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sábado, 12 de marzo de 2011

SUEÑOS DE UN BUEN CRISTIANO

Sueños de un buen cristiano
Del libro Cuentos para ANTES  de hacer el amor de Marco Tulio Aguilera, próxima edición de Jus, México.

Yo mismo abrí la puerta y volví a cerrarla antes que el viento y la lluvia convirtieran la sala en un paisaje de catástrofe. Le permití entrar por elemental compasión. Lo que vi podría haber sido cualquier cosa, pero nunca lo que resultaría ser, una criatura tan desquiciante, tan sutil y de alguna forma prescindible: un enorme pantalón como de payaso, un suéter gris-perro demasiado grande, la cabellera como una gran mano negra, brillante y salvaje, cubriéndole el rostro, la espalda y los ojos, unos ojos esquivos, movedizos. No supe cómo se le ocurrió a Catalina aceptarla en casa. Creí ver en ella una mirada torva, como de ave de rapiña. O tímida, humillada por la vida. A partir de ese instante fueron precisamente sus ojos los que me desconcertaron. Desde el primer momento se empeñó en trabajar mirando al mundo de manera oblicua, no por humildad, supongo, sino por recelo, y no quiso sentarse a comer sino que anduvo por toda la casa husmeando el terreno y tocando las cosas con desconfianza de ciego. No sabía leer ni hacer cuentas, pero sí cocinar lo básico, desollarse las manos lavando ropa y repetir con fidelidad de grabadora los mensajes. Por sus rasgos conjeturé que venía de Arauca o Caquetá, de un pueblo al que sólo llegaría la civilización como una sospecha. Tocó a nuestra puerta gracias a la recomendación de la agencia de turismo, la misma que nos tuvo en la casa de las columnas. No entiendo cómo fue que Catalina, que guarda tan extraña memoria de aquella casa y tantas sospechas de la famosa agencia, aceptó que trabajara en casa. Al segundo día le dijo a mi mujer que estaba incómoda, que no se hallaba. Tal vez porque su baño es de rejillas de madera y cuando está en menesteres íntimos se siente como inmersa en una pecera. El caso es que la niña no se ha bañado desde que llegó. Cuando se la invita a que coma, dice en voz baja que más tarde. Y si se le insiste, simplemente pone un poco de arroz en un plato y se lo come de pie.  En su medio español dice: Así como yo y así me alimento mejor. Y uno piensa en un perro que alterna el comer y el mirar temeroso a su alrededor.
            Ya tiene sus pechitos desarrollados y deben ser una imagen del cielo. Veo como levantan los tejidos  de su suéter gris-perro y la imaginación se me llena de aire fresco observándola respirar. La casa por primera vez en muchos días está ordenada, aunque hay secciones en desorden, lo que es natural, siendo nuestra asistente doméstica apenas una niña.
            Al tercer día de la llegada de la muchachita mi esposa y yo estuvimos deambulando por la casa hasta que dieron las diez, hora de dormir a los niños y de clausurar las rutinas domésticas. (Cada vez que cierro la puerta de la habitación conyugal imagino que abrimos paso a un territorio distinto, más libre y emocionante, en el que todo está santificado por la presencia de un Cristo que nos mira complaciente desde su cruz, también pienso que las depresiones, los fantasmas que visitan a Catalina, algún día desaparecerán y volveremos a ser los de antes). Nos despedimos de Atiú, le dimos nuevas cobijas y la mandamos a la cama.  Nos acostamos, vimos el noticiero, mi esposa jugó con el control remoto hasta que propuso, durmámonos, y casi inmediatamente cumplió su propósito. Yo no pude. Mi cuerpo todo parecía un inmenso receptor, una cosa grande, gozosa, dolorida y despelleja que estaba al acecho de sonidos, olores, temblores, vibraciones, sombras. La saliva se condensaba en mi boca. De mi estómago ascendía un humor agridulce. No había ruidos en el cuarto de los niños ni en la biblioteca e incluso el perro, al que dejamos dentro de la casa cuando hace frío, no daba  señas de estar despierto. La idea de hacer una