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sábado, 16 de febrero de 2019

MEMORIAS INDISCRETAS 30-31 LA DIOSA PERRA

 Lo que soy al día de hoy, bueno, malo o grado X en la escala ética, estética o política, productivo, feroz, crítico, vanidoso, voluntarioso, admirador de la belleza, lector voraz, estudioso de todo lo existente, aventurero, soberbio, buena gente, honrado, sincero, aspirante a super héroe  –eso digo yo, habrá que ver qué opina le gente—, todo lo que soy tuvo su semilla en un pueblo-ciudad de Costa Rica que se llama San Isidro de El General: allí tuve mis estrenos, incluyendo uno fundamental en el Bar Tico, leí todo Dostoievski, Miller, las Mil y una Noches, Vargas Vila, recibí clases de lectura y redacción de la discretamente  sugestiva Vilma Alfaro de Vega (ah, nostalgia la mía de una debilidad endémica: la primera minifalda que vi en mi vida: el atisbo del gran secreto)  y lecciones de locura feliz de don Danilo Salas y arcanos feroces e indescifrables de matemáticas del despiadado negro Lindor, allí gané mi primera  medalla en carrera atlética compitiendo ni más ni menos que contra el campeón centroamericano Rafael Ángel Pérez (perdí pero me dieron medalla) (de ahí mi actual adicción a las preseas de todo tipo), allí tuve una existencia silvestre cerca del río General y conocí a las mujeres más ferozmente hermosas del mundo que habitaban el polvoriento parnaso de San Isidro. Allí comencé a escribir y gané mi primer concurso (segunda gran adicción) con una Biografía de Beethoven: el premio fue escuchar la Novena Sinfonía en el Teatro Nacional de San José de Costa Rica (recuerdo que disfruté la obra de quien consideraba mi semblable) con deleite de sibarita ignaro en el gallinero del Teatro, enfundado en un traje de paño negro grano-de-pólvora que me regaló el señor Rossi, dueño de la fábrica de fideos en donde trabajé empacando tallarines; recuerdo que mi madre recibió el traje de regalo y le pidió a un sastre que lo redujera para que se ajustara a mi cuerpo de quince flacos años).
Y a ese pueblo-ciudad, San Isidro de El General,  es a donde fui hace poco tiempo  a dar conferencias sobre la novela que escribí hace más de 40 años, una novela en la que yo describía a las lindas y atrevidas y descaradas putas de aquel pueblo del fin del mundo y al sargento y a las ferozmente hermosas, y al padre Coto y a don Danilo y a la Sietecolores y a la Musoc … Esa novela fue publicada por La Flor en Buenos Aires, tuvo una edición de 25 000 ejemplares en Colombia, le gustó a García Márquez, recibió el Premio Aquileo J. Echeverría, fue declarada novela post moderna y fundadora del post boom, fue criticada, censurada, alabada, acusada de plagio, el título de la obra fue usado por un filósofo norteamericano de apellido Wilbur (que según parece ha tenido buen éxito).
Y por esa novela es que regresé a San Isidro de El General y a Costa Rica.
La fundación de San Isidro fue llevada a cabo precisamente por el primer Barrantes, Sergio Barrantes, hombre no sólo vivo sino vivísimo, poseedor de 54 hectáreas de bosque y selva
 a cuya casa nos dirigimos.
¿Tema de la reunión?
Homenaje al prócer que ha cantado las glorias municipales y las llevado allende los mares. Allí se oficiaría no sólo una cena pantagruélica y una bebeta tremenda gargantuelesca, sino una de las escenas más memorables y acaso insoportables de mi vida. En un comedor gigantesco con ventanas monumentales que nos ofrecían el paisaje original más esplendido de palmas, árboles en estado diríase prehistórico, y atrás el río, el viejo río General en el que hicimos yo y mis hermanos de niños tantas fechorías y gozamos de tantos deleites, se llevó a cabo una especie de glorificación extrema de mi inmodesta persona.
El viejo Barrantes, un auténtico totem de aspecto prehistórico, presocrático, paleolítico tenía una cámara digital recién comprada y estaba dispuesto a agotar el infinito. Comenzó a disparar fotos, lo que haría constantemente durante varias horas. Decía mirando su contador de fotos: ya he tomado 60, me faltan 1117, ¡flash, flash, flash!: fotografió a mi esposa en todas las actitudes, me fotografió a mí de forma casi demencial y poco faltó para que me siguiera hasta el baño con su cámara con capacidad para tomar 1500 fotos. Pidió que lo fotografiaran conmigo entrelazando los brazos mientras bebíamos rústica champaña local en altas copas como si fuéramos novios. Barrantes tiene 93 años pero posee una energía de galeote bien alimentado. Su esposa, tan veterana como él, es una mujer dulce, mansa, sumisa. Doña Petrita recordó haber tenido gran amistad con doña Ruth, mi madre. “A esta casa venía doña Ruth contigo, un muchacho flaco, de brazos y piernas muy largas. Tendrías doce o trece años y no te quedabas quieto ni un instante, te movías para arriba y abajo, hablabas, cantabas, recitabas poemas de Neruda y García Lorca y no había forma de hacer que te sentaras quieto”. Mientras tanto el patriarca Barrantes seguía eufórico, me servía ron con coca, cognac de marca, guaro, insistía en que Lety bebiera, pero ella impávida (y siempre obsesiva por la salud y la buena digestión) seguía tomando agua. El patriarca le puso un plato con huevos de codorniz al frente. Este plato digno de Montesquieu es solo para mi hija, dijo -el patriarca había decidido adoptar a mi amada con quien había intimado desde la fiesta anterior. Los huevos de mis pajaritos queridos son sólo para mi hija, insistía de manera casi infantil. Leticia comió solo dos huevos, yo me comí el resto, unos veinte, deliciosos, incomparables, adictivos, podrías haber muerto engullendo huevos de codorniz, cien, doscientos, quinientos, estabas en la cima de la ola de la gran euforia,  de la vanidad satisfecha, me diría mi esposa al amanecer del día siguiente mientras yo pagaba las consecuencias en el trono de los incontinente, eres el modelo perfecto del perfecto suicida, imagínate el resultado de la autopsia: murió de una intoxicación de ego satisfecho. Frente a nosotros había veinte variedades de carnes: de faisán, de venado, de tepezcuintle, de la putamadre. Leticia ni las probó. Solo me miraba beber, comer, posar para las fotos y es como si estuviera diciendo yo te dejo, yo te dejo, nada más te miro. Todos los concurrentes insistían en demostrar la trascendencia de mi novela fundacional, su fidelidad al pasado, el carácter de documento de la obra, me hacían preguntas cómo qué se siente ser famoso y yo decía, no se siente nada: yo regreso a mi casa y allá no soy famoso, nadie me pone atención, soy como todos: trabajo, natación, leer, escribir y a veces salir de viaje y disfrutar de estas atenciones…pero generalmente mi vida es como la de cualquier oficinista al que su mujer manda a comprar tortillas y al que regaña si no lava los platos. No faltó quien dijera que mi novela era mejor que la mejor novela del mundo, y todos apoyaron y trataron de demostrarlo. Yo les dije: mi novela es importante para ustedes porque en ella se ven reflejados y en verdad no importa si es mejor o peor que otra, simplemente es una novela en la que este pueblo se ve reflejado. La fiesta se prologó aunque yo estaba al borde del desmayo tras horas y horas de conferencias, entrevistas, traslados, viajes, emociones violentas, encuentros. Comenzó a llover torrencialmente. A las ocho de la noche me puse de pie y dije ¡ya estoy muy cansado, no aguanto más, me voy!, y el patriarca dijo ¡no, no!, otro trago, y bueno, otro trago, más fotos, muchas más. Me regaló una hermosa edición de las obras completas de Cervantes en un tomo, me dijo que iba a hacer todo lo posible para traerme a San Isidro pues era imperativo que regresara y me instalara aquí y escribiera, Como Cervantes,  la segunda parte de la novela, y me retrató con su nieto Sergititito Barrantes: un muchacho rubio de ojos claros, inteligente, que hablaba con coherencia e información, mencionaba a Nietzsche y a Rilke con naturalidad, y me dijo: este muchacho, mi nieto, es tu sucesor, este muchacho es el que va a escribir la segunda parte de la gran novela.
Termine la noche mareado, como ayer, con el vientre lleno como un odre de todas las carnes, todos los vinos, todas las frituras, frijoles, arroz con pollo, confituras, vinos, aguas de mil aromas… pero, no pude dormir precisamente porque estaba agotado y sin embargo henchido de la energía inevitable cuando se han colmado todas las expectativas.

