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miércoles, 30 de marzo de 2011

EL IMPERIO DE LAS MUJERES

EL IMPERIO DE LAS MUJERES DE MARCO TULIO AGUILERA GARRAMUÑO
Por: Luis Miguel Rivas
En la foto MT se oculta --¿real o metafóricamente?-- tras su libro recién publicado.
El texto que leerán a continuación fue escrito por uno de esos amigos a distancia que resultan ser escritores y que comparten con naturalidad y sin cálculo sus opiniones y entusiasmos. En unas breves líneas de su nota biobibliogáfica se define: "Naci en Envigado, Antioquia, Colombia, tierra de Pablo Escobar Gaviria, el más perverso y el más bondadoso de los hombres, y de dos grandes escritores: el filósofo Fernando González y Luis Miguel Rivas". Resulta que mi amigo se llama Luis Miguel Rivas. Saquen sus conclusiones. Yo ya saqué la mía. Casi inmediatamente el Gran Cenamor, administrador de la página virtual más leída de España, Asamblea de palabras, solicitó autorización para reproducir el texto. La nota que leerán a continuación es la segunda reacción que ha suscitado El imperio de las mujeres, libro recién publicado...


“La mujeres son lo más femenino que hay “, decía un amigo que no podía entender la extraña lógica de su mujer con respecto al amor, la vida y el mundo. Todo lo que para ella era complicado para él era simple y lo que para ella era sencillo para él era inescrutable. Y así llevan viviendo como veinte años sin alcanzarse a comprender completamente, pero ya sin pretender explicarse ni modificarse mutuamente.

Lo más parecido a “lo más femenino que hay” es un escritor que escribe sobre las mujeres tratando de meterse en ellas y mostrando, sin pretender explicar mucho, lo que ni siquiera ellas comprenden. Por eso cuando acabé de leer El imperio de las mujeres* de Marco Tulio Aguilera Garramuño me dije: “este tipo es de lo más femenino que yo conozco”.
El imperio se me hizo cercano, contundente e importante porque une tres cosas fundamentales para mí: Las mujeres, el amor y los cuentos. Y en los tres asuntos (todos tan manoseados en tantísimos años de historia escrita) Aguilera Garramuño trasciende lo fácil, asume riesgos y nos entrega ráfagas de lucidez, fragmentos de esa confusa claridad propia de la literatura de verdad y del corazón femenino.
Son once cuentos como once piedras de un collar fino: perfectamente redondas en la forma, inagotables en los significados y bellas en conjunto. Como si para hacer esas historias se hubieran reunido un poeta, un matemático, un carpintero, un gigoló retirado, un marido experimentado y un sicólogo…
Un pequeño relato-epígrafe llamado “El señor de los sueños” abre el libro a manera de aviso, como advirtiéndonos la inminencia de terrenos cenagosos, difusos, veleidosos y profundos. Y luego viene el desfile de mujeres: ajenas, propias, posibles, inalcanzables, fatales, redentoras, mezquinas, generosas, jóvenes, viejas, exitosas, derrotadas, brujas, santas, cotidianas, excéntricas, ingenuas, sabias, callejeras, domésticas… Pero todas inquietantes, poderosas y, cada una a su manera, bella. Con cualquiera de estas mujeres escritas me iría yo inmediatamente, abandonando todo, así me trajeran la enfermedad como en “La sonrisa en la espesura” o la tragedia como en “Mester de putería artística” o el sofocante gozo del matrimonio como en “El viejo truco del amor”. Y podría incluso traicionar a unas con otras viviendo por temporadas en los distintos cuentos de este libro.
Esta es una compilación de cuentos sobre el deseo. Siempre hay “ganas” en el aire. Una atmósfera erótica que uno celebra inicialmente como maestría artística y valora como logro intelectual, pero que alcanza niveles de expresión tan contundentes que transforman la lectura en un acto físico, con abultamiento en la parte baja del abdomen, incluido. Entonces me acuerdo de una frase de Raymond Carver: “Las palabras precisas y verdaderas tienen el mismo poder que los actos”. Muchos episodios de este libro me entraron por los ojos en forma de letras y se convirtieron en acciones: también me reí. Me reí y me excité. A veces cada cosa a su vez y a veces las dos acciones juntas.
Descubrí que es posible, por ejemplo, tener una erección sonriente. Y encontré un camino en el que los burdos terrenos de la pornografía (siempre tan seria hasta cuando quiere ser poco seria) pueden ser trascendidos primero por el escritor y luego por la experiencia del lector. Garramuño juega con el tejido del deseo. Toma los hilos que lo conforman y los entrelaza de otras maneras. Los pasa por un baño de humor y sinceridad, les pone un toque de jugueteo infantil y agrega la receta de su magia personal. Finalmente nos entrega un mecanismo de sutilezas que de todas maneras nos despierta el animal. Pero se trata de una bestia hecha de otra pasta, que no se conforma con su simple condición de carne y secreciones, sino que aspira a algo divino, tan sutil como los hilos de los que está hecha.
Todo esto en el contexto de las relaciones de pareja, la soledad de los artistas, la egolatría humana, la inequidad social, los artificios del mundo literario y los fantasmas de la fama, entre otros. Entrar en sus páginas es realmente atisbar otro mundo: el imperio de la mujer y el deseo, esa realidad paralela, ese país regido por un soberano absoluto e inapelable, al que no queda más remedio que obedecer o comprender.

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El imperio de las mujeres. Cuentos en lugar de hacer el amor, Marco Tulio Aguilera Garramuño, Editorial Educación y Cultura, México, 2009.

martes, 29 de marzo de 2011

LA NOVELA QUE PRETENDIO OPACAR A CIEN AÑOS DE SOLEDAD

LA NOVELA QUE PRETENDIÓ OPACAR A CIEN AÑOS DE SOLEDAD
Se anuncia en Barcelona la edición de la Historia de todas las cosas de Marco T. Aguilera

