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jueves, 7 de febrero de 2019

MEMORIAS INDISCRETAS 19 A 24


MEMORIAS INDISCRETAS 19. A Sara Tustra, criatura entre Greta Garbo y María Félix, la conocí en una recepción de estudiantes extranjeros en Lawrence, Kansas. Más que impresionarme por su belleza, que era indudable, me molestó la maestría con que lograba que todos los asistentes la convirtieran en centro de atención. Con el espíritu destructivo que siempre me ha caracterizado, particularmente frente a misterios tan tentadores como las mujeres, tal vez movido por el poco interés que los concurrentes mostraban por mi irrefutable persona, en un intento de acercarme a ella para desmontar su mecanismo de encanto universal, comencé a someterla a una batería de ironías y descalificaciones que lejos de sacarla de su centro, la reafirmaron como soberana de la reunión. Quise buscarle un defecto y creí hallárselo en un ojo o un párpado, ligeramente manchados u obscuros. Sara Tustra,  como una diestra espadachina repelió mis ataques y siguió en su mundo y solamente en un instante nimio de su inigualable actuación se dirigió directamente a mí, me miró a los ojos y dijo: Ya me dijeron que eres el escritor colombiano que escribió no sé que obra maestra que fue publicada con gran estruendo publicitario en Buenos Aires. Felicidades, genio, pero ¿no crees que en una reunión internacional deberías hablar en español para que todos puedan comprender tu ingenio aborigen y admirarlo. Pasados varios días de soledad y desamparo  (MT estaba recién llegado a Lawrence y todavía no tenía cómplices propicios para sus fechorías deportivas y amorosas) y tras llamarla varias veces a Ellthworh, edificio de las residencias universitarias, vecino al mío, que era Mc Collum Hall, logré que Sara Tustra aceptara una reunión de diez minutos conmigo (“Tengo mil cosas que hacer”, dijo y a partir de entonces supe que esa era su agenda diaria, “mil cosas que hacer”); una reunión, le supliqué, nada más para limar asperezas y fomentar la fraternidad entre nuestros hermanos países, le dije. Era mexicana, aclaro. De las mexicanas muy muy hermosas, que las hay en abundancia, particularmente en los estados del norte (luego lo sabría, una vez que encallé en Monterrey, un par de años después). Seis meses de trabajo intenso tuve que sufir pare terminar con la hermosísima Sara Tustra en mi cama. Toda esa ordalía la relaté en mi novela Mujeres amadas, que ha recibido buenas lecturas y a la que algún lector poco parco calificó como la novela amorosa de la década y a la que otro lector menos piadoso llamó obra de sex fiction. Cuando tuve cerca  a Sara Tustra pude ver que no solo no tenía mancha alguna sino que poseía los ojos más bellos (pido rendidads disculpas por el villano lugar común) que crituara humana haya poseído. Pues esa mujer me tuvo ocupado varias décadas, aunque no me casé con ella, como lo llegamos a planear con todo y compra de sábanas santas. A esa mujer no sólo le escribí una novela sino que me  hizo llorar recordándola en una borrachera a lo largo del malecón de Veracruz, además me ha seguido visitando en sueños periódicos (románticos, idílicos, vengativos, procaces, utópicos, fantásticos, atroces) y fue la que mandó asesinar a mi amadísima esposa, que afortunadamente sigue viva.