excursión nocturna y pasar cerca de su habitación no me pareció nada prudente. Atiú estaba demasiado fresca en casa. Me desnudé, como de costumbre cuando veo que mi esposa está  dormida, y me tendí a su lado para disfrutar del calor animal de su cuerpo. Me ceñí con fuerza a Catalina. No sé por qué me acogota la angustia cuando veo que ella se entrega al sueño y me deja como un náufrago en la orilla. A veces basta rodear con un brazo su cuello o abarcar su cintura o posar mis manos en la tersura de sus muslos para sentirme arrastrado, libre de expectativas, de ansias y debilidades. Pero no esa noche. El tic tac del reloj de péndulo me arrojaba de pared a pared, dejándome sangrante y sudoroso, en un entresueño de pesadillas, de las que salía a flote con la idea de que los ojos de Atiú acechaban en la oscuridad. Comencé el movimiento de salir de la cama para ir abajo a buscar un trago. Antes de que cerrara la puerta de la habitación conyugal, Catalina, que aun dormida conserva los buenos modales,  me dijo no olvides ponerte la bata, recuerda que hay extraños. Y es que tengo la vieja costumbre de andar en paños menores por la casa cuando todos están dormidos. Me fui paso a pasito con la bata pesando sobre mi cuerpo. Estaba tan negra la noche que decidí cerrar los ojos y jugar a adivinar mi camino. Fui a la cocina y regresé al dormitorio con el trago y un cigarrillo iluminando mi paso. No me  atreví a desviarme hacia la habitación de servicio. Mientras ascendía por las escaleras algo en mí comenzaba a rasgarse. Era como si el cuerpo tirara hacia abajo y el espíritu hacia arriba. O al revés. Para entonces ya serían las dos de la mañana. Cuando entré a la habitación, Catalina estaba fingiendo dormir. Lo supe porque al acercarme a ella, lanzó un suspiro que conozco bien, resignación, alivio o advertencia, no sé. Cayó en el anzuelo, me quitó el cigarrillo de la boca y le dio mejor uso a mis labios, mientras ella aspiraba el humo con largueza y apasionamiento. Escuché ruido de pasos acolchados y pensé que era el perro, ahora sí despierto, alertado por nuestros susurros y sin embargo, como de costumbre, discreto. Ya me había acostumbrado a encontrarlo tendido a la puerta del cuarto, con el hocico entre las patas, durante las vigilias de amor. Esa noche fue una de las que apunto en el calendario, Catalina estuvo más elocuente y osada que nunca. Uno de mis principios morales: no hay que llevar demasiado lejos la perversión con la esposa. El Cristo es testigo de que tengo sentido de los límites. Y así estuvo la molienda, alargada como de costumbre por Catalina hasta la exasperación y luego, cuando me tocó a mí el deleite, se ocupó con impiedad y me fue acabando muy pronto de modo que tuve que decirle que rápido me abriera las puertas y apenas llegué me pude descargar en ella en parte y en las sábanas el resto y Catalina se enfurruñó, dormimos espalda con espalda y al día siguiente ella, yo y los niños, todos llegamos tarde al trabajo y a la escuela. Cosas de la vida.
            Un secretito: por fin Atiú se ha bañado. Lo hizo con la luz apagada. Al pasar a su lado un olor indiscernible me trajo incómodos recuerdos, detalles de niño que uno evoca ya viejo. Eso y la primera comunión fueron mis grandes emociones. Las ventanillas de mi nariz se ampliaron para oler su piel recién lavada. Pero lo que más me impresionó no fue el olor, sino la larguísima cabellera negra, húmeda, esa gran mano destellante que se despeñaba en un torrente de agua violenta desde su cabeza, torneando su nuca, sus hombros, su espalda, la curvatura del inicio de sus ancas. Una cabellera que en lugar de vestirla lo que hacía era desnudarla. Al sentirme pasar a su lado levantó ligeramente los ojos e hizo con sus labios un rictus que me pareció de falsa contrariedad o coquetería. Quise adivinar una sonrisa. Sin duda ya se dio cuenta. Lo que no sabe es si me puedo atrever o no. Recibí el latigazo de su cabellera y seguí de largo.