MEMORIAS INDISCRETAS 31. No lo niego: en mi vida hay tres o cuatro escenas (unas completamente reales, me constan, las viví con certeza y las recuerdo puntualmente; otras, imaginadas, que llegaron por alguna razón  inextricable a convertirse en parte del mapa de mi ser aquí y ahora; y otras de las que me he enterado porque me las han contado); escenas que regresan a mí de manera recurrente, como olas de brea que oscurecen esta deportiva, irresponsable forma de vida que llevo (según mi mujer). El recuerdo de mi iniciación en la vida sexual no es algo que me moleste. Fue desagradable o más bien un acto patético o grotesco. La conté en una de mis novelas. Si yo lograra investigar con precisión la fecha del acto, podría eliminar la posibilidad de que X sea en efecto hijo mío. (Explorar en Lacan: la estimulación del lado psicótico o suicida y el papel de los cortes).
MEMORAS INDISCRETAS 32.  Después de recibir todos los elogios y halagos imaginables y de engullir (no estoy exagerando) aproximadamente quince kilos de carnes de todas las aves, peces y maníferos terrestres y acuáticos y de bogar en siete u ocho litros de los licores más finos y/o estrambóticos que ha dado la tierra … me retiré tambaleante de aquel banquete de Trimalción. Leticia me llevaba como quien guía a un ciego.Al entrar al Casino del sur, donde nos estábamos hospedando,  vi en el espejo a un hombre con un enorme vientre. Un vientre de caricatura de hombre rico. Un vientre de fenómeno de circo. ¿Ya viste a ese tipo, le dije a mi esposa. Se puso al frente como un agente de tránsito, extendió la mano: Serás, pendejo, Garrita, ese que ves el el espejo eres tú. Entendí: ese era yo, señoras y señores, ese hombre ridículo en grado sumo que estaba viendo en el espejo del Casino del sur en Costa Rica tras una semana de excesos gastronómicos en San Isidro era yo.
El penúltimo día antes de salir de regreso a casa estoy pesando 99 kilos 800 gramos, es decir 200 gramos bajo mi récord histórico de los ciento cinco kilos (marca que logré tras quince días de comer paellas y tapas en los más caprichosos restaurantes de Madrid y Barcelona, después de presentar en uno de los más estruendosos fracasos de mi vida mi Historia de todas las cosas... Ya es contaré). He sido feliz en España tragando, engullendo, asimilando, saboreando y no me he preocupado: cuando llegue a mi rancho me someteré a una dieta rigurosa y redoblaré mi entrenamiento de natación. 
Vuelvo atrás, a la reunión en casa del seudo fundador, el tótem Barrantes. Era tanta la joda de los asistentes a la reunión en casa de don Sergio Barrantes: que si yo era el hombre más sincero del mundo, el mejor escritor del mundo, el más fuerte y simpático y agradable, el que tenía a la mujer más extraordinaria que se pudiera imaginar, el que se lo merecía todo, incluso una estatua en el centro de la ciudad, una casa de la cultura con su nombre, que se lo merecía todo, era tanta la joda, tanta y tantísima, que dije, en un rapto de inspiración, “si hay algo que yo quisiera en este mundo es ser poseedor de un buen pedazo de selva y bosque”: dicho y hecho: la comunidad comenzó a maquinar la posibilidad: ¿qué tal si don Sergio Barrantes le donaba al escritor una de las 54 hectáreas de paraíso que posee a espaldas de su casa? ¡Pura vida!, así nuestro héroe se vería obligado a venirse a vivir sus últimos años a San Isidro de El General, donde nos iluminaría con su sabiduría y su talento innegable; bueno, don Sergio Barrantes dijo que sí estaba de acuerdo y que inmediatamente le cedería su hectárea de paraíso a Garramuño; el inconveniente era que no había notario en cuerpo presente o abogado a la mano para legalizar el trato. Y yo entre los humos del alcohol y la perniciosa vanidad satisfecha comencé a preguntarme qué haré (¿qué haría?) si de verdad Barrantes me donara una hectárea de paraíso, humm, tendré (tendría) que venir a vivir a San Isidro, 40 grados a la sombra, las mujeres más ferozmente hermosas del mundo, ¡pura vida!, sin embargo, habría que cercar el terreno o ponerle una barda, no problem, maje, todos te ayudamos, yo regalo el alambre de púas, yo los postes, yo pago los peones, ¡listo!, ah, pero habría que darle mantenimiento al paraíso, chapear; ¡momento!, mejor meter unos cuatro o cinco caballos o  vacas para que se coman la hierba; el caso es que no tengo dinero para comprar caballos o vacas, dijo el escritor; fácil, respondió Sergio II, veterinario de pelos parados e impresionante papada, prestamos el terreno a los dueños de caballos; a ver, aclaremos esto, lo mejor es una venta, no una donación, pues eso generará muchos impuestos, dijo Eduardo Rojas, recién llegado, el abogado de los pobres, mira, escritor, le ponemos un precio simbólico, digamos 200 colones, es decir, cuatro dólares, y listo, ni siquiera te cobraré el trámite, basta que me hagas una donación de todos tus libros con firmas autógrafas. ¡Pura vida! El trato quedó hecho y don Sergio Barrantes, seudo fundador de San Isidro y poseedor de 54 hectáreas de paraíso, estuvo de acuerdo. Habría que ver si cuando se le bajaran los humos de la cruda estaría dispuesto a sostener el trato.

viernes, 15 de febrero de 2019

EL SUAVE OLOR DE LA SANGRE


EL SUAVE OLOR DE LA SANGRE

Cuento de MT Aguilera Garramuño incluido en Cuentos para antes de hacer el amor (Educación
 y cultura México y Plaza y Janés, Colombia… agotados)