MEMORIAS INDISCRETAS 20. El tacto no ha sido mi cualidad más destacada. He sido torpe, poco diplomático, a veces brutal en el trato con las personas. Colocado en situaciones de privilegio, digamos durante una recepción en la que se me entregaría un premio o abriendo con un discurso un congreso de académicos, he lanzado frases en ocasiones agresivas o groseras que sin duda ofendieron a quienes las escucharon. Mi excusa (más para justificarme ante mí mismo que por consolar a los que han sufrido mis exabruptos) es que acostumbro a ser perfectamente sincero siempre, siempre, y que la espontaneidad es parte esencial, irreductible, inevitable de mi personalidad. Sólo conozco a un escritor más violentamente brutal que yo: Rubem Fonseca. “Uno de los mayores placeres que se le puede ofrecer a la compañera de lecho en el momento de estar en pleno disfrute de los dones del cuerpo es meterle un dedo en el culito”, dije en una conferencia ante muy compuestas señoras no sé dónde. “No me gustó El otoño del patriarca”, le dije a García Márquez con entera desfachatez la primera vez que lo vi. Tenía yo por entonces 24 años y acababa de  ver publicada mi primera novela en Buenos Aires. Años después, ante un gran auditorio en la Feria del Libro de Bogotá, dije que un ejemplo de la más banal basura literaria era la novela Rosario Tijeras. El autor, Jorge Franco, estaba sentado a mi lado en una larga mesa plagada de “jóvenes promesas de la literatura latinoamercana”. Años después esa novela sería uno de los más grandes best sellers de Colombia y de ella se harían telenovelas y películas, mientras mis obras seguían siendo lo que se llama succes d’ estime, libros elogiados por la crítica hasta el ridículo pero que con dificultad alcanzaron una segunda edición. (Miento, miento para dramatizar: varios de mis libros han pasado de la tercera edición y uno ha alcanzado catorce). Dos veces fui representado por Carmen Balcells,  la mayor agente literaria de lengua castellana, y en las dos ocasiones eché a perder la oportunidad por apresuramiento y falta de humildad. Frente a mi esposa y al escritor Óscar Collazos me atreví a cortejar a la que por esos días era su mujer. Óscar me dijo, lo recuerdo: C’est moi qui monte. Cuando debería haberme comportado como hombre serio o como un caballero decente, terminé actuando como un rústico. Las dos o tres veces que me he graduado en universidades, en lugar de vestirme de acuerdo a las normas, con traje y corbata, he llegado con el pelo escurriendo agua, ataviado con ropa deportiva y zapatos sucios. Cuando recibí premios importantes (lo que ha sucedido una decena de  veces: en Costa Rica, en México y Colombia) no lo hice con sencillez sino con pomposa grandilocuencia y  llegué a insultar a un gobernador llamándolo corrupto frente a sus subordinados. Supongo que estos comprotamientos se han extendido a mis relaciones personales, particularmente a las afectivas, amorosas o eróticas, en las que he salido generalmente fracasado. La única relación en la que no he fracasado (hasta la fecha) es la que he tenido con mi esposa, aunque ha estado en extremo peligro muchísimas veces. Definitivamente: no soy modelo de nada.