            Al cuarto día Catalina habló en privado con Atiú. Luego me llamó. Se va a ir, te lo digo, simplemente no se halla. Le pedí que le diera confianza, que la llevara de compras. Eso hizo. Pasaron la tarde juntas y ahora Atiú está pintando con los sagrados pinceles de Catalina. Y es que la ha impresionado. Si hay algo que le llame la atención a mi Catalina es la gente trabajadora, la gente ordenada, y Atiú lo es. Esta noche tomaremos café e iremos a la cama. No creo que suceda nada interesante. Pero quién sabe. Los caminos del Señor son inescrutables. Ya en la cama hago un balance: lo del primer baño de Atiú tendría otros pormenores. Al pasar al lado de ella sentí un olor curioso, no era el aroma común de un jabón barato, ahora lo comprendo, sino algo más fuerte. Imaginé baños de hierbas y cosas de esas. Sortilegios, enjuages, limpias, asuntos de indios. Luego, al ir a investigar al baño, me di cuenta. El jabón de la ropa, el mismo que usamos para bañar al perro, estaba húmedo. Pobre Atiú, tan  humilde que no se considera digna de un jabón de aroma. Otro dato: al servirme el café, se acercó bastante. Rozó con su mano mi rostro sin turbación alguna, con naturalidad, imaginé que lentamente. Su larga cabellera fue como una brisa tibia a mi lado. No pude evitar estremecerme de placer. Afortunadamente Catalina no lo notó. Más tarde, mientras le miraba las piernas (oscuras, largas, fuertes como las de una pantera, ya sin los pantalones de payaso, con una falda amplia y adornada por olanes como orejas de elefante, ropa que le han regalado, sin duda) me di cuenta de que Catalina había visto que yo estaba mirando a la niña, pero fingió no haberlo notado.
            -No me lo vas a creer -dijo Roberto Guaraldo en la oficina- pero sospecho que las esposas lo hacen a propósito. Contratan a cabritas para abrirle el apetito a sus viejos cabrones.
            Nunca falta un morboso como Guaraldo en las oficinas.
            Por la mañana repetimos todos los rituales de la eternidad. Catalina haciendo pereza apagó el despertador. La siguiente noticia fue que faltaban quince minutos para las siete y era necesario colocar a Patricio en la escuela, bañado, desayunado y con todo su equipo de libros, uniforme deportivo, lonchera, cuadernos firmados, en orden. Un verdadero record mundial. Lo logramos. Luego fue la batalla con Diana, que había dado en fingirse enferma para no ir al kínder. Y mientras tanto Atiú seguía durmiendo y Catalina le respetaba el sueño porque ayer había estado resfriada. Bueno, ya con  Patricio, Diana y Catalina colocados en sus respectivos lugares (mi mujer es gerenta de ventas de una línea aérea), tomé la decisión. Si el tren iba a pasar justo por la mitad de la sala, que pasara. Calenté el boiler diciéndome que lo de la higiene era lo más sencillo y natural del mundo, una especie de recurso universal, es decir, la gran alianza. Entré al baño, me desnudé y abrí la llave del agua caliente. Sabía o suponía que Atiú iba a hacer exactamente lo que le pidiera. Tonita -así la llamo a veces-, ven acá por favor, dije sin poner autoridad alguna en mi voz, apenas con un poco de cariño que no fuera muy evidente. La niña se acercó al baño enrejado y permaneció a la escucha.
            -Mira, Atiú, ya me di cuenta de que ayer te bañaste con el jabón del perro. Eso no está bien. Es necesario que te bañes bien y que te quites esa porquería pues te puede dar hasta sarna. Entra y báñate.
            Atiú entró. Ni siquiera protestó porque yo estuviera desnudo.       -Quítate la ropa, le dije sin voltearme a verla.
            Hubo un intento de protesta.
            Pidió que la perdonara, dijo que el baño era muy estrecho, propuso que primero uno y luego otro. Le respondí que no se preocupara, que donde se baña uno se bañan dos, le dije que se apurara.
            -Termina de desvestirte que voy a bañarte como nunca te has bañando. 
            Adiviné con el rabillo del ojo que la niña estaba iniciando el movimiento de desvestirse. No quise voltearme pues temía asustarla y además suponía que el ver sus prendas interiores sucias o rotas me desilusionaría. Voy a ser muy cauto, me dije.