Treinta y seis años después de su primera edición en Buenos Aires, vuelve a ser publicada la novela que pretendió competir en calidad e importancia con Cien años de soledad.  La escribió un joven colombiano de 24 años, que ha cargado injustamente con el estigma de ser un imitador de Gabriel García Márquez. La publicó Ediciones La Flor, del prestigioso editor Daniel Divinsky en 1975, quien se atrevió a escribir las siguientes palabras en la contraportada: “Nos, los editores de este libro, declaramos al lector: 1. Que Aguilera Garramuño no es un seudónimo utilizado por García Márquez para escribir una novela más divertida que Cien años de soledad. Aguilera Garramuño es el de la fotografía y, como se verá, no tiene bigote. 2. Que Breve  historia de todas las cosas es la novela más imaginativa, loca, entretenida y rica que haya pasado en mucho tiempo por nuestras manos. 3. Que garantizamos al lector satisfacción completa. Caso contrario, se le devolverá el importe de su compra en la tienda principal de San Isidro de El General. 4. Que el mencionado pueblo San Isidro de El General no es Macondo, y su único parecido es que ambos sólo podrían estar en Colombia. 5. Que todos los comentarios bibliográficos de este libro van a relacionarlo con García Márquez, siendo esto una mentira: a nosotros nos gusta más Aguilera Garamuño. 6. Con todo lo dicho, ¿no le parece que vale la pena ver qué pasa?”
Efectivamente uno se pregunta qué pasó con esa novela presentada de forma tan insolente. Y esto fue lo que pasó: fue entregada por el autor a García Márquez en su propia mano, Gabo la recibió escéptico, y una semana más tarde llamó a Aguilera Garramuño para felicitarlo. “No creo que sea mejor que  Cien años de soledad, pero no le hace falta. Es una novela extraordinaria y original”. Muchos lectores autorizados pensaron lo mismo y otros, más bien pocos, acusaron a la obra de ser un subproducto del realismo mágico. La edición argentina se vendió bien pero no de la manera copiosa que esperaba el editor, en parte porque Argentina por esos días estaba hundida en la peor crisis de su existencia y gobernada por la feroz tiranía de los militares. Salió una segunda edición de 25 000 ejemplares en Plaza y Janés de Colombia.  Y ahí terminó la carrera de esa novela, que si bien no fue olvidada por la crítica y los lectores, sí fue relegada por su autor, que se dedicó a sobrevivir en Estados Unidos, Colombia y México y que comenzó a publicar otros libros que tuvieron alguna repercusión pero que no llegaron a tener eco mundial. Lo más cerca que estuvo este autor de alcanzar una difusión mundial, fue cuando, en el año 2000, fue finalista del Concurso Alfaguara con su novela El amor y la muerte, concurso que ganara Elena Poniatowska.  La editorial, para evitar comparaciones, ocultó el hecho de que la novela de Aguilera Garramuño había sido finalista. Pero la crítica de muchos países resaltó el hecho y el mismo escritor levantó una polémica contra Alfaguara, afirmando lo que ya se sabe: que se premia lo que se vende, no la calidad, y que ese concurso estaba amañado. Aguilera Garramuño, urguido por una pulsión narrativa y un poder literario que han reconocido críticos de muchos países, a lo largo de los años ha publicado libros que se han transformado en clásicos. Por ejemplo  Cuentos para después de hacer el amor,  que a la fecha lleva 16 ediciones y  El pollo que no quiso ser gallo,  cuentos infantiles, que ha vendido casi 50 000 ejemplares. Emprendió un proyecto del tamaño de  En busca del tiempo perdido, constituido por cinco novelas, de las cuales lleva cinco publicadas:  Mujeres amadas, Las noches de Ventura, La pequeña maestra de violín, La hermosa vida  y una inédita,  El sentido de la melancolía. En la memoria de los lectores queda, sin embargo, la primera novela,  Breve historia de todas las cosas, que fue considerada por Seymour Menton como lo más cercano que se haya escrito a  Cien años de soledad ; se recuerda que esa obra entró en la historia de la literatura latinoamericana exaltada en libros de John Brushwood, Seymour Menton, Raymond Williams, Anderson Imbert  y en artículos publicados en medios literarios de muchos países. La  Estafeta Literaria de Madrid le dedicó una página, y Germán Vargas,  uno de los siete sabios de  Cien años de soledad, destacó su gozosacalidad, así como lo hicieron cien o más críticos. Y aun así el autor decidió dejar relegada esa novela y dedicarse a demostrar que no es, de ninguna manera, una sombra del célebre Gabo. Como dato curioso hay que anotar que años después el filósofo norteamericano Ken Wilbur publicó un libro con el mismo título. Y como dato aun más curioso hay que apuntar que un escritor español publicó, 15 años después de la publicación de  Cuentos para después de hacer el amor,  un libro con el mismo título.
 Pues bien: 36 años después de la publicación de  Breve historia de todas las cosas, una pequeña y prestigiosa editorial de la provincia mexicana llamada Educación y Cultura, publicará una novela que se llama  Historia de todas las cosas.  Es la misma vieja novela, alimentada con la sabiduría narrativa acumulada a lo largo de los años, pero con 220 páginas más. Y ahora sí Aguilera Garramuño afirma que va a demostrar que lo que dijo su editor original, si no era verdad entonces, sí lo es ahora. Si alguien tiene curiosidad por conocer a este extraño escritor colombiano que se ha atrevido a mirar del sol de frente, puede visitar su blog www.mistercolombias.blogspot.com  Y finalmente una noticia: Aguilera Garramuño estará el 5 de octubre dictando una conferencia sobre su obra en la Biblioteca Bòbila de L’ Hospitalet de Llobregat.  En la siguiente dirección se podrá hallar información sobre la novela del autor y la conferencia en Barcelona.

