este es un país en el que todo se negocia, en el que los delincuentes se limpian el trasero con las páginas de la ley. Y esto no es nuevo, amigos. Y no lo voy a arreglar yo. Quiero que lean lo que escribió Schopenhauer en  El arte de insultarLas mañas de los escritores son viejas, viejas, conocidas y a veces olvidadas. Esto lo certifico leyendo las cartas que intercambiaron Mann y Hesse, los dos premios Nobel. Mann le pide al autor del  El lobo estepario  que escriba un artículo sobre  José y sus hermanos.  Hesse lo hace, muy al gusto de Mann. Bukowski escribía reseñas sobre sus propios libros y hasta las firmaba. Los mejores artículos, los más entusiastas reseñas de mis libros las ha firmado Fernando Tascende, cuya figura he imaginado como la de un lector fanático, una especie de devorador de libros, quien lanza al viento elogios desaforados. Sobra decir que Fernando Tascende soy yo, así como Flaubert era Madame Bovary. Por cierto, el mejor hotel de paso, es decir, de  veloz fornicación de Xalapa, se llama Hotel Bovary...
Cuánta inocencia no tenía la mujercita cuando la conocí a sus diecisiete años, teniendo yo la edad final de Cristo, que al ver la primera película pornográfica de su vida en el Hotel Eros, me preguntó: “¿Cierto que ésos hacen tantas cochinadas porque están casados?” ... Le doy la razón.  
Mujeres amadas,  novela bastante legible, ha tenido muy buena crítica; hay mala también, la menos; ya lleva cuatro ediciones y llegó a ser calificada como “la novela amorosa de la década”...
Y aquí esto se entronca con  El sentido de la melancolía,  novela en la que no sólo cuento minuciosamente los avatares  desoladores, insufribles y sin embargo aleccionantes, de mi depresión (mi segunda gran caída en el infierno), sino... ya habrá tiempo para internarme en esa selva oscura.
Ya instalado en el hotel Gillow, en el DF, escribo. Me acomodé velozmente en mi habitación y tomé un taxi para ir al Centro Cultural Bella Época, donde al día siguiente presentaría mi novela. Asistí al espectáculo de la presentación de un libro de Juan Villoro, un escritor de un metro noventa, con una calvicie incipiente que parece tonsura, traductor de Wittgenstein, ganador de todas las becas, asistente a todos los congresos, amigo de todo el mundo, hijo de un filósofo fundador de lo mejor del pensamiento mexicano. Habló brillantemente algunas tonterías, rememoró algunas minucias domésticas de su infancia, dijo un par de epigramas que fueron muy celebrados, recapituló los orígenes de su vocación de escritor, habló de los extraños negocios de su madre, vendedora de lupas y lectora de novelas negras, leyó un texto bastante insustancial, recibió los elogios de su editor, fue largamente aplaudido, una terca fila de fans se formó para recibir sus autógrafos. Juan es una de las estrellas más rutilantes del firmamento literario mexicano, un tipo ingenioso, noble, que ganó el premio Anagrama con una novela inteligente, larga, algo soporífera, muy mexicana, entre Rulfo y Carlos Fuentes, ahora es profesor de Princeton y publica libros bastante flojos, que tal parece ser el destino de muchos autores: batallan un tiempo, dan lo mejor en una buena obra, ganan unos dólares, se transforman en fenómenos mediáticos y ahí termina su valor literario. Le sucedió lo que le sucedió a otro amigo, Elmer