—Señoras, señoritas, señores, caballero conductor —dijo aquel extraño individuo que parecía haber escapado de una grotesca obra de teatro—, sírvome comunicarles que ha regresado la raza azteca y que por lo tanto no vengo ni venimos a vender agüitas milagrosas.
            Vestía un taparrabos que ceñía con un cinturón de cuero lleno de herrajes. Portaba una pluma en la frente y tobilleras de conchas. Estaba de pie, al lado del conductor, al que le había puesto una mano en el hombro. Aspiró aire a fondo y continuó:
            —Como podrán notar si miran con cuidado a lo largo de la extensión de este vehículo automotor hay la cantidad de trece jóvenes sonrientes y armados con puñales, dagas, macanas, llaves inglesas, picahielos, cuchillos matamarranos, estiletes y hasta inclusive martillos de emergencia, de modo que lo más conveniente para la salud y el correcto tejido de la piel es que permanezcan en silencio, inmóviles, tranquilos, como en misa, digo.
            Al mirar con mayor atención vimos que tenía una especie de rústico cuchillo de vidrio en la mano y que su punta estaba justo bajo la barbilla del conductor.
            —Al señor autotransportista que con tanta gracia maneja la unidad le recomendamos que se desvíe de la ruta que le asignó el destino y busque las calles menos iluminadas prefiriendo consecuentemente las sombras naturales de la noche. Insisto, antes de pasar a consideraciones mayores y atendiendo a la seguridad de los pasajeros, que no vayan a gritar o hacer visajes sospechosos ya que puede suceder la infortunada casualidad de que se nos arrime una patrulla y quiera invitación a la fiesta. Anuncio a la comunidad que la presente no es acción terrorista ni de locos solitarios ni de vinosos o drogadictos, pues como se podrá notar somos jóvenes de saliva blanca y saludable, un poco huesudos y con verdor anémico, pero en realidad gente honorable, como quedará demostrado en lo sucesivo.
            Vi que nadie se movía. Aquello no sólo era horroroso sino emocionante.  Miré de reojo y me percaté de que el fantoche no estaba mintiendo. Distribuidas en el autobús había más de media docena de individuos extravagantes, que serían risibles si no mostrasen un fanatismo y una determinación indudables, aparte de armas rústicas escalofriantes.
            —Todo lo anterior encontrará sus razones y justicias a lo largo del viaje, pues obedece a un planzote diabólico que yo y mis compañeros tigres y serpientes hemos elaborado con el puro ingenio y talento mexicanos. Somos, sépase, reclutas de la raza azteca, discípulos del guerrero Tlacaelel y estamos bajo el amparo del terrible Huitzilopotchtli, quien nos ha forjado invencibles, resistentes al dolor, aficionados a la mística de la flor y el canto. Y para demostrarlo, que suenen flautas y tambores, mis tigres y serpientes, mientras pasamos a suplicar a los señores pasajeros que aflojen cuanto tengan de valor colocándolo en las bolsas que para el efecto mis guerreros pondrán al alcance de sus manos. Háganlo voluntariamente y con alegría, que es para una buena causa. Van a decir ustedes que tal vez somos malvadotes, vampiros ávidos de sangre y cosas de esas, porque picamos panzas y abollamos cráneos y amenazamos a los honrados ciudadanos que regresan a sus hogares después de la labor patriótica y sufriente de engrandecer a la nación y a la familia mediante el trabajo honrado; pero mis señores, pregunto, ¿es que no conocen la Biblia?
            Nadie había dicho una palabra. El conductor ejercía su trabajo con la indiferencia de quien está acostumbrado a lo peor. El individuo seguía hablando. Parecía hacerlo con absoluta sinceridad, sin retórica. Sus compañeros lo miraban con humildad militar.
            —Si el señor Dios, primero, el último y el único, dueño de las cosas del cerca y del lejos, les decía a sus profetas: “Maldigo al pueblo de Israel que adoró a los ídolos falsos; yo haré que se coman la carne de sus propios hijos”, ¿qué no diremos o haremos nosotros, apenas aprendices de reclutas abandonados de la mano de Dios? Amigos míos, discúlpennos, intención nuestra no es ofender a nadie, culpa no tenemos pues somos, como Holofernes, el feo general de los filisteos, como Nabucodonosor, el magnífico rey, instrumentos de la ira del Señor. Y sin embargo pensarán: Son unos ignorantes, sin padres conocidos, unos hijos de puerca revolcada, unos pobres diablos que no poseen ni la tierra de sus uñas. Negativo, ni lo uno ni lo otro: somos, como quien dice, vengadores con conciencia. Pregunto: ¿Por qué los malvados tienen prosperidad en sus vidas? ¡Por qué el rayo fulmina al justiciero y no al ladrón? Uno aquí chíngale y chíngale y nada. Ellos allá muy despernancados con sus palabrotas y sus cochesotes, todos sonrisas y anteojos oscuros. Digo, es claro que esto es un atraco. Negarlo sería ver clarito en lo oscuro. Pero, momento: este atraco no es de los alevosos, no es un latrocinio seco sin razones y verdades, paso a paso se irán dando cuenta.
            Los acompañantes del líder se paseaban de arriba a abajo, como exhibiéndose. Yo miré a uno directamente a los ojos. Me devolvió la mirada casi con cariño. No parecía mala gente.
            —Tómese nota: los jóvenes que ustedes pueden ver tan bien adornados con sus cortopunzantes, sus plumas y sus conchas rituales no tienen rostros salvajes ni actitudes insolentes, sino que, muy por el contrario, y pese a la poca educación que han tenido por azares y brincos de la vida, se comportan con gentileza y si amagan o golpean lo hacen forzados por el instinto y la disciplina resultado de terribles privaciones y peligros. Atención allá atrás, mi tigre, a la señora del simpático bigote, sí, usted, con seguridad viene del banco y trae billetes uno sobre otro, bien planchaditos, y cuando llegue a casa va a contarlos a la luz de la veladora que ilumina a la Virgencita de Guadalupe, nuestra madre. Amiga mía, agradezca que le vamos a quitar ese peso de encima, recuerde la historia del camello y el rico, piense que si es oro se rompe, si es jade se estrella, si es plumaje se rasga. Palabras del divino Netzahualcóyotl.
            Al decir esto alzó la voz, como quien anuncia un número de circo.