lunes, 28 de marzo de 2011

AMAZONAS SEGÚN ANTÚNES

El Amazonas de Garramuño
Rafael Antúnez

Hace cosa de un mes, o un poco más, estuvo en Xalapa el gran poeta Tomás Segovia. El motivo, o el pretexto de su charla, era presentar su reciente traducción de una pieza de William Shakespeare. Tomás habló largo y tendido sobre Shakespeare, la traducción y la poesía. Cuando llegó el momento de que dialogara con el público, alguien, sin venir a cuento con el tema, le preguntó cuál era el destino de la novela. Esta pregunta hecha a un novelista parece una impertinencia, pero hecha a un poeta parecía, y era, una barbaridad. Tomás la sorteó como pudo y acabó hablando de una novela escrita por él.
Su respuesta no me convenció, aunque intuyo que no hay una respuesta a esa pregunta que pueda convencer a todos. ¿Cuál es el destino de la novela?
La pregunta me rondó varias veces la cabeza, sin que alcanzara a hallar una respuesta cabal. Probablemente la hubiera olvidado, tal y como uno suele olvidar todo lo que pasa en las presentaciones de libros, pero la lectura de Agua clara en el Alto Amazonas de Marco Tulio Aguilera (Benemérita Universidad de Puebla, Colección Asteriscos, México 2010), me hizo volver sobre ella.
Quizá mi respuesta les parezca una perogrullada, pero tengo mis razones para creer en ella. A mí me gusta pensar que el destino de la novela es no tener destino. Creo que ésta es una de las grandes enseñanzas que Cervantes nos regaló a los novelistas. Hay que salir a los caminos, pero no recorrer las mismas sendas, hay que viajar, sí, pero no repetir los itinerarios de viaje de otros novelistas. Salir al camino como lo hizo don Quijote, renunciando a ser el hidalgo Alonso Quijano y convirtiéndose en el Caballero de la Triste Figura, dejar de ser cuerdo y volverse loco.
La novela de Marco Tulio se inscribe en una tradición (el viaje por el río en busca de algo o de alguien) que tiene representantes tan dignos como Joseph Conrad y Álvaro Mutis, pero, a diferencia de ellos, Marco Tulio escribe una novela celebratoria, su personaje no viaja al corazón de las tinieblas, sino, como su título lo dice, en busca de agua clara, contempla deslumbrado la inmensidad de la jungla, la turbulencia de sus aguas, escucha el ensordecedor rumor de la selva, ve embelesado la belleza de las indígenas y las posee, en sueños, en historias… El personaje de Marco Tulio, al alejarse de la sociedad e internarse en la jungla, al quedar libre, o desnudo de todos los ropajes que la sociedad da o impone, se convierte en un hombre que debe enfrentarse, más que con la naturaleza, consigo mismo. Confrontarse para descubrir si es bueno o malo. La herramienta que los personajes de Marco Tulio eligen es la narración más que la acción. La narración de hechos que pueden ser o no ser verdad. En este sentido, Agua clara… está más cerca del espíritu de Las aventuras de Huckleberry Finn, que del de las tribulaciones de Maqroll el Gaviero. La narración les sirve para remontar el río del tiempo. “En realidad la novela teje dos historias de viajes –ha escrito Joaquín Díez-Canedo–: una crónica de un viaje real de un académico universitario a la selva y una novela en la que se narra un viaje imaginario de un personaje muy semejante al que hace el cronista de la primera historia. Estas dos historias se confunden, se relacionan y se fecundan. En las dos líneas narrativas los protagonistas asumen actitudes cínicas, pero de un cinismo al estilo de Diógenes: los dos pretenden vivir con pocas cosas y aislarse del mundo para recuperarse a sí mismos. Hay dos tipos de viajes: uno, el exterior, en el que hay muchas anécdotas, aventuras y peripecias; y otro, el viaje interior, en el que tales aventuras propician una transformación. El protagonista (los protagonistas) se conocen a sí mismos al conocer el mundo”.
¿Habrá estado alguna vez Marco Tulio Aguilera en el Alto Amazonas? A mí me gusta pensar que no. O, mejor dicho, que no ha estado físicamente. Y que como a todo buen novelista, le bastó con leer sobre el tema y dar rienda suelta a su imaginación.
Hace algunos años apareció un libro que tiene por título ¿Fue Marco Polo a China? Lo escribió una connotada cinóloga, Frances Wood, experta en historia antigua de China y conocedora como pocos del chino clásico. Ella buscó y rebuscó en viejos archivos, anales y crónicas del medievo chino y llegó a una sorprendente conclusión: el viaje de Marco Polo a la China nunca tuvo lugar: “Marco Polo, cuyo libro impulsó al rey don Enrique el Navegante a enviar navíos a la India y a Cristóbal Colón a buscar por el Oeste los tesoros del gran Kan, no salió nunca de Europa, y su relato es una falsificación de tercera o cuarta mano, un zurcido de cronicones embusteros y testimonios mal contados por otros”. Pero este embuste es, si bien lo vemos, también uno de los grandes triunfos de la imaginación.
Marco Tulio, prefiero pensar, inventó su Amazonas, su río de historias, falsas y verdaderas. La verdad literaria siempre será más bella que la verdad, porque no necesita pruebas ni testimonios, no requiere de ningún tipo de comprobación. Si el novelista dice que ha estado en el Amazonas y el lector duda de él, bien hará en cerrar la novela e ir en busca de un libro de viajes. Marco Tulio no deja lugar a dudas sobre su postura. Escribe: “Es claro que escribir una novela no salva a nadie, es simplemente un pretexto, una aventura que digiere el tiempo, ayuda a vivir y a escapar de las rutinas a veces insoportables. Las novelas son mentiras grandes que parecen verdaderas y que mientras más mentirosas sean resultan más verosímiles. El novelista termina por habitar más en su mundo que en el de los demás. Es, ni más ni menos, un esquizofrénico. Lo separa del mundo un abismo y lo une un puente: su obra.”
De una manera muy cervantina, el narrador olvida o trastoca, como ustedes quieran, los nombres de su o sus amadas, la real o reales y las imaginarias. Y al trastocar una y otra vez la realidad, al hacerla tan confusa o tan hermanada a su fantasía, el narrador no hace otra cosa que volver una y otra vez (por sus propios senderos y con sus propios medios) a esa vieja y siempre nueva pregunta que campea por la gran novela desde Cervantes hasta nuestros días: ¿Qué es la realidad? Hasta qué punto son reales las historias que nos refiere el narrador, hasta qué punto es real su viaje. Don Quijote, el santo patrón de los novelistas, es un alma errabunda que sale a los caminos en busca de aventuras, labrando a cada paso su destino. La novela, y Agua clara en el Alto Amazonas es buena prueba de ello, hace lo mismo. Es una loca que está cuerda, una mentirosa que se vale de las mentiras para decir su verdad, para lanzar sus preguntas, sus impertinencias, sus vicios, sus dudas y certezas a los cuatro vientos. Fundada sobre la libertad y sobre la duda, pues sin dudas no hay libertad, el narrador se sincera, o finge sincerarse (en realidad no importa) para decir a cada momento su verdad: “Sé que en verdad no estoy engañando a nadie, pues la imaginación es una de las más altas formas de la realidad. Einstein dice que la imaginación es más importante que el conocimiento. Estoy de acuerdo. Quienes me conocen en carne y hueso, saben que fui deportista voluntarioso, atleta mediocre, para no desentonar con la medianía que es mi regla de vida y mi mejor estrategia para triunfar –y que la vanidad o el temor a la vejez y a los achaques del amor tardío (mi mujer es quince años menor que yo, acudió a mis clases de redacción científica; de ahí pasó a mi cama y luego al registro civil: hoy tenemos tres hijos) me han mantenido relativamente en forma. A los cuarenta y nueve conservo una figura no del todo estropeada. Sé también que soy ligeramente mitómano, lo que no es nada excepcional. Una de mis características sobresalientes es la imprudencia. Repito: soy el inmodesto director de una revista científica de provincia, pero también el héroe de mí mismo y de algunos lectores ingenuos o desorientados”.
Agua clara en el Alto Amazonas es una novela de viajes, al interior de la selva amazónica imaginada por Marco Tulio Aguilera. Como un moderno Aduanero, Marco dibuja, inventa, una flora, una fauna, un río que es muchos ríos, un narrador que es muchos narradores, una mujer ideal que es muchas mujeres, y una novela que no dudo en calificar como de las mejores escritas por él. Una novela que crea su propio destino, errabunda y licenciosa, poética y turbia como las aguas del Amazonas, de donde este novelista nos ha traído un poco de agua clara.