MEMORIAS INDISCRETAS 22. Dos veces estuve en el infierno. La depresión mayor es el infierno (“depresión mayor” fue el diagnóstico que me parece el más adecuado a mi desorden mental, llamémoslo así,  diagnóstico emitido por uno de los diez o doce psiquiatras que tuvieron el cuestionable privilegio de tratar de entender mis terrores y confusiones metafísicas. Mi esposa, la recuerdo o la imagino con una terca, tozuda, inflexible dignidad arrastrándome como a un perro jalado por una cadena a consultorios de médicos  brujos y curanderos espirituales, a cubículos parroquiales y reuniones de maniáticos anónimos, la imagino siempre bella, fresca como una especie de Dorian Grey inmarcesible (parece que mi amada se estacionó en los diesisiete años y habiendo rebasado los cincuenta sigue con su piel de magnolia y sus ojos limpios); la depresión (la depresión mayor, bilis negra) es la experiencia de vida más excepcionalmente terrible, espantosa, desagradable, aborrecible, inolvidable, feroz, desoladora, aterradora, inexplicable, insoportable, incomunicable, insoslayable, triste, solitaria: es como estar siendo asesinado lentamente con un puñal que se hunde milímetro a milímetro en el pecho durante minutos, horas, días, semanas,  meses, años, hasta que el que la sufre se suicida o sale del abismo con las uñas levantadas y las yemas de los dedos en carne viva y la conciencia de que ha vivido la más atroz experiencia que se puede vivir. Y lo sorprendente, lo absolutamente sorprendente, es que en  muchas ocasiones esa experiencia de corrosión  del alma no corresponde con una situación real que la suscite: a veces el deprimido no tiene que estar así, no hay ni una sola razón o motivo verificables. El deprimido piensa que su persona es menos que nada, que vale menos que un perro moribundo, que todo lo que ha hecho en su vida  carece de sentido. Recuerdo que en uno de esos interminables días de siete años de abismo,  en una de esas 8760 horas de desgarro espiritual, en uno de esos 525 600 segundos de mi vida en el abismo, yo mismo quemé mis libros en una pira (los 32 libros que había publicado en 15 editoriales, en cinco países y que habían recibido decenas de premios literarios, cientos de reseñas, estudios, monografías, en general altamente elogiosos). Mi esposa asistía al evento y no intentó detenerlo, vio arder mis libros. Ella misma me había instigado a hacerlo, me había retado como me retó a cumplir con la amenaza de suicidarme. Yo estaba con la cabeza entre las manos, los codos apoyados en la mesa del comedor y decía interminablemente “me quiero morir, me quiero morir, me quiero morir”, mientras ella cocinaba deportivamente, como si viviéramos en el mejor de los mundos y estuviera sonando el Himno a la alegría . “Si te quieres morir, ¿quién te lo impide?”, dijo con la frialdad de quien dice “mira, ha comenzado a llover”, y puso un vaso con agua y un tarro  de polvo mata ratas al frente. Después se sentó a esperar con la esperanza de que yo por fin definiera, frente al cráneo de mi vida... ser o no ser.
Un minuto duró mirándome: “¿De verdad te quieres morir?” Mi respuesta fue escueta: “No me quiero morir”.
¿Qué me estaba pasando? ¿Cuál fue el momento en que se desencadenó la caida rumbo al abismo, esa noche oscura del alma? ¿Por qué le sucedió ese cataclismo espiritual a alguien como yo, que se creía no semejante a los dioses sino superior a ellos? Una sonrisa, por favor. Detengámonos aquí, pasemos a otro tema, ya regresaremos al averno con una armadura menos vulnerable.

MEMORIAS INDISCRETAS 23. Pero dejemos atrás las tristezas. Hoy quiero recordar el día (la noche) en que conocí a la adolescente que habría  de cambiar mi vida disoluta, libérrima, alegremente irresponsable. De mujer en mujer había ido MT cabalgando por la existencia y lo último que se me habría ocurrido sería establecer una relación perdurable, posiblemente definitiva. Que me gustaban desde entonces y hasta ahora las mujeres muy jóvenes, ¿y a quién lo le gustan?, lo demuestra que yo haya encallado en esa criatura encantadora que era la que es hoy mi esposa: tenía 17 años recién cumplidos cuando yo estaba rayando la edad de Cristo en la cruz y era ella una sonrisa permanente de dientes tan hermosos, tan simétricos, que por varias semanas le estuve pidiendo que me dejara estudiarlos, unos ojos castaños cristalinos de aire vagamente oriental (¿hija de un tailandés? ¿pequeño desliz de la santa madre de mi amada), un rostro semi ovalado digno de un camafeo decimonónico, unos huequitos de la nariz perfectos que dilataba y comprimía con una gracia de cochinito feliz o de conejo, unos hermosos y diminutos pabellones auriculares (suena bien llamar a las orejas “pabellones auriculares”, ¿o no?), y unos labios de simetría renacentista. Sabía mover las orejas hacia adelante y hacia atrás como los elefantes y con éstas y otras gracias me hipnotizaba. Conjunto que, he de decirlo, me dejó helado al momento de verla en el sillón del jefe de la editorial: tenía sus lindas piernas levantadas con los talones apoyados en el escritorio y sus muslos enfundados en medias de lana que le llegaban arriba de una falda volada no tan larga, insisto,  medias de lana, y, aclaro, color café con leche (no olvido, ay, deleite supremo, el momento en que pude meter mis manos pecadoras bajo la armadura de lana y hacer que descendiera para permitirme el deleite tactil de sus frescos frutos).