            Acércate. Atiú se acercó. Métete debajo del agua, mójate bien. La nena lo hizo. No la miré sino lo indispensable. Aquello era como el cuerpo de una nutria recién salida de un espejo de agua en la selva, un terciopelo liso, bruñido y duro como la caoba. Tomé el jabón y comencé a acariciar su espalda. El jabón se deslizaba con el cariño de la mano de un amante. Llegué a sus nalgas y luego conduje mi mano con el jabón hacia el frente de su cuerpo, donde me entretuve en el ombligo. Luego estuve en una lucha entre el norte y el sur. Triunfó el norte y me dirigí a sus pechitos. Ya para entonces, oh dios de los anhelantes, tenía que ocultar lo inocultable. Dirigí el jabón hacia su bustito y lenta, muy lentamente, estuve bordeando las faldas y  apenas rocé, con un tacto suavísimo, las cimas, para luego huir a zonas más neutras, su cuello, su rostro, la nuca, los omóplatos. En ese momento sonó el teléfono y supe que en la oficina me estaban extrañando. Por un instante sentí que la intromisión de aquel aparato infernal nos alejaba de la intimidad que tan difícilmente habíamos logrado y que la niña, súbitamente, había comenzado a percatarse de que aquello no estaba bien. El teléfono, señor, dijo Atiú. Déjalo sonar, respondí. Veinte años de puntualidad representan un récord que pocos pueden soslayar. Ella permanecía en silencio, no sé si disfrutando del agua, tratando de hallar un significado a lo que estaba sucediendo o buscando una respuesta adecuada a mis ceremonias. Finalmente exclamó con inocultable placer está caliente. Nunca te habías bañado con agua caliente?, le pregunté. No señor, dijo, es lindo, y además es mi primer trabajo con la agencia. No quise interpretar su respuesta. Me puse de rodillas y le enjaboné las corvas, los muslos, y con muchísimo tiento los entremuslos. Atiú abrió poquito las piernas y permitió la higiene. Vio entonces lo que era inevitable y expresó curiosidad. Mi vergüenza, al sentirse aludida, dio un envión, pero afortunadamente pude contenerla.
            Lo que pasa, dije, es que el agua caliente hace que el cuerpo sufra cambios. Atiú me miró y se miró a sí misma sonriente y dijo tiene razón el señor. De ahí no pasó la cosa. Atiú se secó con su toalla, una especie de trapo de piso. Yo arreglé mis asuntos y salí para la oficina, no sin antes decirle lo del baño es asunto privado entre tú y yo, ya sabes que Catalina es muy quisquillosa. Atiú asintió con un lindo caer de pestañas. Sus ojos no eran de ave de rapiña sino de canario, redondos, asombrados. De nuevo recurrió a su falda con olanes gigantescos y a su suéter gris-perro. Me prometí comprarle una ropita menos aparatosa. En el pelo que caía a sus espaldas, a nivel de la cintura, se había anudado una cinta de color rosado.
            El día anterior, cuando estaba ante la computadora con la puerta semiabierta, la niña se acercó, tocó con delicadeza y me preguntó algo, no recuerdo qué. Me miró con curiosidad y luego, bajando los ojos dijo usté perdone, señor, tiene el suéter al revés. Se lo agradecí grandemente. Les aseguro que habría ido a la oficina con el suéter al revés, lo que me hubiera convertido en el hazmerreír de todos y no me daría cuenta hasta que regresara a casa y Catalina me hiciera notar la bobería.