sábado, 26 de marzo de 2011

LA BALADA DE LOS BANDOLEROS BALADÍES, PREMIO LATINOMAERICANO DE NOVELA 2010

NOVELA PREMIADA CON EL PREMIO LATINOAMERICANO SERGIO GALINDO ES UN ATERRADOR TESTIMONIO DE LA VIOLENCIA
Marco Tulio Aguilera
Hay en Colombia toda una tendencia novelística a la que han llamado el sicariato. A ella pertenecen novelas que han alcanzado una celebridad en general basada en el escándalo, la violencia, la falta de escrúpulos, la exhibición casi gozosa de lo peor de la naturaleza humana: masacres, desmembramientos, decapitaciones, desollamientos, prostitución de adolescentes y niños, exterminios masivos, venganzas, niños que asesinan a cambio de una dosis de marihuana… todo lo imaginable, en esas novelas se repite hasta el delirio en escenas que harían palidecer de envidia al marqués de Sade, escenas que son exhibidas y consumidas por un público casi insaciable que sigue con apasionamiento novelas como Rosario Tijeras, Sin tetas no hay paraíso, Satanás, Buda Blues. No olvido que hace algunos años Gustavo Álvarez, escritor que ya abomina de la literatura, me dijo: “Ya lo que tú escribes no le interesa a nadie en Colombia. El amor es un tema desterrado. Aquí sólo tiene público la muerte, mientras más atroz, mejor”. No es vituperable, opino, que se traten estos asuntos que han acompañado a la humanidad desde siempre (recordar por ejemplo que los romanos crucificaron a los seguidores de Espartaco equidistantemente cada diez metros a lo largo de cientos de kilómetros, por ejemplo, o que los nazis tuvieron como programa moralizante exterminar a la raza judía o que los aztecas sustentaban con sangre el edificio de su concepción del mundo), pero sí que se narren estas escenas con frialdad quirúrgica, sin algún tipo de poetización, explicación o metaforización. Todo en esta malaventurada humanidad tiene un significado, y eso es lo que soslayan muchas de estas novelas. Hay en el público, particularmente en el colombiano, el gringo y ahora el mexicano, una especie de encanto por la muerte: basta recordar el fanatismo que tienen los gringos por sus asesinos seriales y el éxito que ha alcanzado en México la serie televisiva llamada Mujeres asesinas y la popularidad casi invulnerable del ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe, que hizo un gobierno  genocida entre los aplausos de multitudes. ¿Qué hay detrás de todo esto? Alguien, tal vez un anónimo creador, parece querernos acostumbrar a convertir a la muerte en una especie de carnaval al que podemos asistir risueños… hasta que nos toque el turno de poner la cabeza en la guillotina.
¿A qué viene todo este resobado y resabido discurso? A que estoy leyendo la novela premiada en el Concurso de Primera Novela Sergio Galindo 2010 y veo en  ella, leo en ella, la culminación, el exacerbamiento de esta especie de cultura de muerte. Los asesinatos se cuentan en esta novela por miles y van repitiéndose sin la profunda reflexión que ocasiona en Raskolnikov el asesinato de la anciana usurera de  Crimen y castigo. ¿Perjuicios que causa esta literatura? En Colombia se atribuye a estas novelas y series televisivas el aumento de la sevicia de los asesinatos, el crecimiento de las pandillas de sicarios, la pérdida de la sensibilidad hacia el arte, el culto al dinero, a la falta de compromiso, el odio a la patria, a la vida. Pero, ¿todo este arte necrofílico es acaso un invento de mentes perversas? Evidentemente no: en Colombia pasa todo eso y más.
La novela de este joven colombiano, Daniel Emilio Ferreira Gómez, La balada de los bandoleros baladíes, se lee casi sin aliento, con una especie de encanto por el horror. No tiene un estilo depurado, más bien escribe apenas con brochazos de palabras, palabras efectivas, con poca elaboración, pero directas. Narra la venganza de un   monstruo moral contra un mundo que sólo le ofreció ignominia, asco, horror y que no tuvo en su existencia ni un solo instante de paz. Estremecedora, resulta ser un espejo de lo que ha sucedido en Colombia, está sucediendo en México y puede suceder en el mundo. Apocalíptica, sin duda, como la novela Necrópolis,  de Santiago Gamboa, no es sin embargo una obra depreciable, sino un testimonio descarnado, quizás cínico o amoral, que exige lectura. Y, hay que decirlo, es la mejor novela de cuantas hayan sido premiadas en el Concurso Primera Novela Sergio Galindo, promovido por la Editorial de la Universidad Veracruzana.

martes, 22 de marzo de 2011

TRES AFORISMOS DE MT

Las mujeres siempre tienen la razón; y si no la tuvieran habría que dársela.

Que el mundo se esté acabando no quiere decir que uno tenga que echarse a morir.

Todas las guerras que ha habido han tenido su origen en la necesidad que tienen los hombres de huir de su casa muy temprano para no tener que lavar platos.

sábado, 12 de marzo de 2011

SUEÑOS DE UN BUEN CRISTIANO

Sueños de un buen cristiano
Del libro Cuentos para ANTES  de hacer el amor de Marco Tulio Aguilera, próxima edición de Jus, México.