Mendoza, que ganó el Tusquets y luego produjo una serie de libros apresurados con un estilo caótico e incomprensible. Ya encumbrados por la publicidad estos escritores, a los que podría llamarse muy mexicanamente llamaradas de petate, perdieron la gracia de la literatura. La presentación del libro de Villoro fue en el ámbito de una librería extraordinariamente surtida, en la que no había a la venta ni un libro mío. ¿Qué decir? No me molestó. Repasé los estantes. No hallé ni un libro de Thomas Mann. Tampoco hallé el clásico de sir Richard Burton,  Anatomía de la melancolía. Pregunté por mi  Historia de todas las cosas.  Tras una larga búsqueda en dos computadoras el vendedor me informó que estaba en la bodega y que su precio era de 300 pesos. Lancé un profundo suspiro. Imaginé que en mi presentación no iba a vender ni un libro y que el salón estaría casi vacío. Este tipo de fracasos de los que ya he tenido varios, no me afectan. Recuerdo que en una ocasión no asistió ni una sola persona a una conferencia que di en la Ganhdi. O sí, sí asistió una: un compañero escritor con el que iba a compartir la conferencia. Le dije: “Siéntate en el lugar del público y yo te doy la conferencia. Luego cambiamos. Yo hago el papel de espectador y tú el de conferencista”. El DF tiene más de 20 millones de habitantes, de los cuales quizás cinco asistan a mi conferencia. Y pensar que en San Isidro de El General, un pueblo de 30 000 habitantes tuve en el curso de una semana diez auditorios llenos. Escribo esto ahora en la habitación del hotel. A las nueve desayunaré con Mayra Zepeda, joven periodista cuyas penas y soledades leo todas las noches en el twitter. Desde que llegué tengo un persistente dolor de cabeza que se me quitó un poco con el baño. A Juan Villoro le obsequié un ejemplar de mi novela. Tras la presentación lo saludé. Me abrazó estrechamente, me puso una mano tras la nuca. Dijo que me veía bien, que envidiaba mi estado físico,  mi productividad, me preguntó la edad. Lo vi tan juvenil como de costumbre, a pesar de su que su calvicie avanza como el ejército de Napoleón sobre un mapa de Europa sin obstáculos. Su facundia es exuberante. Sería capaz de vender un hueco. No hace mucho reseñé un libro suyo: exalté sus cualidades pero por una vez callé lo que me parecían debilidades. Un libro que tiene tres cuentos bastante buenos y los demás de relleno. Escribí en el twitter: “En cuanto un escritor comienza a ser popular se inicia su decadencia”. ¿Las uvas están verdes? ¿Envidia? Maybe. Ese es otro tema: la envidia. Tengo que hablar sobre ella. “Quisiera comenzar otra vida para vivirla contigo”, le dije a mi máneger. Me respondió: “¡Otra vez!”, en un inconfundible tono de burla. Ella detesta la cursilería, dice que no cree en el amor. Habrá que bordar sobre esto.
Le expresé la posibilidad de que yo olvidara buscarle editor al Sentido de la melancolía y que se lo dejara a ella en sus manos para que lo editara, lo moviera, lo negociara. Pero, le dije, es que hay cosas muy delicadas  sobre mi depresión y sobre lo que te pasó. LL, que últimamente ha dado en pensar más en el dinero que en consideraciones morales dijo (respondió) casi automáticamente y con la sangre fría de un Abraham que entrega el cuello de su hijo al cuchillo: “¿Estamos hablando de negocios o de sentimientos?” 