            —Y para hacer menos doloroso este trance, mientras la nave avanza victoriosa contra las olas de la noche sin detenerse en semáforos, haremos unas preguntas, digo, para entrar en confianza. Veamos, usted, señor, el que tiene buena y bien plantada barba, comuníquenos su profesión. ¿Periodista, dijo? ¿Lo oyeron, mis reclutas? Aquí tenemos a un cortés informador que mañana nos va a exaltar con el pincel de su pluma. Ojalá nos saque también unas fotos en posición de asalto y con los rostros cubiertos y las fieras pelambres volando al viento. Prometemos que podrá conservar el rollo y a cambio sólo le pedimos que escriba hermosamente sobre la raza, no vaya a decir que somos maleantes del orden común ni vinosos o drogadictos y por favor no se fije en los fantasmas molares de Cacamatzin; el pobre no ha conocido dentista o matasanos en todos los años de su vida que son catorce bien cumplidos y que pasó en una ciudad perdida a seis horas del Centro, donde no hay más agua que la caída del cielo ni más alimento que el hallado entre montañas inmensas de basura. Y mucho menos, señor periodista, se le ocurra inventar gestos criminales y crueldades dignas de bestias y si por casualidad se atreve a revelar lo que va a suceder, no lo haga sin antes dar razones. Fíjese, digo, y tome nota que somos una banda bien organizada, un semillero de las futuras hordas aztecas que bajarán a la ciudad como la niebla. Escriba ahí que tenemos un plan de ataque y que no abordamos el barco todos en manada, como los piratas de la Malasia, sino uno en cada parada y solamente cuando toamos posiciones, fue que este humilde hablante comenzó a desgranar su discurso mientras se preparaba lo que ha de venir.
            Así había sido. Nadie notó nada extraño hasta que el hombre subió al autobús y comenzó a hablar.
            —Somos nahuatlacas a mucha honra y venimos como quien dice a quitarle un grano de arena al desierto de la injusticia y a refrescar los aromas de un pasado glorioso hoy sepulto bajo los cimientos de rascacielos tan altos como la Torre de Babel y bajo las líneas del Metro que se abren camino hollando los antiguos palacios de nuestros antepasados. Conscientes somos de que en este territorio los de arriba engordan sobre los cadáveres de los de abajo, y cuanto más se roba más blanquita se pone la piel y todo sucede en una rueda interminable, sin descanso y sin piedad, digo. Usted, joven, ¿por qué tan serio? Miro en su rostro y en su cuerpo la preparación del salto del felino. Atención, mi buen Yoyotzin, arrímale el fierro a la vena asiática a ver si se le despierta la sonrisa y queda calmo, no vaya a hacer el viaje sin regreso al sitio de los descarnados. Recuerde, caballero, que más vale perro vivo que león muerto.  A mis alegres tigres y serpientes les pido que se apresuren a buscar entre los más robustos pasajeros a uno de buena cara, lindo cuerpo, sin cicatrices, chichones o piquetes, blanquito como debe ser el enemigo, su cabeza bien formada, de acuerdo a la ley, para agasajarlo como se merece, ponerle su guirnalda de flores y darle a beber el agua del olvido, mientras yo sigo mi discurso sobre la múltiple conjugación del verbo vengar. Digo, aquí según dicen estamos en una democracia y es necesario extender sus derechos a todas las clases sociales. Los primeros libros son sabios porque aunque fueron escritos con manos de hombres, sobre ellos cayó la luz divina. Los primeros libros anunciaron el porvenir: “En esta tierra nadie dice la verdad”, palabra de los sabios aztecas, y la verdad es que vivimos en una guerra perpetua, una guerra sin héroes auténticos, una guerra deshonrosa, en la que los antiguos valientes han bajado las cabezas.  Nosotros, los jóvenes tigres y serpientes,  hemos reconocido esa verdad y decidimos abandonar las vecindades miserables, el serrucho, los ladrillos, las taquerías a medio arroyo, las esperas inútiles, las miradas gachas. Sí, señoras y señores, tenemos la verdad y vamos a proclamarla y a ponerla en práctica. Regresa el reinado del Antiguo Testamento, aborrecemos de los lloriqueos del Nuevo, no creemos ni en Cristo ni en la humildad. Retorna con nosotros el imperio de la guerra florida, el suave olor de la sangre. Por un ojo cobramos dos ojos, por un diente dos dientes. Lo dijo el Señor: “Va a llegar una desdicha tras otra. El fin ya se acerca, ya llega el fin. Míralo, ya viene allí. Se te llegó el turno a ti, morador de la tierra.”
            Su voz se había levantado casi hasta el grito. Inmediatamente bajó casi hasta el susurro.
            —Señora, dele el pecho al niño, no tenga pena, alimente al joven guerrero. La raza azteca respeta a las madres que son la tierra madura donde nacerá la generación que verá la nueva Tlalocan. El pasajero de allá, sí, usted: meta el brazo, no vaya a ser que quede sin el gusto de saludar con sus cinco dedos.
            Uno de aquellos pasajeros se había acercado a un pasajero. Estaba sonriente. De una bolsa sacó lo que parecía un disfraz y una botella.
            —Al prisionero elegido le damos una cordial felicitación y le pedimos que beba sin disgusto el licor que el joven guerrero le ofrece, beba, beba a su antojo y si quiere fumar hágalo y deje que su encargado, su servidor, de nombre Temotzin, le adorne la cabellera y el cuerpo con flores y plumas. Que suene la música de flautas y tambores para celebrar la elección mientras yo continúo explicando a mis amigos que hubo un tiempo mejor en el que nuestros padres andaban desnudos y dichosos por una tierra que en lugar de penas daba frutos, por un paraíso en el que el agua era ambrosía, licor de dioses, por sendas de mil verdes que iluminaban la pupila, por un campo en flor en el que los antiguos se despertaban con el estrépito de las aves preciosas, las rojas guacamayas, el ave quetzal, el pájaro de fuego, la garza azul, el pájaro cascabel, el pájaro dardo, el pájaro macana, un mundo en el que había sólo aquello que era esencial, sólo lo hermoso, lo indispensable, y en el que no se comerciaba ni con sueños ni con basura, sino con los productos de la tierra, esmeraldas rojas, escudos de turquesas, caracol rojo y conchas de colores, pieles de tigres, cintas para la frente, orejeras de oro y cristal de roca, rasuradoras de obsidiana.
            El hombre parecía poseído. Sus palabras habrían sido maravillosas si no estuvieran anunciando lo que todos sospechábamos.
            —Y miren ustedes, dolientes habitantes de la ciudad, a qué punto hemos llegado: el verdor ha sido cubierto con pavimento, el aire antes transparente que hacía de la vida una eterna embriague, ahora está lleno de gases y transforma la existencia en una náusea constante, los ríos ya no transportan el licor sagrado sino física mierda excrementicia. Tome nota, señor periodista, digo, que no se le escape una palabra, que la voz de los tigres y serpientes llegue tonante a la nación mexicana y al mundo.
            Súbitamente apuntó con un dedo hacia la parte trasera del autobús.
            —A Bacuc, cerca de la puerta de salida, le pido que no se me duerma y que mantenga el matamarranos a la vista del público para que no haya equivocados o difuntos, que pueden ser la misma cosa. A Coyote Dos le pido que no se engolosine con la señorita ni le ande hurgando el escote con los ojos, pues no hay tiempo para incontinencias.  Recuerda mi tigre lo que pasó en el anterior abordaje, todo por no guardar los principios y la disciplina. A Cantor le recomiendo, por el contrario, que no se ande con decencias, pues si el caballero no quiere cooperar, es muy su problema. Aízale un suavezón tubazo en la base craneana cuidando de no darle en el occipucio, como se te ha enseñado, no vaya a suceder que el amigo se nos escape hacia el valle de los sin regreso.