Yo mismo abrí la puerta y volví a cerrarla antes que el viento y la lluvia convirtieran la sala en un paisaje de catástrofe. Le permití entrar por elemental compasión. Lo que vi podría haber sido cualquier cosa, pero nunca lo que resultaría ser, una criatura tan desquiciante, tan sutil y de alguna forma prescindible: un enorme pantalón como de payaso, un suéter gris-perro demasiado grande, la cabellera como una gran mano negra, brillante y salvaje, cubriéndole el rostro, la espalda y los ojos, unos ojos esquivos, movedizos. No supe cómo se le ocurrió a Catalina aceptarla en casa. Creí ver en ella una mirada torva, como de ave de rapiña. O tímida, humillada por la vida. A partir de ese instante fueron precisamente sus ojos los que me desconcertaron. Desde el primer momento se empeñó en trabajar mirando al mundo de manera oblicua, no por humildad, supongo, sino por recelo, y no quiso sentarse a comer sino que anduvo por toda la casa husmeando el terreno y tocando las cosas con desconfianza de ciego. No sabía leer ni hacer cuentas, pero sí cocinar lo básico, desollarse las manos lavando ropa y repetir con fidelidad de grabadora los mensajes. Por sus rasgos conjeturé que venía de Arauca o Caquetá, de un pueblo al que sólo llegaría la civilización como una sospecha. Tocó a nuestra puerta gracias a la recomendación de la agencia de turismo, la misma que nos tuvo en la casa de las columnas. No entiendo cómo fue que Catalina, que guarda tan extraña memoria de aquella casa y tantas sospechas de la famosa agencia, aceptó que trabajara en casa. Al segundo día le dijo a mi mujer que estaba incómoda, que no se hallaba. Tal vez porque su baño es de rejillas de madera y cuando está en menesteres íntimos se siente como inmersa en una pecera. El caso es que la niña no se ha bañado desde que llegó. Cuando se la invita a que coma, dice en voz baja que más tarde. Y si se le insiste, simplemente pone un poco de arroz en un plato y se lo come de pie.  En su medio español dice: Así como yo y así me alimento mejor. Y uno piensa en un perro que alterna el comer y el mirar temeroso a su alrededor.
            Ya tiene sus pechitos desarrollados y deben ser una imagen del cielo. Veo como levantan los tejidos  de su suéter gris-perro y la imaginación se me llena de aire fresco observándola respirar. La casa por primera vez en muchos días está ordenada, aunque hay secciones en desorden, lo que es natural, siendo nuestra asistente doméstica apenas una niña.
            Al tercer día de la llegada de la muchachita mi esposa y yo estuvimos deambulando por la casa hasta que dieron las diez, hora de dormir a los niños y de clausurar las rutinas domésticas. (Cada vez que cierro la puerta de la habitación conyugal imagino que abrimos paso a un territorio distinto, más libre y emocionante, en el que todo está santificado por la presencia de un Cristo que nos mira complaciente desde su cruz, también pienso que las depresiones, los fantasmas que visitan a Catalina, algún día desaparecerán y volveremos a ser los de antes). Nos despedimos de Atiú, le dimos nuevas cobijas y la mandamos a la cama.  Nos acostamos, vimos el noticiero, mi esposa jugó con el control remoto hasta que propuso, durmámonos, y casi inmediatamente cumplió su propósito. Yo no pude. Mi cuerpo todo parecía un inmenso receptor, una cosa grande, gozosa, dolorida y despelleja que estaba al acecho de sonidos, olores, temblores, vibraciones, sombras. La saliva se condensaba en mi boca. De mi estómago ascendía un humor agridulce. No había ruidos en el cuarto de los niños ni en la biblioteca e incluso el perro, al que dejamos dentro de la casa cuando hace frío, no daba  señas de estar despierto. La idea de hacer una excursión nocturna y pasar cerca de su habitación no me pareció nada prudente. Atiú estaba demasiado fresca en casa. Me desnudé, como de costumbre cuando veo que mi esposa está  dormida, y me tendí a su lado para disfrutar del calor animal de su cuerpo. Me ceñí con fuerza a Catalina. No sé por qué me acogota la angustia cuando veo que ella se entrega al sueño y me deja como un náufrago en la orilla. A veces basta rodear con un brazo su cuello o abarcar su cintura o posar mis manos en la tersura de sus muslos para sentirme arrastrado, libre de expectativas, de ansias y debilidades. Pero no esa noche. El tic tac del reloj de péndulo me arrojaba de pared a pared, dejándome sangrante y sudoroso, en un entresueño de pesadillas, de las que salía a flote con la idea de que los ojos de Atiú acechaban en la oscuridad. Comencé el movimiento de salir de la cama para ir abajo a buscar un trago. Antes de que cerrara la puerta de la habitación conyugal, Catalina, que aun dormida conserva los buenos modales,  me dijo no olvides ponerte la bata, recuerda que hay extraños. Y es que tengo la vieja costumbre de andar en paños menores por la casa cuando todos están dormidos. Me fui paso a pasito con la bata pesando sobre mi cuerpo. Estaba tan negra la noche que decidí cerrar los ojos y jugar a adivinar mi camino. Fui a la cocina y regresé al dormitorio con el trago y un cigarrillo iluminando mi paso. No me  atreví a desviarme hacia la habitación de servicio. Mientras ascendía por las escaleras algo en mí comenzaba a rasgarse. Era como si el cuerpo tirara hacia abajo y el espíritu hacia arriba. O al revés. Para entonces ya serían las dos de la mañana. Cuando entré a la habitación, Catalina estaba fingiendo dormir. Lo supe porque al acercarme a ella, lanzó un suspiro que conozco bien, resignación, alivio o advertencia, no sé. Cayó en el anzuelo, me quitó el cigarrillo de la boca y le dio mejor uso a mis labios, mientras ella aspiraba el humo con largueza y apasionamiento. Escuché ruido de pasos acolchados y pensé que era el perro, ahora sí despierto, alertado por nuestros susurros y sin embargo, como de costumbre, discreto. Ya me había acostumbrado a encontrarlo tendido a la puerta del cuarto, con el hocico entre las patas, durante las vigilias de amor. Esa noche fue una de las que apunto en el calendario, Catalina estuvo más elocuente y osada que nunca. Uno de mis principios morales: no hay que llevar demasiado lejos la perversión con la esposa. El Cristo es testigo de que tengo sentido de los límites. Y así estuvo la molienda, alargada como de costumbre por Catalina hasta la exasperación y luego, cuando me tocó a mí el deleite, se ocupó con impiedad y me fue acabando muy pronto de modo que tuve que decirle que rápido me abriera las puertas y apenas llegué me pude descargar en ella en parte y en las sábanas el resto y Catalina se enfurruñó, dormimos espalda con espalda y al día siguiente ella, yo y los niños, todos llegamos tarde al trabajo y a la escuela. Cosas de la vida.
            Un secretito: por fin Atiú se ha bañado. Lo hizo con la luz apagada. Al pasar a su lado un olor indiscernible me trajo incómodos recuerdos, detalles de niño que uno evoca ya viejo. Eso y la primera comunión fueron mis grandes emociones. Las ventanillas de mi nariz se ampliaron para oler su piel recién lavada. Pero lo que más me impresionó no fue el olor, sino la larguísima cabellera negra, húmeda, esa gran mano destellante que se despeñaba en un torrente de agua violenta desde su cabeza, torneando su nuca, sus hombros, su espalda, la curvatura del inicio de sus ancas. Una cabellera que en lugar de vestirla lo que hacía era desnudarla. Al sentirme pasar a su lado levantó ligeramente los ojos e hizo con sus labios un rictus que me pareció de falsa contrariedad o coquetería. Quise adivinar una sonrisa. Sin duda ya se dio cuenta. Lo que no sabe es si me puedo atrever o no. Recibí el latigazo de su cabellera y seguí de largo.