viernes, 18 de enero de 2013

Diario del escritor en pelota


Hoy 13 de octubre de 2012, a las 6: 49 de la tarde terminé, con enorme alivio, la lectura de El mal de Montano de Vila-Matas, el insufrible. Más allá de las sensaciones y razonamientos que me produjo durante varios días el libro (la novela, más bien: una especie de itinerario de lecturas, plagado de citas textuales, en general subrayables) poco me queda: el libro podría reducirse a la siguiente frase: la historia de la humanidad es el relato hecho carne del gradual extinguirse del espíritu. Un Hegel al revés. Entendí: 1, que Vila-Matas anticipó mi proyecto de Sin máscara frente al espejo; 2, que uno escribe para escribir y que eso es lo único que a uno como escritor le importa; 3, que el matrimonio es un yugo y una cadena de la cual el escritor trata de escapar toda la vida; 4, que en realidad uno siempre termina escribiendo un diario; 5, que uno, si quiere ser un escritor, y serlo a fondo, sin piedad y sin aliento, no tiene otra alternativa que ser la medida de todas las cosas; 6, y que si no lo fuera, sería preferible que se dedicara a otro oficio.
 Y a otra cosa. Entrevista a mi amigo el novelista Tomás González: me entero que vive lejos del mundo, aislado, cerca del pueblo de Cachipay, al lado de un torrente de agua salvaje y cristalina, con tres perros, varios gatos y gansos, que su mujer, Dora, ya no vive con él, que Tomás ahora tiene por compañera a una campesina muy morena y muy paciente, que a dos de sus hermanos los asesinaron, que tiene gran éxito literario (El nuevo García Márquez”, se titula, con muy poca originalidad, la entrevista en la revista El Gatopardo) y que sus novelas las han traducido a varios idiomas. Me entero también que no quiere ver a nadie y que se ha armado de una filosofía de vida que le permite comprender con una sonrisa oriental la muerte, al violencia, la desgracia de vivir en un país como Colombia, donde suceden a diario las cosas más atroces. 
Y a otra cosa. Hoy vi en la calle la siguiente escena: una mujer estuvo a punto de atropellar a un muchacho que atravesaba una avenida con aire soñador; la mujer se bajó de su brillante camioneta de esposa de nuevo rico, se plantó frente al muchacho y comenzó a proferir los insultos más atroces; el muchacho le recetó un puñetazo en la jeta, puñetazo que la dejó sentada en el arroyo; los que asistimos a la escena no quisimos intervenir: el muchacho se alejó caminando tranquilamente: poco faltó para que le aplaudiéramos. Hay en el anterior párrafo una especie de espíritu que me gustaría fuera el estribillo, leit motiv o razón o guía de ruta de todo lo que estoy escribiendo: pasar de un tema a otro, de una escena a otra, de un razonamiento a otro, sin transición: movido apenas por la contigüidad de las caprichosas descargas eléctricas que recorren mis redes neuronales.
"Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo",  Sigmund Freud.