La síntesis de mi novela de amor con la mujer que sería mi compincha durante  más de treinta años es la siguiente: la saludé con calculadora indiferencia, hice una llamada a Barcelona a mi representante Carmen Ballcels mientras la miraba, la calibraba, la estudiaba de reojo con malicia de tasador de diamantes, la veía bostezar y hacer un comentario evidentemente oblicuo dirigido a una gorda de rizos indómitos que allí fungía como testigo e inarmónica comparsa, no tienes idea, manita, el hambre que tengo, dijo, momento en el que vi abierta la puerta del cielo, pues si tiene hambre, niña, le presto un billete para que compre unos tacos, le dije, y ella, la criaturita, con desparpajo, ojitos sonrientes y mirada chispeante, dijo, cayitos, amigo, con lo que quería decir que aflojara la lana. Busqué en mi billetera y hallé solamente uno de 100, una verdadera fortuna por entonces (hablo de 1982, más o menos). Se lo entregué entero y le dije tengo que irme (y de verdad tenía que hacer un viaje de asuntos literarios) y, en voz baja, para que no oyera la gorda de rizos indómitos, ¿aceptarías una invitación a cine cuando regrese? La niña  le guiñó un ojo a la gorda como diciéndole, el negocio va bien, sólo que sea en sábado, comentó, el día que puedo escaparme, porque trabajo cuidado esta pulgosa oficina de lunes a viernes y el domingo lo tengo ocupado lavando ropa y además mi mamá no me deja salir el día del Señor.
Termino la historia: regresé de mi viaje, fuimos a cine, vi que en lugar de mirar la película (Los pájaros  de Hitchkok, imaginen) me miraba a mí como arrobada o sorprendida,  con sus grandes ojos fijos, diría un poeta amigo. Sentí que estaba al borde de algo indiscernible hasta que seguí el impulso que nació de lo más hondo de mi destino, me lancé en picada, cerré los ojos y embestí la pared de granito. Le di un beso. Ella (en venganza, hoy lo sé)  me devolvió otro, que duró los 30 minutos que restaban de la película. No habían pasados tre meses cuando ya estábamos casados. Y, 32 años después, seguimos casados, felizmente casados, lo digo con infinito desprecio a los que dicen que el amor constante es imposible después de tres meses. Sobre la intensa y terrible, luminosa ruta que me llevó al matrimonio escribí una novela que llamé  Carita sonriente.  Mi mujer la leyó de un tirón en una cama de las residencias artísticas en Banff. Sólo recuerdo que me dijo: ¿Tú escribiste esto? ¿No te da pena? He de decir que la novela no me gusta. No le hace justicia a mi niña. No pude atrapar su espíritu, su gracia indudable y hacerla vivir en una obra artística, como sí logré hacerlo con Irgla en  Mujeres amadas,  con Bárbara Bláskowitz en  La insaciablidad y con otra media docena de personas del sexo femenino que terminaron convertidas en protagonistas de mis novelas y cuentos.  En algún concurso no tan despreciable le dieron mención honorífica a la novela de mi gran amor sin comillas o cursivas. Tres amigos me recomendaron  no publicarla. Años más tarde mi amada diría: ¿Cómo es posible que a esas apestosas les hayas escrito novelas de verdad y a mí sólo me hiciste esa porquería? Estoy de acuerdo. Tengo la novela guardada y he pensado en convertir a la protagonista en una villana de espanto. (Ayer en internet un amigo me mandó un mensaje: “No dejes de ser malvado. Eso es lo que nos encanta de tu persona: que cultivas con deleite tu leyenda negra”. Y otro amigo de internet me acusó de racista por cultivar mi leyenda negra).

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