            Al cuarto día Catalina habló en privado con Atiú. Luego me llamó. Se va a ir, te lo digo, simplemente no se halla. Le pedí que le diera confianza, que la llevara de compras. Eso hizo. Pasaron la tarde juntas y ahora Atiú está pintando con los sagrados pinceles de Catalina. Y es que la ha impresionado. Si hay algo que le llame la atención a mi Catalina es la gente trabajadora, la gente ordenada, y Atiú lo es. Esta noche tomaremos café e iremos a la cama. No creo que suceda nada interesante. Pero quién sabe. Los caminos del Señor son inescrutables. Ya en la cama hago un balance: lo del primer baño de Atiú tendría otros pormenores. Al pasar al lado de ella sentí un olor curioso, no era el aroma común de un jabón barato, ahora lo comprendo, sino algo más fuerte. Imaginé baños de hierbas y cosas de esas. Sortilegios, enjuages, limpias, asuntos de indios. Luego, al ir a investigar al baño, me di cuenta. El jabón de la ropa, el mismo que usamos para bañar al perro, estaba húmedo. Pobre Atiú, tan  humilde que no se considera digna de un jabón de aroma. Otro dato: al servirme el café, se acercó bastante. Rozó con su mano mi rostro sin turbación alguna, con naturalidad, imaginé que lentamente. Su larga cabellera fue como una brisa tibia a mi lado. No pude evitar estremecerme de placer. Afortunadamente Catalina no lo notó. Más tarde, mientras le miraba las piernas (oscuras, largas, fuertes como las de una pantera, ya sin los pantalones de payaso, con una falda amplia y adornada por olanes como orejas de elefante, ropa que le han regalado, sin duda) me di cuenta de que Catalina había visto que yo estaba mirando a la niña, pero fingió no haberlo notado.
            -No me lo vas a creer -dijo Roberto Guaraldo en la oficina- pero sospecho que las esposas lo hacen a propósito. Contratan a cabritas para abrirle el apetito a sus viejos cabrones.
            Nunca falta un morboso como Guaraldo en las oficinas.
            Por la mañana repetimos todos los rituales de la eternidad. Catalina haciendo pereza apagó el despertador. La siguiente noticia fue que faltaban quince minutos para las siete y era necesario colocar a Patricio en la escuela, bañado, desayunado y con todo su equipo de libros, uniforme deportivo, lonchera, cuadernos firmados, en orden. Un verdadero record mundial. Lo logramos. Luego fue la batalla con Diana, que había dado en fingirse enferma para no ir al kínder. Y mientras tanto Atiú seguía durmiendo y Catalina le respetaba el sueño porque ayer había estado resfriada. Bueno, ya con  Patricio, Diana y Catalina colocados en sus respectivos lugares (mi mujer es gerenta de ventas de una línea aérea), tomé la decisión. Si el tren iba a pasar justo por la mitad de la sala, que pasara. Calenté el boiler diciéndome que lo de la higiene era lo más sencillo y natural del mundo, una especie de recurso universal, es decir, la gran alianza. Entré al baño, me desnudé y abrí la llave del agua caliente. Sabía o suponía que Atiú iba a hacer exactamente lo que le pidiera. Tonita -así la llamo a veces-, ven acá por favor, dije sin poner autoridad alguna en mi voz, apenas con un poco de cariño que no fuera muy evidente. La niña se acercó al baño enrejado y permaneció a la escucha.
            -Mira, Atiú, ya me di cuenta de que ayer te bañaste con el jabón del perro. Eso no está bien. Es necesario que te bañes bien y que te quites esa porquería pues te puede dar hasta sarna. Entra y báñate.
            Atiú entró. Ni siquiera protestó porque yo estuviera desnudo.       -Quítate la ropa, le dije sin voltearme a verla.
            Hubo un intento de protesta.
            Pidió que la perdonara, dijo que el baño era muy estrecho, propuso que primero uno y luego otro. Le respondí que no se preocupara, que donde se baña uno se bañan dos, le dije que se apurara.
            -Termina de desvestirte que voy a bañarte como nunca te has bañando. 
            Adiviné con el rabillo del ojo que la niña estaba iniciando el movimiento de desvestirse. No quise voltearme pues temía asustarla y además suponía que el ver sus prendas interiores sucias o rotas me desilusionaría. Voy a ser muy cauto, me dije.
            Acércate. Atiú se acercó. Métete debajo del agua, mójate bien. La nena lo hizo. No la miré sino lo indispensable. Aquello era como el cuerpo de una nutria recién salida de un espejo de agua en la selva, un terciopelo liso, bruñido y duro como la caoba. Tomé el jabón y comencé a acariciar su espalda. El jabón se deslizaba con el cariño de la mano de un amante. Llegué a sus nalgas y luego conduje mi mano con el jabón hacia el frente de su cuerpo, donde me entretuve en el ombligo. Luego estuve en una lucha entre el norte y el sur. Triunfó el norte y me dirigí a sus pechitos. Ya para entonces, oh dios de los anhelantes, tenía que ocultar lo inocultable. Dirigí el jabón hacia su bustito y lenta, muy lentamente, estuve bordeando las faldas y  apenas rocé, con un tacto suavísimo, las cimas, para luego huir a zonas más neutras, su cuello, su rostro, la nuca, los omóplatos. En ese momento sonó el teléfono y supe que en la oficina me estaban extrañando. Por un instante sentí que la intromisión de aquel aparato infernal nos alejaba de la intimidad que tan difícilmente habíamos logrado y que la niña, súbitamente, había comenzado a percatarse de que aquello no estaba bien. El teléfono, señor, dijo Atiú. Déjalo sonar, respondí. Veinte años de puntualidad representan un récord que pocos pueden soslayar. Ella permanecía en silencio, no sé si disfrutando del agua, tratando de hallar un significado a lo que estaba sucediendo o buscando una respuesta adecuada a mis ceremonias. Finalmente exclamó con inocultable placer está caliente. Nunca te habías bañado con agua caliente?, le pregunté. No señor, dijo, es lindo, y además es mi primer trabajo con la agencia. No quise interpretar su respuesta. Me puse de rodillas y le enjaboné las corvas, los muslos, y con muchísimo tiento los entremuslos. Atiú abrió poquito las piernas y permitió la higiene. Vio entonces lo que era inevitable y expresó curiosidad. Mi vergüenza, al sentirse aludida, dio un envión, pero afortunadamente pude contenerla.
            Lo que pasa, dije, es que el agua caliente hace que el cuerpo sufra cambios. Atiú me miró y se miró a sí misma sonriente y dijo tiene razón el señor. De ahí no pasó la cosa. Atiú se secó con su toalla, una especie de trapo de piso. Yo arreglé mis asuntos y salí para la oficina, no sin antes decirle lo del baño es asunto privado entre tú y yo, ya sabes que Catalina es muy quisquillosa. Atiú asintió con un lindo caer de pestañas. Sus ojos no eran de ave de rapiña sino de canario, redondos, asombrados. De nuevo recurrió a su falda con olanes gigantescos y a su suéter gris-perro. Me prometí comprarle una ropita menos aparatosa. En el pelo que caía a sus espaldas, a nivel de la cintura, se había anudado una cinta de color rosado.
            El día anterior, cuando estaba ante la computadora con la puerta semiabierta, la niña se acercó, tocó con delicadeza y me preguntó algo, no recuerdo qué. Me miró con curiosidad y luego, bajando los ojos dijo usté perdone, señor, tiene el suéter al revés. Se lo agradecí grandemente. Les aseguro que habría ido a la oficina con el suéter al revés, lo que me hubiera convertido en el hazmerreír de todos y no me daría cuenta hasta que regresara a casa y Catalina me hiciera notar la bobería.