sábado, 12 de enero de 2013

Rumbo a Costa Rica


Octubre de 2010. Y hoy martes voy rumbo a Costa Rica acompañado por LL, que desde hace varios años va conmigo como una sombra protectora a todas partes. Y va conmigo desde que se enteró que tuve una grotesca aventura en, bueno, sigamos: El año pasado estuvimos en Medellín casi quince días pero no conté bien la experiencia, pues hubo asuntos desagradables en ese viaje que preferí por una vez guardarme. Recibí, eso sí, el afecto de mucha gente y supe que había personas que leían mis libros y que incluso se sabían mis cuentos de memoria. Lo que soy el día de hoy, bueno, malo y más o menos, productivo, feroz, crítico, vanidoso, voluntarioso, admirador de la belleza, lector voraz, estudioso de todo lo existente, aventurero, soberbio, buena gente, honrado, sincero –eso digo yo, habrá que ver qué opina le gente--, todo lo que soy tuvo su semilla en un pueblo-ciudad de Costa Rica que se llama San Isidro de El General: allí tuve todos mis estrenos, incluyendo uno fundamental en el Bar Tico, leí todo Dostoievski, Miller, las Mil y una Noches, Vargas Vila, recibí clases de Vilma Alfaro de Vega y de don Danilo Salas y de Lindor, allí gané mi primera carrera atlética compitiendo ni más ni menos que contra Rafael Ángel Pérez, allí tuve una existencia silvestre perdido como un pastor de Garcilaso en las vegas del río y conocí a mujeres asombrosa e inconcebiblemente hermosas. Allí comencé a escribir y gané mi primer concurso con una Biografía de Beethoven: el premio fue escuchar la Novela Sinfonía en el Teatro Nacional de San José (recuerdo que la escuché en el gallinero del Teatro, enfundado en un traje de paño negro grano de pólvora que me regaló el señor Rossi, dueño de la fábrica de fideos en donde trabajé empacando tallarines; recuerdo que mi madre recibió el traje de regalo y le pidió a un sastre que lo redujera para que se ajustara a mi cuerpo de quince flacos años). Y a ese pueblo-ciudad es a donde voy a ir a dar conferencias sobre la novela que escribí hace más de 35 años, una novela en la que yo describía a las lindas putas y al sargento y a las bellas, y al padre Coto y a don Danilo y a la Sietecolores y a la Musoc … Esa novela fue publicada por La Flor en Buenos Aires, tuvo una edición de 25 000 ejemplares en Colombia, le gustó a García Márquez, recibió el Premio Aquileo J. Echeverría, fue declarada novela post moderna y fundadora del post boom, fue criticada, censurada, alabada, acusada de plagio, el título de la obra –Breve historia de todas las cosas—fue usado por un filósofo norteamericano de apellido Wilbur y de nombre Ken, que según parece ha tenido buen éxito… Y por esa novela es que ahora estoy regresando a San Isidro de El General y a Costa Rica. Me encontraré con muchos buenos y viejos, bastante viejos, amigos… Y tal vez con unos cuantos enemigos que consideran que insulté en la novela a sus nietos, a sus padres… pero bueno: ¿cómo puede uno pasar por la vida sin levantar polvo? Traje Necrópolis, la novela de Santiago Gamboa, para terminar de leerla, pero no ha habido condiciones. Todo el tiempo lo hemos pasado: sentados viajando, comiendo, hablando, dormitando, mirando revistas de estupideces. Espero que en este viaje de conferencias no me cargue el cuerpo con unos kilos de más y que después tenga que sufrir para bajarlos... o simplemente deba aceptar la derrota y cambiar de talla. Ahora escribo en Heredia. Una conferencia formal “Escenas de amor y eros en la obra de García Márquez”. Hice lo que no acostumbro: leer la conferencia. Aunque había olvidado los anteojos traté de descifrar lo que había escrito en Xalapa. Bizqueando salí airoso del asunto. Luego hablé de forma rápida sobre mi presencia en Costa Rica. Mi maestro, mi gran maestro, Faustino Chamorro, hoy profesor emérito de la Universidad de Costa Rica, me llevó al hotel varias fotos viejas y dos severos tomos en los que se sintetiza su erudita aportación a la cultura tica. Me regaló una corbata segoviana, una especie de cordón con un emblema de oro, que se ciñe en torno al cuello. Vi mucha emoción en él, gran modestia, aunque es el gran maestro no sólo de San Isidro sino de Costa Rica. Mucho de lo que soy se lo debo a él, a su erudición, buen humor, energía superior, a su espíritu luminoso y generador de luz, a su creatividad y en cierta medida a su sentimiento de superioridad sobre el mundo que lo rodea. Luego cominos arroz con pollo, la comida que los ticos comen en todos los eventos. En Costa Rica se come arroz con pollo o gallo pinto al desayuno, almuerzo, en los matrimonios, bautizos y todos los grandes eventos. ¡Pura vida! Después el viaje bordeando la ciudad de San José por lo de una restricción vehicular, colinas suben y bajan, calles tortuosas, laberínticas, trazadas sobre paisajes de belleza apasionante. Luego hicimos el viaje a San Isidro de El General, mi pueblo y el espacio donde se desarrolla mi primera novela, por la carretera en la que hace casi cuarenta años, cuando era un adolescente flacuchento y fanfarrón trabajé como timekeeper. Gran emoción recorriendo mis viejos territorios. San Isidro de El General ya no es el pueblo de 6000 habitantes que habité hace décadas sino una ciudad de más de cien mil, con malls, una gran autopista que ya tiene 70 muertos por mes, infinidad de deslumbrantes iglesias de sectas extravagantes, varias universidades, muchos edificios nuevos, pero, sigue siendo una ciudad llena de mujeres de belleza que causa espanto a los hombres e infarto a las esposas y con una enorme cantidad de prostitutas. Mario, nuestro conductor y guía, nos señaló una puertita, apenas a ciento cincuenta metros de la catedral. Frente a ella había una fila de ancianos como la que se haría en México para comprar tortillas. Sentada en el quicio de la puerta una bella chica de ojos verdes, que apenas tendría 17 años. Esa es la que se llama La Casa de Los Viejitos, dijo Mario, se atiende solamente a ancianos. Son campesinos que vienen de la montaña a buscar su dosis de placer. La puticas los atienden a bajo precio en cuartitos minúsculos en sesiones de diez minutos máximo.

viernes, 4 de enero de 2013

El Cucaracho de Héctor D'Alessando


Prólogo
(Publicado por la Editorial Educación y Cultura, de México, apareció el magnífico libro de mi amigo el escritor uruguayo Héctor D'Alessandro. Mc correspondió el honor de escribir el prólogo).