            Quinto día. Poco a poco va tomando confianza. Su media sonrisa se transformó en franca alegría. Ya le hace travesuras a Diana. Le cubre los ojos con las manos y pregunta quién soy. Quiere estudiar. En un momento aprendió a leer la hora y la tabla del dos. Ahora que salió el sol usa una faldita corta, de tejido tenue, que me consuela. Basta. Son las doce de la noche. Sentado en mi reposet, de pronto doy un salto. Si le digo que le voy a enseñar secretitos y la inicio así de golpe y comenzamos a llevar una vida secreta después de la medianoche, cuando todos duermen. Podría ser una bonita historia, siempre que no hubiera remordimientos o consecuencias. El problema sería el cansancio, la dificultad de llevar doble vida. Todo está en que ella conserve la inocencia y en que yo no me deje vencer por un moralismo de baja calidad. San Agustín supo pecar y luego redimirse. Hasta para ser malvadillo se necesita clase. Lo cristiano no quita lo perverso. Bien dice san Pablo que los pecados de la imaginación son disculpables. Atiú acaba de entrar y retira, con toda confianza, la ceniza de mi tercer cigarrillo del día. La niña cumple al pie de la letra lo que le digo. Porta una cinta azul amarrada en una muñeca. Ya entiende que mi estudio es sitio sagrado, que debe estar siempre limpio. Pienso en la facilidad con que permite el contacto de sus manos con las mías. Y ahora recuerdo que anoche, una vez que vi a Catalina dormida, fui a visitar a los niños, los cubrí bien y les di sus besos. Luego bajé a desocupar la vejiga y a tomar agua. Después subí a la azotea a mirar las estrellas. Escuché que Atiú tosía y supuse que su tos era un recurso para llamar mi atención. Oí su voz suplicante. Señor, me siento malita.
            Entré a su cuarto. Inmediatamente un olor violento me acometió. Vi sus pies desnudos y llegué a la fácil conclusión de que los baños no bastaban para civilizar a la niña. La pobre traía años de olores atrasados. Me duele el pechito, dijo. Me acerqué. Metí mi mano bajo su blusa y sentí su pecho brincar como una ratita en un sartén ardiente. Con razón, tienes fiebre, le dije.
            -Lo que necesitas es un masajito. Quítate la blusa.
            Lo hizo y me mostró con confianza casi conyugal sus pechos. Una delicia como sólo la ha pintado Bougereau, apenas brotando jubilosos, creciendo frutales, de maravilla, llenos de entusiasmo. Se siente bonito, dijo, tiene su mercé buena mano, seguro que todo lo que siembre va a crecer, qué dichosa debe ser la señora Cata, con esas manotas suyas de usté para ella solita. Estaba sonriendo en la oscuridad y sus facciones aun más oscuras resaltaban el blanco de sus dientes y el fulgor de sus ojos. Le preparé un té de canela, que bebió caliente, lo que la puso a sudar. Ahora a dormir, le dije. Cuando yo iba bajando las escaleras sentí que suspiraba, ya su tos era más mesurada, como si la visita le hubiera calmado las ansias.
            Octavo día. Ayer, antes de que todos saliéramos como pavos navideños hacia la iglesia, Atiú nos llamó aparte y nos dijo que se va a ir, que quiere regresar al rancho y olvidarse de los trabajos de la agencia. Mi mujer me mira con suspicacia de te lo dije. Sin quererlo, sin pensarlo, le digo sí, hijita, tienes que irte, trece años no es una edad para andar sola por el mundo, hay mucha gente mala, lo bueno es que caíste en casa de buenos cristianos. Ya en la iglesia no pude armar ni un Padre Nuestro. Cerré los ojos y me entregué a la devoción de recuperarla. Su busto, sus piernas, su olor, su mal olor, su cabellera, sus manos, su boca, su entrepierna, la caída de sus pestañas, el torneado de sus nalgas, la media sonrisa, e fulgor de sus ojos. Al regresar me dediqué a mirarla con mayor fruición. Cada vez que pasaba a mi lado se me iba el alma con ella. No dudo que mi mujer estuviera disfrutando del asunto. Es posible que Guaraldo tenga razón. En ocasiones la sonrisa soterrada de Atiú me hace suponer que no es tan casta como parece. Tal vez guarde su secreto, tal vez sea una putica que trabaja por encargo de la agencia y con la complicidad de las esposas. De todos modos cada vez que pasa a mi lado mis ojos se van hacia ella irremediable­mente y espío su busto y sus nalguitas con avidez y miro sus piernas. Ella se deja mirar. Le divierte notarlo.  A veces se pasa de amable. Está pendiente de cada uno de mis caprichos para cumplirlos. Ayer, antes de que yo saliera rumbo a mi trabajo, me dijo, Don Patricio, tiene un cordón de zapato desamarrado, e inmediatamente se puso de rodillas a amarrarlo. Y sin embargo su servicialidad no es obsecuente. Anoche subí, a eso de las doce y olí sus patas. Me acerqué a ella y le dije sabes qué, Atiú, te huelen mal los pies. Quiero que te bañes ahora mismo. Ella obedeció. Yo bajé las escaleras y estuve imaginando su baño, mientras abrazaba a mi mujer. No podía atreverme a más.