            Quinto día. Poco a poco va tomando confianza. Su media sonrisa se transformó en franca alegría. Ya le hace travesuras a Diana. Le cubre los ojos con las manos y pregunta quién soy. Quiere estudiar. En un momento aprendió a leer la hora y la tabla del dos. Ahora que salió el sol usa una faldita corta, de tejido tenue, que me consuela. Basta. Son las doce de la noche. Sentado en mi reposet, de pronto doy un salto. Si le digo que le voy a enseñar secretitos y la inicio así de golpe y comenzamos a llevar una vida secreta después de la medianoche, cuando todos duermen. Podría ser una bonita historia, siempre que no hubiera remordimientos o consecuencias. El problema sería el cansancio, la dificultad de llevar doble vida. Todo está en que ella conserve la inocencia y en que yo no me deje vencer por un moralismo de baja calidad. San Agustín supo pecar y luego redimirse. Hasta para ser malvadillo se necesita clase. Lo cristiano no quita lo perverso. Bien dice san Pablo que los pecados de la imaginación son disculpables. Atiú acaba de entrar y retira, con toda confianza, la ceniza de mi tercer cigarrillo del día. La niña cumple al pie de la letra lo que le digo. Porta una cinta azul amarrada en una muñeca. Ya entiende que mi estudio es sitio sagrado, que debe estar siempre limpio. Pienso en la facilidad con que permite el contacto de sus manos con las mías. Y ahora recuerdo que anoche, una vez que vi a Catalina dormida, fui a visitar a los niños, los cubrí bien y les di sus besos. Luego bajé a desocupar la vejiga y a tomar agua. Después subí a la azotea a mirar las estrellas. Escuché que Atiú tosía y supuse que su tos era un recurso para llamar mi atención. Oí su voz suplicante. Señor, me siento malita.
            Entré a su cuarto. Inmediatamente un olor violento me acometió. Vi sus pies desnudos y llegué a la fácil conclusión de que los baños no bastaban para civilizar a la niña. La pobre traía años de olores atrasados. Me duele el pechito, dijo. Me acerqué. Metí mi mano bajo su blusa y sentí su pecho brincar como una ratita en un sartén ardiente. Con razón, tienes fiebre, le dije.
            -Lo que necesitas es un masajito. Quítate la blusa.
            Lo hizo y me mostró con confianza casi conyugal sus pechos. Una delicia como sólo la ha pintado Bougereau, apenas brotando jubilosos, creciendo frutales, de maravilla, llenos de entusiasmo. Se siente bonito, dijo, tiene su mercé buena mano, seguro que todo lo que siembre va a crecer, qué dichosa debe ser la señora Cata, con esas manotas suyas de usté para ella solita. Estaba sonriendo en la oscuridad y sus facciones aun más oscuras resaltaban el blanco de sus dientes y el fulgor de sus ojos. Le preparé un té de canela, que bebió caliente, lo que la puso a sudar. Ahora a dormir, le dije. Cuando yo iba bajando las escaleras sentí que suspiraba, ya su tos era más mesurada, como si la visita le hubiera calmado las ansias.
            Octavo día. Ayer, antes de que todos saliéramos como pavos navideños hacia la iglesia, Atiú nos llamó aparte y nos dijo que se va a ir, que quiere regresar al rancho y olvidarse de los trabajos de la agencia. Mi mujer me mira con suspicacia de te lo dije. Sin quererlo, sin pensarlo, le digo sí, hijita, tienes que irte, trece años no es una edad para andar sola por el mundo, hay mucha gente mala, lo bueno es que caíste en casa de buenos cristianos. Ya en la iglesia no pude armar ni un Padre Nuestro. Cerré los ojos y me entregué a la devoción de recuperarla. Su busto, sus piernas, su olor, su mal olor, su cabellera, sus manos, su boca, su entrepierna, la caída de sus pestañas, el torneado de sus nalgas, la media sonrisa, e fulgor de sus ojos. Al regresar me dediqué a mirarla con mayor fruición. Cada vez que pasaba a mi lado se me iba el alma con ella. No dudo que mi mujer estuviera disfrutando del asunto. Es posible que Guaraldo tenga razón. En ocasiones la sonrisa soterrada de Atiú me hace suponer que no es tan casta como parece. Tal vez guarde su secreto, tal vez sea una putica que trabaja por encargo de la agencia y con la complicidad de las esposas. De todos modos cada vez que pasa a mi lado mis ojos se van hacia ella irremediable­mente y espío su busto y sus nalguitas con avidez y miro sus piernas. Ella se deja mirar. Le divierte notarlo.  A veces se pasa de amable. Está pendiente de cada uno de mis caprichos para cumplirlos. Ayer, antes de que yo saliera rumbo a mi trabajo, me dijo, Don Patricio, tiene un cordón de zapato desamarrado, e inmediatamente se puso de rodillas a amarrarlo. Y sin embargo su servicialidad no es obsecuente. Anoche subí, a eso de las doce y olí sus patas. Me acerqué a ella y le dije sabes qué, Atiú, te huelen mal los pies. Quiero que te bañes ahora mismo. Ella obedeció. Yo bajé las escaleras y estuve imaginando su baño, mientras abrazaba a mi mujer. No podía atreverme a más.
            Por la mañana vi tendida la ropa de Atiú, pero no hallé prendas interiores. O tiene apenas un calzón y un corpiño o esconde sus mudas de ropa. Atiú ya dijo que se va a ir de la casa el 31 de marzo, entonces terminará esta tortura y regresaré a ser el de antes. Casi me siento en paz con el Señor. Acaso sea una prueba más. ¿Vale la pena dejarse llevar por el pecado? No sé. A veces gozo esta situación, pero definitivamente no sufro por ella. Atiú ha llorado inconsolablemente. No quiere irse, pero quiere irse, en realidad no sabe lo que quiere. Y ya mi esposa decidió que si ella no se va, nosotros la echamos a la calle. 
            Nos visitó la sirvienta perfecta. Rechoncha, eficiente, servicial, asexuada, con bigote y cuello de toro, una boyacence rubicunda que podría echarse un bulto de cien libras a la espalda sin fruncir el ceño. No espera nada de la vida sino levantar a sus hijos, trabajar y morir tranquila. A eso aspira. Mi mujer confía en ella. Le pidió que regresara dentro de una semana: doble sueldo y dos días semanales libres. Ya Atiú ha dado muestras de pereza adolescente. No vamos a esperar hasta el 31 de marzo. Que se vaya, eso es. Resulta una pena, pero yo estoy de acuerdo. Esto no puede seguir. Amanece. Atiú trabaja con melancolía. Acaricia la escoba, pasa las manos lentamente sobre los platos, parece estar dejando algo de sí en cada cosa que toca. Esta tarde se va. Me prepara el desayuno, plancha mi ropa, alista el termo de mi café para la oficina. No deja de llorar. No sé qué hacer. Estoy a punto de salir con mi maletín. Será la última vez que la vea a solas. Atiú me abre la puerta. Tiene las manos sobre el rostro. Cuando ya estoy montado en el coche, me llama.
            Don Patricito, dice sin separar las manos de su rostro, lágrimas escurren entre sus dedos, quiero pedirle una cosa. Lo que quieras, respondo. Yo he visto como quiere su mercé a la señora, los he pensado apercolladitos mientras duermen a lo oscuro de la mañana, escuché varias noches los ruidos del amor, quiero pedirle una cosa y me da mucha pena.
            -Lo que quieras -le digo irresponsablemente.
            -Quiero que esta mañana no vaya a la oficina, que se quede conmigo, que se me lleve a la cama de sus mercedes, que me abrace como abraza a la señora Catalina, que me tenga así acongojada unos tres minutitos, y después, si quiere, me hace las cosas del amor, yo me dejo, sé que duele, me dijo mi mamá y la agencia me advirtió que está prohibido, pero también sé que nadie podrá hacerme la primera visita con cariño y respeto como su mercé y yo, sabe, se lo  agradeceré toda la vida, y le juro por la virgencita que no se lo diré a nadie, lo guardaré como una carta de amor.
            ¿Qué hacer? Cumplí su deseo. La niña estaba entera, como uno de esos pollitos que no terminan de salir del cascarón y a los que hay que ayudarles a nacer. Después de mantenerse con los ojos cerrados, en paz, ya sin llorar, se entregó con dulzura y fui tan cauto, tan cariñoso como sólo puede serlo un hombre en el último hervor, sabiendo que a Atiú la espera allá afuera un mundo que tal vez no le sea propicio, pero que con el recuerdo de esa mañana de amor, tal vez le sea más leve, como acaso lo sea para mí lo que resta del camino para llegar a donde me toca. Espero que el Señor comprenda y sepa perdonar, si es que hay pecado.
            A las doce, me llamaron de la oficina. Tuve que ir. Cuando regresé a casa, Atiú no estaba. Y al entrar a la habitación conyugal creí ver que el Cristo que tenemos sobre la cama me guiñaba un ojo.