Si fuera posible meter los genes de Chéjov, Borges, Cortázar y Roberto Arlt en una máquina clonadora, con una serie de ajustes propicios, imagino que por el mejor desagüe saldría una criatura semejante a Héctor D’Alessandro, el autor de este feliz volumen de cuentos, casi todos dignos de la mejor antología.
 El primer texto se llama “Karma en El Corte Inglés”. Se desarrolla en una institución más española que la monarquía, una de esas inmensas tiendas departamentales donde se puede encontrar todo. Desde una lata de sardinas noruegas hasta una moto de algo octanaje, pasando por el más reciente bestseller y el platillo más exquisito de la alta literatura, todavía humeante. Y está ambientado el cuento, y casi todos los demás, en la Barcelona de este uruguayo maestro del aprendizaje creativo, de la programación neurolingüística y las redes sociales.
Héctor es un personaje que se atreve a subir al Youtube un video diario donde anuncia Cuentos curativos para recuperar amigos del alma o En 60 minutos puede desarrollar las habilidades para escribir Rayuela.
En sus conferencias, que lanza al mundo con un desparpajo de sabio y gurú dice: “Cuando oyes un cuento, recuperas amigos que estaban escondidos en tu interior” o “”Al olmo no le pidas peras, pídele olmas” o “Soy mi propio amigo”.
Héctor D’Alessandro es el célebre autor de “El cucaracho”, cuento que merecidamente da título a este volumen y que es una relaboración jocosa de La metamorfosis, en la que logra hallar y trasmitir el lado luminoso de la experiencia de convertirse en un monstruoso insecto de dura caparazón. Relato, por cierto, lleno de sofisticadas trampas. Alcanza con leer la primera frase, esa de tan aparente sencillez: “Si no lo hago ahora, acabaré olvidándome de contar la ocasión en que me convertí yo también en una cucaracha”. Ese imposible olvido es una broma que nos aboca a entrar en un relato que a medida que avanza, con un lenguaje regocijante, nos mete en un universo doméstico de ribetes tan cómicos como dramáticos. En medio del relato y sin previo aviso, éste rompe, y no diré cómo, el “pacto autobiográfico” y el pacto ficcional y nada es lo que parece: el lector está envuelto en dudas, mientras el cuento se sumerge en un collage cada vez más acelerado de géneros hacia algo que entre otras sonoridades posee la de una leyenda urbana y la de una canción popular.
Su blog, Psicocuántico, nos muestra una foto de Héctor en el patio de su casa. Que no es suya sino rentada, a las afueras de Barcelona, en un suburbio que se llama Las Planas: en ella habita en el segundo piso una fantasmal ucraniana que grita como una koroboshjka enloquecida –y no me pregunten qué es una koroboshjka enloquecida porque no lo sé—. Héctor se extasía y conmueve lanzando mensajes día a día y noche a noche al mundo desde su lap top hacia un planeta virtual cada vez más saturado por su voz y su imagen, eminentemente curativos. Porque Héctor no duerme, atropellado como está constantemente por una lucidez de loco feliz.
Vive en Las Planas, no me importa repetirlo, en las afueras de Barcelona, y sus mascotas son incontables piaras de jabalíes, no siempre muy corteses con los jardines y los extranjeros, a los que Héctor ha llegado a tener en alto aprecio (me refiero a los animales, claro), gracias a su don de puercos salvajes aprendido con Francisco de Asís.
¿Qué tiene toda esta digresión que ver con los cuentos de este volumen? Todo, como el Corte Inglés, cuyo eslogan podría ser: “Aquí consigue todo… pero más caro que en cualquier otra parte”.
Héctor D’Alessandro y todo lo que lo rodea, para decirlo democrática y económicamente, es singular.