            Escuchamos un sonido seco, acompañado por un grito y luego gemidos. Yo preferí no mirar. Imaginé un cráneo hundido, vertiendo juguito como una sandía.
            —¡Sopas, compadre! Que sirva esto de experiencia para que sepan que el asunto va en serio y que no estamos en un circo sino en una guerra. Así está bien, mi don, quítese el saco y déselo a mi coyotito que pasa mucho frío en estas noches de diciembre y no me venga a decir que lo perjudicamos, pues con seguridad en el armario de su casa tiene seis o siete como el presente, además, digo, fíjese cómo le cae de bien ese color melón tierno a mi Coyote. Y usted, el elegido, siga bebiendo, comparta con nosotros y no se apure por tanta amistad de la raza azteca. Sí, muy bien. El señor conductor nos ha pasado la solicitud de que le ofrezcamos alguito de licor, que pues no conoce estas calles sin rumbo y teme caer a un abismo del drenaje profundo y necesita ánimo para seguir adelante sin luces, dice que tener la punta de un destripacristianos en el cuello y andar por semejantes desoladeros ya le tiene la garganta como el desierto de Sara en la Arabia Inaudita. Faltaría más, cómo no, mi querido piloto, con todo el gusto del mundo le ofrecemos el agua de la vida, sabroso pulque añejado por la sabia Xochi, noventa y nueve años de paciencia al servicio de la fórmula secreta, todo, para que conduzca con alegría y nos lleve a buen puerto.
            El conductor se echó un trago largo. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. No se veía asustado. Incluso llegó a solicitar permiso para prender la radio.
            —Digo, que suene la verdadera música, no se pongan nerviosos los pasajeros de esta nave, señorita, no llore, no le va a pasar nada, ya le advertí al Coyote que no se haga la ilusión de manosearle, ni siquiera con los ojos, el virginal seno. Suelten sus anillos, relojes, pulseras, aretes, collares, billeteras, lo sentimos mucho, no aceptamos tarjetas de crédito, y piensen que lo aquí perdido lo están ganando en otra tierra menos triste, la del Tlalocan. Recuerden que toda tristeza es vanidad. Dice el poeta: “De aquí nos vamos, tenemos que dejar los cantos, tenemos que dejar las flores.” Y nosotros, díganme, ¿qué estamos dejando? Pues basura, basura, basura, el Distrito Federal produce en una semana más desperdicios que mil años de babilonios, amorreos, hebefeos, asirios o árabes. Por eso, y para redimir la tierra y la raza, es que el combate debe comenzar, la verdadera guerra que iniciamos los de la Colonia Renovada Emiliano Zapata, donde hay menos agua que en el mentado desierto de Sara y más basura que en el último estercolero del Juicio Final. Días tenebrosos vendrán. El que está en la ciudad buscará el campo y en el campo sólo hallará la peste. Regresará a la ciudad y sólo encontrará infortunios y calles deshabitadas, los billetes inútiles serán azotados por remolinos de vientos negros como la bilis y nadie correrá tras ellos porque una tonelada de billetes no alcanzará para comprar un kilo de carne, y además porque ya no habrá qué comprar y acaso ni siquiera quien venda o quien compre. De los supermercados quedarán apenas los despojos y toda hierba será masticada tres veces. Buitres, ratas y la variedad completa de las alimañas tenebrosas y las bestias recorrerán libremente las calles, y de todas las fieras será el hombre la más voraz y terrible. Los poderosos serán humillados y desearán cambiar sus lujos por el abrigo de perros sarnosos y el calor de vacas con muermo bajo los puentes. Toda belleza será abominable y las mujeres afearán sus rostros y ocultarán sus cuerpos bajo andrajos para no suscitar deseos pecaminosos. Todo verdor se amustiará.
            Nunca, nunca había yo escuchado a una persona tan convincente. Ese hombre parecía tener el don de trastocar la realidad con sus palabras, era como un ilusionista. Un pase de sus manos lograba cambiarnos el paisaje.
            —Usted, el de la sudadera azul, agárrese del tubo con las dos manos, de pie en el centro del pasillo y con las piernas abiertas y permanezca así hasta que terminemos nuestro mensaje y nuestro rito. Ya el elegido tiene los ojos alegres de modo que es llegada la hora de que le pongan el chaquetín. Si le parece saco de harina Tres Estrellas no se preocupe, imagine que está bordado con hilos de oro y que de sus olanes cuelgan mil campanillas de plata.
            Me atreví a mirar hacia atrás. Un hombre le había pasado una soga en torno al cuerpo del que llamaba el elegido, inmovilizándole los brazos a los costados.
            —Aprieta bien, cuidando, eso sí, que no se le vean afectadas las funciones circuladora y respiratoria. El señor de la corbata: Abra su maletín y vacíelo sobre el asiento, no se preocupe por los documentos, podrá conservarlos al igual que el maletín: solamente le encargo la gorrita a cuadritos que va a adornar muy bien la pelambre de este servidor. Tú, Temo, apártate de la tentación, recuerda las enseñanzas y la mística de los caballeros águilas y serpientes: manos fuera, que la señorita ya dio lo que tenía que dar. Esto dice el Señor Dios tocante a los moradores de la ciudad: “Comerán su pan llenos de ansiedad, beberán su agua con susto, temerán que su tierra quede desolada de lo que contiene, todo, por la violencia de los que habitan en ella”.
            Vi que a un hombre de camisa con paisaje marítimo, un joven con cara de rata le picaba las costillas.
            —Que levante las manos, pues se le notan inquietas, muy bien, eche para arriba las manos y no se moleste si hoy se le olvidó restregarse el desodorante, peores pestes hay en este mundo y olores tan asquerosos, que los que viven en el centro de la ciudad no alcanzan a imaginarse. Tú, revísalo bien, que tiene cara de guardar los billetes en las partes íntimas, fíjate en los calcetines, se conoce a ese tipo de avaros por la temblorina que les entra cada vez que tienen que meterse la mano en el bolsillo.
            Una mujer comenzó a llorar.
            —No sufra, señora, no llore, guarde sus aguas para tiempos más negros. ¿Dice que le hemos quitado el dinero con el que daría de comer a sus hijos? Matzin, devuélvele seis mil pesos para que vea que somos humanitarios; con eso podrá darles frijoles a sus muchachos durante un mes y si se quedan con hambre, muy bien, para que vayan educando el callo de la barriga. Se acercan los tiempos de las vacas flacas y a mayor gordura y opulencia, mayor sufrimiento: pronto vendrá el paraíso de los flacos, la tierra prometida de los miserables. ¡Música, mis tigres y serpientes!