viernes, 11 de marzo de 2011

UN FRAGMENTO DE LA HISTORIA DE TODAS LAS COSAS

Como quizás alguien sepa, este año saldrá publicada mi novela Historia de todas las cosas por la heroica editorial Educación y Cultura, de mi amigo Ricardo Moreno Botello. . De las 580 páginas que consta, he sacado esta brevísima historia.

30 y medio. Historia de Samuel inventor del samueleo

Para cumplir lo prometido he aquí la historia del más popular y visitado villano de San Isidro:
Samuel fue un zambo pernicioso que acostumbraba contemplar a la madre de Robustiano, a la que, con poco sentido del tacto se apodó Madrecoño en uno de los primeros cuadernillos —desaparecido ya saben cómo— cuando se estaba desocupando por sus intersticios y se hallaba muy entretenido en esa labor, cuando ella, que conocía ser objeto de éxtasis y abominaba de la exhibición de sus maduras grasas y de la degustación de sus intestinales aromas, introdujo una fulminante aguja de tejer por el agujero y lo destituyó del mundo al momento, al y al instante e isofacto, porque no sólo le admisionó el ojo, sino la materia gris, con orificio de salida por transcráneo y occipucio, interesándole la cabeza superior de la médula espinal.
Los muchachos de San Isidro de El General le rinden culto practicando sus rituales desde la temprana edad de diez años y se encomiendan a todos los santos antes de aplicar sus sensibles ojos al misterio del abismo, no vaya a ser que les toque idéntico y cruel destino.
Fin.

sábado, 5 de marzo de 2011

NUEVO BLOG DE MARCO TULIO AGUILERA

Para asomarse a una ventana de la casa de Marco Tulio Aguilera
Debido a que mi blog Descabezadero ya tiene más de 500 entradas he decidido abrir este segundo blog sin tener definidas sus polìticas o su nombre. He subido el siguiente artículo, ya publicado en el otro blag, nada más para poner un pie en la luna. Mi descabezadero original, abierto hace año y medio, ya tiene casi 30 000 visitas. Veremos qué sucede con éste. A quienes piensan que gasto o pierdo mucho tiempo en mis blogs les digo esto: casi nunca escribo para los blogs, simplemente descargo trabajo que hago para mi obra, noticias y reseñas que se hacen de mi trabajo, mis diarios, y reproduzco textos que me parecen interesantes.

LA NOVELA QUE PRETENDIÓ OPACAR A CIEN AÑOS DE SOLEDAD
Se anuncia en Barcelona la edición de la Historia de todas las cosas de Marco T. Aguilera

Treinta y seis años después de su primera edición en Buenos Aires, vuelve a ser publicada la novela que pretendió competir en calidad e importancia con Cien años de soledad.  La escribió un joven colombiano de 24 años, que ha cargado injustamente con el estigma de ser un imitador de Gabriel García Márquez. La publicó Ediciones La Flor, del prestigioso editor Daniel Divinsky en 1975, quien se atrevió a escribir las siguientes palabras en la contraportada: “Nos, los editores de este libro, declaramos al lector: 1. Que Aguilera Garramuño no es un seudónimo utilizado por García Márquez para escribir una novela más divertida que Cien años de soledad. Aguilera Garramuño es el de la fotografía y, como se verá, no tiene bigote. 2. Que Breve  historia de todas las cosas es la novela más imaginativa, loca, entretenida y rica que haya pasado en mucho tiempo por nuestras manos. 3. Que garantizamos al lector satisfacción completa. Caso contrario, se le devolverá el importe de su compra en la tienda principal de San Isidro de El General. 4. Que el mencionado pueblo San Isidro de El General no es Macondo, y su único parecido es que ambos sólo podrían estar en Colombia. 5. Que todos los comentarios bibliográficos de este libro van a relacionarlo con García Márquez, siendo esto una mentira: a nosotros nos gusta más Aguilera Garamuño. 6. Con todo lo dicho, ¿no le parece que vale la pena ver qué pasa?”
Efectivamente uno se pregunta qué pasó con esa novela presentada de forma tan insolente. Y esto fue lo que pasó: fue entregada por el autor a García Márquez en su propia mano, Gabo la recibió escéptico, y una semana más tarde llamó a Aguilera Garramuño para felicitarlo. “No creo que sea mejor que  Cien años de soledad, pero no le hace falta. Es una novela extraordinaria y original”. Muchos lectores autorizados pensaron lo mismo y otros, más bien pocos, acusaron a la obra de ser un subproducto del realismo mágico. La edición argentina se vendió bien pero no de la manera copiosa que esperaba el editor, en parte porque Argentina por esos días estaba hundida en la peor crisis de su existencia y gobernada por la feroz tiranía de los militares. Salió una segunda edición de 25 000 ejemplares en Plaza y Janés de Colombia.  Y ahí terminó la carrera de esa novela, que si bien no fue olvidada por la crítica y los lectores, sí fue relegada por su autor, que se dedicó a sobrevivir en Estados Unidos, Colombia y México y que comenzó a publicar otros libros que tuvieron alguna repercusión pero que no llegaron a tener eco mundial. Lo más cerca que estuvo este autor de alcanzar una difusión mundial, fue cuando, en el año 2000, fue finalista del Concurso Alfaguara con su novela El amor y la muerte, concurso que ganara Elena Poniatowska.  La editorial, para evitar comparaciones, ocultó el hecho de que la novela de Aguilera Garramuño había sido finalista. Pero la crítica de muchos países resaltó el hecho y el mismo escritor levantó una polémica contra Alfaguara, afirmando lo que ya se sabe: que se premia lo que se vende, no la calidad, y que ese concurso estaba amañado. Aguilera Garramuño, urguido por una pulsión narrativa y un poder literario que han reconocido críticos de muchos países, a lo largo de los años ha publicado libros que se han transformado en clásicos. Por ejemplo  Cuentos para después de hacer el amor,  que a la fecha lleva 16 ediciones y  El pollo que no quiso ser gallo,  cuentos infantiles, que ha vendido casi 50 000 ejemplares. Emprendió un proyecto del tamaño de  En busca del tiempo perdido, constituido por cinco novelas, de las cuales lleva cinco publicadas:  Mujeres amadas, Las noches de Ventura, La pequeña maestra de violín, La hermosa vida  y una inédita,  El sentido de la melancolía. En la memoria de los lectores queda, sin embargo, la primera novela,  Breve historia de todas las cosas, que fue considerada por Seymour Menton como lo más cercano que se haya escrito a  Cien años de soledad ; se recuerda que esa obra entró en la historia de la literatura latinoamericana exaltada en libros de John Brushwood, Seymour Menton, Raymond Williams, Anderson Imbert  y en artículos publicados en medios literarios de muchos países. La  Estafeta Literaria de Madrid le dedicó una página, y Germán Vargas,  uno de los siete sabios de  Cien años de soledad, destacó su gozosacalidad, así como lo hicieron cien o más críticos. Y aun así el autor decidió dejar relegada esa novela y dedicarse a demostrar que no es, de ninguna manera, una sombra del célebre Gabo. Como dato curioso hay que anotar que años después el filósofo norteamericano Ken Wilbur publicó un libro con el mismo título. Y como dato aun más curioso hay que apuntar que un escritor español publicó, 15 años después de la publicación de  Cuentos para después de hacer el amor,  un libro con el mismo título.
 Pues bien: 36 años después de la publicación de  Breve historia de todas las cosas, una pequeña y prestigiosa editorial de la provincia mexicana llamada Educación y Cultura, publicará una novela que se llama  Historia de todas las cosas.  Es la misma vieja novela, alimentada con la sabiduría narrativa acumulada a lo largo de los años, pero con 220 páginas más. Y ahora sí Aguilera Garramuño afirma que va a demostrar que lo que dijo su editor original, si no era verdad entonces, sí lo es ahora. Si alguien tiene curiosidad por conocer a este extraño escritor colombiano que se ha atrevido a mirar del sol de frente, puede visitar su blog www.mistercolombias.blogspot.com  Y finalmente una noticia: Aguilera Garramuño estará el 5 de octubre dictando una conferencia sobre su obra en la Biblioteca Bòbila de L’ Hospitalet de Llobregat.  En la siguiente dirección se podrá hallar información sobre la novela del autor y la conferencia en Barcelona.

Eduardo García Aguilar habla de Garramuño

SAMEDI 13 AVRIL 2019 LAS AVENTURAS LITERARIAS DE AGUILERA GARRAMUÑO  Por Eduardo García Aguilar La Universidad Veracruzana ...