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lunes, 21 de enero de 2013

Algunas vivencias y algunas verdades aunque ofendan

De pronto me urge escribir sobre el aborregamiento. Este es un país en el que todo se negocia, en el que los delincuentes se limpian el trasero con las páginas de la ley. Y esto no es nuevo, amigos. Y no lo voy a arreglar yo. Quiero que lean lo que escribió Schopenhauer en  El arte de insultarLas mañas de los escritores son viejas, viejas, conocidas y a veces olvidadas. Esto lo certifico leyendo las cartas que intercambiaron Mann y Hesse, los dos premios Nobel. Mann le pide al autor del  El lobo estepario  que escriba un artículo sobre  José y sus hermanos.  Hesse lo hace, muy al gusto de Mann. Bukowski escribía reseñas sobre sus propios libros y hasta las firmaba. Los mejores artículos, los más entusiastas reseñas de mis libros las ha firmado Fernando Tascende, cuya figura he imaginado como la de un lector fanático, una especie de devorador de libros, quien lanza al viento elogios desaforados. Sobra decir que Fernando Tascende soy yo, así como Flaubert era Madame Bovary. Por cierto, el mejor hotel de paso, es decir, de  veloz fornicación de Xalapa, se llama Hotel Bovary...
Cuánta inocencia no tenía la mujercita cuando la conocí a sus diecisiete años, teniendo yo la edad final de Cristo, que al ver la primera película pornográfica de su vida en el Hotel Eros, me preguntó: “¿Cierto que ésos hacen tantas cochinadas porque están casados?” ... Le doy la razón.  
Mujeres amadas,  novela bastante legible, ha tenido muy buena crítica; hay mala también, la menos; ya lleva cuatro ediciones y llegó a ser calificada como “la novela amorosa de la década”...
Y aquí esto se entronca con  El sentido de la melancolía,  novela en la que no sólo cuento minuciosamente los avatares  desoladores, insufribles y sin embargo aleccionantes, de mi depresión (mi segunda gran caída en el infierno), sino... ya habrá tiempo para internarme en esa selva oscura.
Ya instalado en el hotel Gillow, en el DF, escribo. Me acomodé velozmente en mi habitación y tomé un taxi para ir al Centro Cultural Bella Época, donde al día siguiente presentaría mi novela. Asistí al espectáculo de la presentación de un libro de Juan Villoro, un escritor de un metro noventa, con una calvicie incipiente que parece tonsura, traductor de Wittgenstein, ganador de todas las becas, asistente a todos los congresos, amigo de todo el mundo, hijo de un filósofo fundador de lo mejor del pensamiento mexicano. Habló brillantemente algunas tonterías, rememoró algunas minucias domésticas de su infancia, dijo un par de epigramas que fueron muy celebrados, recapituló los orígenes de su vocación de escritor, habló de los extraños negocios de su madre, vendedora de lupas y lectora de novelas negras, leyó un texto bastante insustancial, recibió los elogios de su editor, fue largamente aplaudido, una terca fila de fans se formó para recibir sus autógrafos. Juan es una de las estrellas más rutilantes del firmamento literario mexicano, un tipo ingenioso, noble, que ganó el premio Anagrama con una novela inteligente, larga, algo soporífera, muy mexicana, entre Rulfo y Carlos Fuentes, ahora es profesor de Princeton y publica libros bastante flojos, que tal parece ser el destino de muchos autores: batallan un tiempo, dan lo mejor en una buena obra, ganan unos dólares, se transforman en fenómenos mediáticos y ahí termina su valor literario. Le sucedió lo que le sucedió a otro amigo, Elmer Mendoza, que ganó el Tusquets y luego produjo una serie de libros apresurados con un estilo caótico e incomprensible. Ya encumbrados por la publicidad estos escritores, a los que podría llamarse muy mexicanamente llamaradas de petate, perdieron la gracia de la literatura. La presentación del libro de Villoro fue en el ámbito de una librería extraordinariamente surtida, en la que no había a la venta ni un libro mío. ¿Qué decir? No me molestó. Repasé los estantes. No hallé ni un libro de Thomas Mann. Tampoco hallé el clásico de sir Richard Burton,  Anatomía de la melancolía. Pregunté por mi  Historia de todas las cosas.  Tras una larga búsqueda en dos computadoras el vendedor me informó que estaba en la bodega y que su precio era de 300 pesos. Lancé un profundo suspiro. Imaginé que en mi presentación no iba a vender ni un libro y que el salón estaría casi vacío. Este tipo de fracasos de los que ya he tenido varios, no me afectan. Recuerdo que en una ocasión no asistió ni una sola persona a una conferencia que di en la Ganhdi. O sí, sí asistió una: un compañero escritor con el que iba a compartir la conferencia. Le dije: “Siéntate en el lugar del público y yo te doy la conferencia. Luego cambiamos. Yo hago el papel de espectador y tú el de conferencista”. El DF tiene más de 20 millones de habitantes, de los cuales quizás cinco asistan a mi conferencia. Y pensar que en San Isidro de El General, un pueblo de 30 000 habitantes tuve en el curso de una semana diez auditorios llenos. Escribo esto ahora en la habitación del hotel. A las nueve desayunaré con Mayra Zepeda, joven periodista cuyas penas y soledades leo todas las noches en el twitter. Desde que llegué tengo un persistente dolor de cabeza que se me quitó un poco con el baño. A Juan Villoro le obsequié un ejemplar de mi novela. Tras la presentación lo saludé. Me abrazó estrechamente, me puso una mano tras la nuca. Dijo que me veía bien, que envidiaba mi estado físico,  mi productividad, me preguntó la edad. Lo vi tan juvenil como de costumbre, a pesar de su que su calvicie avanza como el ejército de Napoleón sobre un mapa de Europa sin obstáculos. Su facundia es exuberante. Sería capaz de vender un hueco. No hace mucho reseñé un libro suyo: exalté sus cualidades pero por una vez callé lo que me parecían debilidades. Un libro que tiene tres cuentos bastante buenos y los demás de relleno. Escribí en el twitter: “En cuanto un escritor comienza a ser popular se inicia su decadencia”. ¿Las uvas están verdes? ¿Envidia? Maybe. Ese es otro tema: la envidia. Tengo que hablar sobre ella. “Quisiera comenzar otra vida para vivirla contigo”, le dije a mi máneger. Me respondió: “¡Otra vez!”, en un inconfundible tono de burla. Ella detesta la cursilería, dice que no cree en el amor. Habrá que bordar sobre esto.
Le expresé la posibilidad de que yo olvidara buscarle editor al Sentido de la melancolía y que se lo dejara a ella en sus manos para que lo editara, lo moviera, lo negociara. Pero, le dije, es que hay cosas muy delicadas  sobre mi depresión y sobre lo que te pasó. LL, que últimamente ha dado en pensar más en el dinero que en consideraciones morales dijo (respondió) casi automáticamente y con la sangre fría de un Abraham que entrega el cuello de su hijo al cuchillo: “¿Estamos hablando de negocios o de sentimientos?” 

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