De entrada, en el blog Psicocuántico vemos una foto de Héctor D’Alessandro en una de sus mejores poses: atléticamente en cuclillas, su rostro redondo de hombre dichoso que no se decide a ser gordo, pero que nunca llegará a ser flaco, atléticamente en cuclillas, repito, como si fuera el fichaje más reciente del Barca, su rostro redondo, su bonhomía de oso panda, su pelo ligeramente rizado. Y abajo leemos: Héctor D’Alessandro. Coaching para escribir y PNL. Más abajo anuncia que en tres horas con su asesoría un alumno puede absorber la información necesaria para escribir Rayuela o el Ulises de Joyce. Por más inverosímil que sea la propuesta, yo les aseguro que si hablan con Héctor, terminarán convencidos.
Cortázar lo llamaría cronopio, yo lo llamo frenáptero, Oscar de la Borbolla lo llamaría ucrónico. Es, simplemente, un ser diferente al humano convencional, un cuarentón que guarda a un niño feroz y noblemente irónico en su iluminada pureza.
Y ¿qué tiene esto que ver con los cuentos de este libro? Cuando los lean me entenderán.
Ahora está el otro asunto: su parentesco con Borges. Recuerdo que le dije después de leer sus cuentos: Amigo, nunca llegarás a ser Borges aunque tienes su erudición y su manejo del lenguaje: te falta ese aire inglés; eres un mestizo, con todo lo mejor del mestizo y nada de lo peor.
En su blog y en sus cuentos hay toda una enciclopedia que envidiarían Diderot y Voltaire; hay burlescos cantos homéricos, hay poéticas abisales, hay un ingenio digno de Francisco de Quevedo.
“Yo vengo de todas partes”, dice.
Héctor D’Alessandro es una especie de hombre del paraíso, el cantado por Joseph South y repetido (quizás apócrifamente) por Borges. Es, mi amigo, un Aristóteles platónico, si tal engendro fuera posible.
 Todos los cuentos de este libro son extraordinarios, divertidos, ferozmente efectivos. Me he puesto a buscar en mi catálogo algún cuentista latinoamericano que tenga ese tino narrativo que hace que el autor dé en el blanco a todo lo que le apunta. He llegado a la conclusión de que sólo se le acerca uno: Julio Ramón Ribeyro. Sólo que Ribeyro tiene sus caídas. Héctor no las tiene. Vive en la cima del arte de la narración breve. Con un agravante: todo lo que escribe tiene gracia y música. Y ya se sabe: la gracia es la belleza del alma. Y la música es el ritmo de la belleza del alma. Héctor nos ayuda a vivir… y siempre con una sonrisa. ¿Se puede pedir algo más a un cuentista?
Para terminar quiero copiar algunas interjecciones, desmesurados elogios, juicios sumarios, exabruptos, expresiones de envidia, que fui enviándole a Héctor por medio del Facebook a medida que iba leyendo: tras leer “Karma en el Corte Inglés” escribí: “Majo, eres un maestro del cuento. Ribeyro es un payaso de la tele al lado tuyo”. Después anoté: “El cuento de Fayand es hermoso. Tiene la delicadeza y naturalidad de lo sencillo. Un toquecito de Chéjov y otro de Borges. Eres, amigo, un híbrido rarísimo”. Luego: “’La rata’ es un cuento genial. Hace mucho tiempo no había leído un cuento tan bueno. Reclamo mi derecho de haber descubierto a un cuentista del tamaño de Ribeyro y Chéjov… Estoy pensando en la forma de exterminar a Héctor D’Alessandro para apropiarme de sus cuentos… Cuando seas más famoso que Borges y Cortázar voy a decir que yo te descubrí… Insisto, tu cuento del karma es MAG-NI-FI-CO. Tiene un sentido del humor superior. Me gusta más que cualquier cuento de Ribeyro.  Cross my heart… Todos los cuentos de este volumen son memorables –no voy a decir que eliminé dos para cultivar el mito del cuentista infalible.
 Es fácil hallar un libro con un cuento bueno, pero es casi imposible encontrar un libro con  TODOS  los cuentos no sólo buenos sino inolvidables. Éste es uno de ellos. El ejemplar único de una enciclopedia perdida.
Marco T. Aguilera Garramuño

Eduardo García Aguilar habla de Garramuño

SAMEDI 13 AVRIL 2019 LAS AVENTURAS LITERARIAS DE AGUILERA GARRAMUÑO  Por Eduardo García Aguilar La Universidad Veracruzana ...