            Por la mañana vi tendida la ropa de Atiú, pero no hallé prendas interiores. O tiene apenas un calzón y un corpiño o esconde sus mudas de ropa. Atiú ya dijo que se va a ir de la casa el 31 de marzo, entonces terminará esta tortura y regresaré a ser el de antes. Casi me siento en paz con el Señor. Acaso sea una prueba más. ¿Vale la pena dejarse llevar por el pecado? No sé. A veces gozo esta situación, pero definitivamente no sufro por ella. Atiú ha llorado inconsolablemente. No quiere irse, pero quiere irse, en realidad no sabe lo que quiere. Y ya mi esposa decidió que si ella no se va, nosotros la echamos a la calle. 
            Nos visitó la sirvienta perfecta. Rechoncha, eficiente, servicial, asexuada, con bigote y cuello de toro, una boyacence rubicunda que podría echarse un bulto de cien libras a la espalda sin fruncir el ceño. No espera nada de la vida sino levantar a sus hijos, trabajar y morir tranquila. A eso aspira. Mi mujer confía en ella. Le pidió que regresara dentro de una semana: doble sueldo y dos días semanales libres. Ya Atiú ha dado muestras de pereza adolescente. No vamos a esperar hasta el 31 de marzo. Que se vaya, eso es. Resulta una pena, pero yo estoy de acuerdo. Esto no puede seguir. Amanece. Atiú trabaja con melancolía. Acaricia la escoba, pasa las manos lentamente sobre los platos, parece estar dejando algo de sí en cada cosa que toca. Esta tarde se va. Me prepara el desayuno, plancha mi ropa, alista el termo de mi café para la oficina. No deja de llorar. No sé qué hacer. Estoy a punto de salir con mi maletín. Será la última vez que la vea a solas. Atiú me abre la puerta. Tiene las manos sobre el rostro. Cuando ya estoy montado en el coche, me llama.
            Don Patricito, dice sin separar las manos de su rostro, lágrimas escurren entre sus dedos, quiero pedirle una cosa. Lo que quieras, respondo. Yo he visto como quiere su mercé a la señora, los he pensado apercolladitos mientras duermen a lo oscuro de la mañana, escuché varias noches los ruidos del amor, quiero pedirle una cosa y me da mucha pena.
            -Lo que quieras -le digo irresponsablemente.
            -Quiero que esta mañana no vaya a la oficina, que se quede conmigo, que se me lleve a la cama de sus mercedes, que me abrace como abraza a la señora Catalina, que me tenga así acongojada unos tres minutitos, y después, si quiere, me hace las cosas del amor, yo me dejo, sé que duele, me dijo mi mamá y la agencia me advirtió que está prohibido, pero también sé que nadie podrá hacerme la primera visita con cariño y respeto como su mercé y yo, sabe, se lo  agradeceré toda la vida, y le juro por la virgencita que no se lo diré a nadie, lo guardaré como una carta de amor.
            ¿Qué hacer? Cumplí su deseo. La niña estaba entera, como uno de esos pollitos que no terminan de salir del cascarón y a los que hay que ayudarles a nacer. Después de mantenerse con los ojos cerrados, en paz, ya sin llorar, se entregó con dulzura y fui tan cauto, tan cariñoso como sólo puede serlo un hombre en el último hervor, sabiendo que a Atiú la espera allá afuera un mundo que tal vez no le sea propicio, pero que con el recuerdo de esa mañana de amor, tal vez le sea más leve, como acaso lo sea para mí lo que resta del camino para llegar a donde me toca. Espero que el Señor comprenda y sepa perdonar, si es que hay pecado.
            A las doce, me llamaron de la oficina. Tuve que ir. Cuando regresé a casa, Atiú no estaba. Y al entrar a la habitación conyugal creí ver que el Cristo que tenemos sobre la cama me guiñaba un ojo.

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