            Sonaron panderetas, un flautín, conchas y un tambor. Aquello no era ruido solamente sino una pieza bien ensayada. Gente profesional, de eso no hay duda.
            —En aquel tiempo descendieron del norte las hordas de los aztecas, un pueblo perseguido por todos, un pueblo sin rostro y al que los habitantes del Valle de México preguntaban: “¿Quiénes sois vosotros? ¿de dónde venís?” Era un pueblo guerrero, gente desnuda de ropa pero vestida con pieles de animales, feroces en el aspecto y grandes batalladores que se alimentaban de la caza y habitaban en los lugares cavernosos. Quisieron vivir en paz con los felices poseedores del Valle de Anáhuac, pero el rey Cocoxtli les asignó un erial de piedras y serpientes con la intención de que allí murieran de hambre y por las picaduras de las víboras. Más, oh ironía, los aztecas mucho se alegraron cuando vieron las culebras: a todas las asaron y se las comieron. Los aztecas, nuestros padres, como los hebreos, triunfaron sobre las malas artes del faraón y levantaron su ciudad, tan espléndida como Jerusalén.
            Adivinamos que atrás estaban forcejeando. Nadie se atrevió a voltear.
            —No se fijen, señoras y señores, en lo que pasa. Quiero evitarles malas impresiones. Me permitiré contarles que hemos puesto una cobija sobre el asiento del fondo para crear el ambiente necesario y estamos quemando un poco de sándalo, a falta de copal, que por las prisas del operativo no pudimos conseguir, digo, y esto para lograr el objetivo de convocar a los espíritus de nuestros mayores. Digo: al señor conductor le solicitamos que aminore la velocidad para facilitar la operación. Al periodista le damos licencia para que observe con sus propios ojos y si quiere tome unas cuantas fotos que harán atractivo su reportaje.
            Una mujer, sin alterarse, pidió que le dejaran conservar su anillo.
            —No, señorita, aquí no valen argumentos sentimentales: si es argolla de compromiso, déle gracias a Dios que usted la cede para una buena causa, agradezca que le quitamos el metal precioso y la piedra brillante que mañana serán lastre en las aguas de la desesperación. Del naufragio final sólo se salvarán los que vayan desnudos y humildes. Y ahora, antes de despedirnos, debo dar una mala noticia al señor que ya está con la luz dentro del cuerpo, con flores en el cabello y aromas en la piel, su chaquetín de lujo y su corona de amargo cempasúchil. Buena o mala noticia, según se la mire y considere: su persona, por razón de las bellas orejas y de la aún más hermosa apostura y la piel blanquita, ha sido escogida para dejarnos en recuerdo  un trofeo que guardaremos con cariño y veneración. Le pedimos al público un instante de recogimiento y al elegido le solicitamos que permanezca absolutamente inmóvil, so pena de que se le escape el fierro de carnicero a mi amigo tigre y se le inmiscuya en la digna panza; que permanezca inmóvil, digo, mientras Baltasar le agarra con un par de dedos metálicos la parte superior del órgano auditivo y con un bisturí se lo desprenda de un solo tajo indoloro y sorpresivo, y esto, amigos, con dos altas finalidades: primera, que haya efusión de agua florida, tan propicia para la restauración del Sexto Sol, que es cuando la raza azteca saldrá de las profundas cavernas a recuperar lo perdido, y segunda, que se guarde su caracol de carne o pabellón auditivo pegado con un clavo en la pared-archivo del club y asociación nuestra como testimonio de una nueva y significante acción intrépida  de los tigres y serpientes.
            El autobús estaba casi inmóvil. Transitábamos por una zona oscura con las luces apagadas. Parecía que estábamos entrando en un enorme lote baldío. Las luces de la ciudad se veían como manchones entre lo que parecía ser un macizo de árboles.
            —Se ruega por favor al público que no se deje arrastrar por la curiosidad morbosa y que si en algo quiere cooperar evite escenas lastimosas de gritos desgarradores, desmayos y aguas mayores. Cierre los ojos, amigo, así, no tiemble, y adelante, mi buen hijo de Huitzilopotchtli. ¡Son tus flores, oh dios del sol, flores rojas, blancas y verdes, flores bien olientes que se entretejen perfumadas, ¡jey, jey, jey, aleluya!
            El “aleluya” se confundió con un alarido espantoso. Luego hubo un silencio total. El hombre volvió a hablar de forma sosegada.
            —Sépase que no hacemos esto por crueldad sino a manera de perpetuación de las costumbres de los aztecas que extraían corazones para que la maquinaria del universo siguiera funcionando, y que si nosotros no repetimos el acto en su totalidad es por falta de recursos y de tiempo. Así como los hebreos rescataban de los cadáveres como trofeos mil prepucios de filisteos y de la misma forma en que al abrir la puerta de su casa Eloibeth halló quinientas cabezas de sus enemigos, y todo ello fue del agrado del Dios de los Ejércitos, nosotros también queremos levantar esta oreja como sacrificio y holocausto para renovar el suave olor de la sangre, agradable a los ojos del señor. ¡Miren, miren!
            Algunas personas se voltearon descaradamente a mirar. Una anciana se desmayó. Estuvo a punto de desplomarse en el corredor. Uno de los asaltantes la tomó con delicadeza y apoyó su cuerpo en el del pasajero vecino.
            —Además sirve este acto mínimo e indoloro, si se lo compara con el exterminio de pueblos enteros, como anuncio de otras ofrendas mayúsculas que acontecerán cuando se revienten los hilos de araña que columpian a esta nueva Babilonia, el día en que los caballos correrán desbocados y los jinetes se llenarán de pánico. El que sea prudente que entienda estas cosas, el que sea cuerdo conózcalas. Detenga la nave, señor conductor.
            —Era inútil pedir que se detuviera. Desde hacía algunos minutos estaba inmóvil.
—Y diciendo estas palabras desaparecen los espantos—. Los invasores comenzaron a bajar—. Aquí nos quedamos, señores, señorita, caballeros, tras cumplir con el sagrado deber de nuestro ministerio. Nos despedimos de mano y de corazón. Recuerden: somos el anuncio de lo que ha de venir.
            El camino de regreso a la ciudad fue tan extraño como el asalto. El conductor estaba totalmente borracho y cantaba rancheras. Estuvimos a punto de desbarrancarnos varias veces. El herido seguía atado. Una mujer le había tomado la cabeza, la refugiaba contra su pecho y con un pañuelo trataba de contener la hemorragia. Llegamos a un hospital, abandonamos al herido al frente. A nadie se le ocurrió desamarrarlo. Allá quedó, gritando como un cochino con el cuchillo en la yugular. El conductor volvió a su ruta y nos fue abandonando en nuestros destinos. Eso fue todo. Supongo que nadie puso la denuncia. Nos fue bien. Por otros rumbos de esta ciudad no cortan la oreja. Y hacen desaparecer a los testigos. Además, como decía un compañero de viaje: ¿Para qué discutir, si tienen la razón?




domingo, 10 de febrero de 2019

Nadatón 2019 en Xalapa

Medalla de oro en Campeonato Nadatón, 1000 metros: 
21 minutos 01 segundos
AquaX: la mejor piscina de Xalapa

Con Daniela Derbez, campeona nacional
Con Martha Castro, entrenadora y campeona


Premiación



jueves, 7 de febrero de 2019

MEMORIAS INDISCRETAS 19 A 24


MEMORIAS INDISCRETAS 19. A Sara Tustra, criatura entre Greta Garbo y María Félix, la conocí en una recepción de estudiantes extranjeros en Lawrence, Kansas. Más que impresionarme por su belleza, que era indudable, me molestó la maestría con que lograba que todos los asistentes la convirtieran en centro de atención. Con el espíritu destructivo que siempre me ha caracterizado, particularmente frente a misterios tan tentadores como las mujeres, tal vez movido por el poco interés que los concurrentes mostraban por mi irrefutable persona, en un intento de acercarme a ella para desmontar su mecanismo de encanto universal, comencé a someterla a una batería de ironías y descalificaciones que lejos de sacarla de su centro, la reafirmaron como soberana de la reunión. Quise buscarle un defecto y creí hallárselo en un ojo o un párpado, ligeramente manchados u obscuros. Sara Tustra,  como una diestra espadachina repelió mis ataques y siguió en su mundo y solamente en un instante nimio de su inigualable actuación se dirigió directamente a mí, me miró a los ojos y dijo: Ya me dijeron que eres el escritor colombiano que escribió no sé que obra maestra que fue publicada con gran estruendo publicitario en Buenos Aires. Felicidades, genio, pero ¿no crees que en una reunión internacional deberías hablar en español para que todos puedan comprender tu ingenio aborigen y admirarlo. Pasados varios días de soledad y desamparo  (MT estaba recién llegado a Lawrence y todavía no tenía cómplices propicios para sus fechorías deportivas y amorosas) y tras llamarla varias veces a Ellthworh, edificio de las residencias universitarias, vecino al mío, que era Mc Collum Hall, logré que Sara Tustra aceptara una reunión de diez minutos conmigo (“Tengo mil cosas que hacer”, dijo y a partir de entonces supe que esa era su agenda diaria, “mil cosas que hacer”); una reunión, le supliqué, nada más para limar asperezas y fomentar la fraternidad entre nuestros hermanos países, le dije. Era mexicana, aclaro. De las mexicanas muy muy hermosas, que las hay en abundancia, particularmente en los estados del norte (luego lo sabría, una vez que encallé en Monterrey, un par de años después). Seis meses de trabajo intenso tuve que sufir pare terminar con la hermosísima Sara Tustra en mi cama. Toda esa ordalía la relaté en mi novela Mujeres amadas, que ha recibido buenas lecturas y a la que algún lector poco parco calificó como la novela amorosa de la década y a la que otro lector menos piadoso llamó obra de sex fiction. Cuando tuve cerca  a Sara Tustra pude ver que no solo no tenía mancha alguna sino que poseía los ojos más bellos (pido rendidads disculpas por el villano lugar común) que crituara humana haya poseído. Pues esa mujer me tuvo ocupado varias décadas, aunque no me casé con ella, como lo llegamos a planear con todo y compra de sábanas santas. A esa mujer no sólo le escribí una novela sino que me  hizo llorar recordándola en una borrachera a lo largo del malecón de Veracruz, además me ha seguido visitando en sueños periódicos (románticos, idílicos, vengativos, procaces, utópicos, fantásticos, atroces) y fue la que mandó asesinar a mi amadísima esposa, que afortunadamente sigue viva.

MEMORIAS INDISCRETAS 20. El tacto no ha sido mi cualidad más destacada. He sido torpe, poco diplomático, a veces brutal en el trato con las personas. Colocado en situaciones de privilegio, digamos durante una recepción en la que se me entregaría un premio o abriendo con un discurso un congreso de académicos, he lanzado frases en ocasiones agresivas o groseras que sin duda ofendieron a quienes las escucharon. Mi excusa (más para justificarme ante mí mismo que por consolar a los que han sufrido mis exabruptos) es que acostumbro a ser perfectamente sincero siempre, siempre, y que la espontaneidad es parte esencial, irreductible, inevitable de mi personalidad. Sólo conozco a un escritor más violentamente brutal que yo: Rubem Fonseca. “Uno de los mayores placeres que se le puede ofrecer a la compañera de lecho en el momento de estar en pleno disfrute de los dones del cuerpo es meterle un dedo en el culito”, dije en una conferencia ante muy compuestas señoras no sé dónde. “No me gustó El otoño del patriarca”, le dije a García Márquez con entera desfachatez la primera vez que lo vi. Tenía yo por entonces 24 años y acababa de  ver publicada mi primera novela en Buenos Aires. Años después, ante un gran auditorio en la Feria del Libro de Bogotá, dije que un ejemplo de la más banal basura literaria era la novela Rosario Tijeras. El autor, Jorge Franco, estaba sentado a mi lado en una larga mesa plagada de “jóvenes promesas de la literatura latinoamercana”. Años después esa novela sería uno de los más grandes best sellers de Colombia y de ella se harían telenovelas y películas, mientras mis obras seguían siendo lo que se llama succes d’ estime, libros elogiados por la crítica hasta el ridículo pero que con dificultad alcanzaron una segunda edición. (Miento, miento para dramatizar: varios de mis libros han pasado de la tercera edición y uno ha alcanzado catorce). Dos veces fui representado por Carmen Balcells,  la mayor agente literaria de lengua castellana, y en las dos ocasiones eché a perder la oportunidad por apresuramiento y falta de humildad. Frente a mi esposa y al escritor Óscar Collazos me atreví a cortejar a la que por esos días era su mujer. Óscar me dijo, lo recuerdo: C’est moi qui monte. Cuando debería haberme comportado como hombre serio o como un caballero decente, terminé actuando como un rústico. Las dos o tres veces que me he graduado en universidades, en lugar de vestirme de acuerdo a las normas, con traje y corbata, he llegado con el pelo escurriendo agua, ataviado con ropa deportiva y zapatos sucios. Cuando recibí premios importantes (lo que ha sucedido una decena de  veces: en Costa Rica, en México y Colombia) no lo hice con sencillez sino con pomposa grandilocuencia y  llegué a insultar a un gobernador llamándolo corrupto frente a sus subordinados. Supongo que estos comprotamientos se han extendido a mis relaciones personales, particularmente a las afectivas, amorosas o eróticas, en las que he salido generalmente fracasado. La única relación en la que no he fracasado (hasta la fecha) es la que he tenido con mi esposa, aunque ha estado en extremo peligro muchísimas veces. Definitivamente: no soy modelo de nada.

MEMORIAS INDISCRETAS 22. Dos veces estuve en el infierno. La depresión mayor es el infierno (“depresión mayor” fue el diagnóstico que me parece el más adecuado a mi desorden mental, llamémoslo así,  diagnóstico emitido por uno de los diez o doce psiquiatras que tuvieron el cuestionable privilegio de tratar de entender mis terrores y confusiones metafísicas. Mi esposa, la recuerdo o la imagino con una terca, tozuda, inflexible dignidad arrastrándome como a un perro jalado por una cadena a consultorios de médicos  brujos y curanderos espirituales, a cubículos parroquiales y reuniones de maniáticos anónimos, la imagino siempre bella, fresca como una especie de Dorian Grey inmarcesible (parece que mi amada se estacionó en los diesisiete años y habiendo rebasado los cincuenta sigue con su piel de magnolia y sus ojos limpios); la depresión (la depresión mayor, bilis negra) es la experiencia de vida más excepcionalmente terrible, espantosa, desagradable, aborrecible, inolvidable, feroz, desoladora, aterradora, inexplicable, insoportable, incomunicable, insoslayable, triste, solitaria: es como estar siendo asesinado lentamente con un puñal que se hunde milímetro a milímetro en el pecho durante minutos, horas, días, semanas,  meses, años, hasta que el que la sufre se suicida o sale del abismo con las uñas levantadas y las yemas de los dedos en carne viva y la conciencia de que ha vivido la más atroz experiencia que se puede vivir. Y lo sorprendente, lo absolutamente sorprendente, es que en  muchas ocasiones esa experiencia de corrosión  del alma no corresponde con una situación real que la suscite: a veces el deprimido no tiene que estar así, no hay ni una sola razón o motivo verificables. El deprimido piensa que su persona es menos que nada, que vale menos que un perro moribundo, que todo lo que ha hecho en su vida  carece de sentido. Recuerdo que en uno de esos interminables días de siete años de abismo,  en una de esas 8760 horas de desgarro espiritual, en uno de esos 525 600 segundos de mi vida en el abismo, yo mismo quemé mis libros en una pira (los 32 libros que había publicado en 15 editoriales, en cinco países y que habían recibido decenas de premios literarios, cientos de reseñas, estudios, monografías, en general altamente elogiosos). Mi esposa asistía al evento y no intentó detenerlo, vio arder mis libros. Ella misma me había instigado a hacerlo, me había retado como me retó a cumplir con la amenaza de suicidarme. Yo estaba con la cabeza entre las manos, los codos apoyados en la mesa del comedor y decía interminablemente “me quiero morir, me quiero morir, me quiero morir”, mientras ella cocinaba deportivamente, como si viviéramos en el mejor de los mundos y estuviera sonando el Himno a la alegría . “Si te quieres morir, ¿quién te lo impide?”, dijo con la frialdad de quien dice “mira, ha comenzado a llover”, y puso un vaso con agua y un tarro  de polvo mata ratas al frente. Después se sentó a esperar con la esperanza de que yo por fin definiera, frente al cráneo de mi vida... ser o no ser.
Un minuto duró mirándome: “¿De verdad te quieres morir?” Mi respuesta fue escueta: “No me quiero morir”.
¿Qué me estaba pasando? ¿Cuál fue el momento en que se desencadenó la caida rumbo al abismo, esa noche oscura del alma? ¿Por qué le sucedió ese cataclismo espiritual a alguien como yo, que se creía no semejante a los dioses sino superior a ellos? Una sonrisa, por favor. Detengámonos aquí, pasemos a otro tema, ya regresaremos al averno con una armadura menos vulnerable.

MEMORIAS INDISCRETAS 23. Pero dejemos atrás las tristezas. Hoy quiero recordar el día (la noche) en que conocí a la adolescente que habría  de cambiar mi vida disoluta, libérrima, alegremente irresponsable. De mujer en mujer había ido MT cabalgando por la existencia y lo último que se me habría ocurrido sería establecer una relación perdurable, posiblemente definitiva. Que me gustaban desde entonces y hasta ahora las mujeres muy jóvenes, ¿y a quién lo le gustan?, lo demuestra que yo haya encallado en esa criatura encantadora que era la que es hoy mi esposa: tenía 17 años recién cumplidos cuando yo estaba rayando la edad de Cristo en la cruz y era ella una sonrisa permanente de dientes tan hermosos, tan simétricos, que por varias semanas le estuve pidiendo que me dejara estudiarlos, unos ojos castaños cristalinos de aire vagamente oriental (¿hija de un tailandés? ¿pequeño desliz de la santa madre de mi amada), un rostro semi ovalado digno de un camafeo decimonónico, unos huequitos de la nariz perfectos que dilataba y comprimía con una gracia de cochinito feliz o de conejo, unos hermosos y diminutos pabellones auriculares (suena bien llamar a las orejas “pabellones auriculares”, ¿o no?), y unos labios de simetría renacentista. Sabía mover las orejas hacia adelante y hacia atrás como los elefantes y con éstas y otras gracias me hipnotizaba. Conjunto que, he de decirlo, me dejó helado al momento de verla en el sillón del jefe de la editorial: tenía sus lindas piernas levantadas con los talones apoyados en el escritorio y sus muslos enfundados en medias de lana que le llegaban arriba de una falda volada no tan larga, insisto,  medias de lana, y, aclaro, color café con leche (no olvido, ay, deleite supremo, el momento en que pude meter mis manos pecadoras bajo la armadura de lana y hacer que descendiera para permitirme el deleite tactil de sus frescos frutos).

La síntesis de mi novela de amor con la mujer que sería mi compincha durante  más de treinta años es la siguiente: la saludé con calculadora indiferencia, hice una llamada a Barcelona a mi representante Carmen Ballcels mientras la miraba, la calibraba, la estudiaba de reojo con malicia de tasador de diamantes, la veía bostezar y hacer un comentario evidentemente oblicuo dirigido a una gorda de rizos indómitos que allí fungía como testigo e inarmónica comparsa, no tienes idea, manita, el hambre que tengo, dijo, momento en el que vi abierta la puerta del cielo, pues si tiene hambre, niña, le presto un billete para que compre unos tacos, le dije, y ella, la criaturita, con desparpajo, ojitos sonrientes y mirada chispeante, dijo, cayitos, amigo, con lo que quería decir que aflojara la lana. Busqué en mi billetera y hallé solamente uno de 100, una verdadera fortuna por entonces (hablo de 1982, más o menos). Se lo entregué entero y le dije tengo que irme (y de verdad tenía que hacer un viaje de asuntos literarios) y, en voz baja, para que no oyera la gorda de rizos indómitos, ¿aceptarías una invitación a cine cuando regrese? La niña  le guiñó un ojo a la gorda como diciéndole, el negocio va bien, sólo que sea en sábado, comentó, el día que puedo escaparme, porque trabajo cuidado esta pulgosa oficina de lunes a viernes y el domingo lo tengo ocupado lavando ropa y además mi mamá no me deja salir el día del Señor.
Termino la historia: regresé de mi viaje, fuimos a cine, vi que en lugar de mirar la película (Los pájaros  de Hitchkok, imaginen) me miraba a mí como arrobada o sorprendida,  con sus grandes ojos fijos, diría un poeta amigo. Sentí que estaba al borde de algo indiscernible hasta que seguí el impulso que nació de lo más hondo de mi destino, me lancé en picada, cerré los ojos y embestí la pared de granito. Le di un beso. Ella (en venganza, hoy lo sé)  me devolvió otro, que duró los 30 minutos que restaban de la película. No habían pasados tre meses cuando ya estábamos casados. Y, 32 años después, seguimos casados, felizmente casados, lo digo con infinito desprecio a los que dicen que el amor constante es imposible después de tres meses. Sobre la intensa y terrible, luminosa ruta que me llevó al matrimonio escribí una novela que llamé  Carita sonriente.  Mi mujer la leyó de un tirón en una cama de las residencias artísticas en Banff. Sólo recuerdo que me dijo: ¿Tú escribiste esto? ¿No te da pena? He de decir que la novela no me gusta. No le hace justicia a mi niña. No pude atrapar su espíritu, su gracia indudable y hacerla vivir en una obra artística, como sí logré hacerlo con Irgla en  Mujeres amadas,  con Bárbara Bláskowitz en  La insaciablidad y con otra media docena de personas del sexo femenino que terminaron convertidas en protagonistas de mis novelas y cuentos.  En algún concurso no tan despreciable le dieron mención honorífica a la novela de mi gran amor sin comillas o cursivas. Tres amigos me recomendaron  no publicarla. Años más tarde mi amada diría: ¿Cómo es posible que a esas apestosas les hayas escrito novelas de verdad y a mí sólo me hiciste esa porquería? Estoy de acuerdo. Tengo la novela guardada y he pensado en convertir a la protagonista en una villana de espanto. (Ayer en internet un amigo me mandó un mensaje: “No dejes de ser malvado. Eso es lo que nos encanta de tu persona: que cultivas con deleite tu leyenda negra”. Y otro amigo de internet me acusó de racista por cultivar mi leyenda negra).

Eduardo García Aguilar habla de Garramuño

SAMEDI 13 AVRIL 2019 LAS AVENTURAS LITERARIAS DE AGUILERA GARRAMUÑO  Por Eduardo García Aguilar La Universidad Veracruzana ...