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miércoles, 20 de febrero de 2013

Unas páginas de la novela en proceso

Estoy borracho, absolutamente borracho, total y definitivamente borracho. Voy tambaleante de pared a pared. Me dirijo al baño con la intención de orinar. Llego con enormes dificultades. Estoy a punto de caer sobre el retrete. Al orinar comienzo a irme de espaldas empi­nándome sobre los talones. El líquido sale después de largos minutos. Acabo de escribir el cuento que por tantas semanas he relegado. Todo lo preparé con minuciosidad, sabiendo que tenía que escribir un texto extraordinario. Se trata de Perry McClue, un hombre que sueña con ser todos los hombres, con correr todas las aventuras, con seducir y ser seducido por mujeres espléndidas, hombres, efebos, doncellas;  que recorre todo el mundo y en todas partes lo espera la maravilla, lo des­mesurado, lo particular; que disfruta   gozosamente de los dones de la tie­rra, y sin embargo termina en una paradójica, incomprensible e inso­portable soledad.
Cuando supe que estaba listo, que todo mi ser era una especie de átomo original a punto del big bang, puse a Atenea de patitas en la calle, compré una botella de tequila, limpié la mesa, coloqué dos cajetillas de cigarros, limón y sal a mi lado. Y me senté. Frente a mí estaba la vieja y perruna Olivetti Lettera 22, que había arrastrado de Cali a Lawrence, de allí a Monterrey, para terminar en donde ahora, entonces, estaba. Pasaron los minutos. No podía escribir ni una sola palabra. Tomé un largo tra­go, me eché a la boca una pizca de sal y me exprimí medio limón. No salió ni una sola palabra. Apuré otro trago con idénticas consecuen­cias. Al tercer trago salió la primera frase, redondita y todavía escu­rriendo líquido amniótico. Celebré el triunfo con una tercera dosis. A partir de entonces el texto emergió espontáneamente. En esos mo­mentos no sabía si lo que estaba escribiendo valía un potosí o menos que nada. La alegría del instante era pasmosa, el sentimiento de poder comparable al de un dios que con un movi­miento de sus manos levanta montañas, abre desfiladeros, traza valles sin fin y pone sobre ellos criaturas inéditas, sorprendidas y dichosas.
Una vez que hube terminado, anoté en mi Diario: Ya lo escribí. Me siento raro. Eructo constantemente. Puse el agua del baño a calen­tar. La cena está en el fuego. Yo estoy acostado en el sillón romano (así lo llamo por antiguo y desvencijado), escribiendo estas palabras. Me siento raro. Llueve a cántaros. Comeré y me bañaré. Eso es todo. No sé si he hecho honor a la idea que tenía de mi personaje. No sé qué es lo que siento. ¿Estoy bien o mal? Lo ignoro.
Pero cómo se iba a sentir bien Ventura, si había bebido, de una literal sentada, casi medio litro de tequila en acaso tres horas. Se sentía ho­rrorosamente mal, trastornado, no al borde de la locura, sino en el pu­ro centro de ella. Continúa el texto: Estoy en uno de esos sitios de donde uno se pregunta si saldrá o no. Creo que fue una exageración y una temeridad  tomar tanto tequila de forma tan continua y despiada­da. Pienso que todo pasa, que esta sensación imprecisable desapare­cerá en cuanto amanezca. Entonces  todo será diferente. Leeré mi texto y sabré si vale la pena o no. Pero ahora, en este instante, siento que las cosas carecen de perfil. Los ojos se me cierran. Pero temo dejarme ir. Sé que si dejo que se cierren, vomitaré como loco, tiraré en la sala  o en corredor que comparto con la poeta Estrella de los Campos mis entrañas, me desaguaré, quedaré convertido en una gran letri­na...  Si hubiera alguien a mi lado. Si hubiera alguien. Alguien.
Ventura no tiene palabras para recordar lo que sintió. Ni entonces ni ahora, ya de regreso. No era simplemente que el mundo girara, como le gira a todos los borrachos cuando pasan la línea de lucidez. Ni que el entorno perdiera sus límites, sino que, simple y llanamente, todo se había duplicado. Existían dos casas, dos cuerpos propios, dos puertas, dos máquinas de escribir. Al asomarse a la noche, vio que la densidad de las estrellas era superior a la habitual. No sólo me trastorné yo, sino que eché a perder el orden del Universo, pensó. Recuerda incluso que con un poco de ironía amarga comenzó a eva­luar  las consecuencias de vivir en un mundo en el que todo tendría su duplicado, no sólo los problemas, sino los cheques quincenales y las mujeres. Acabó de cenar y de bañarse. Lo tuvo que hacer en cuatro patas  porque no pudo tenerse en pie. Suponía que tras comer y bañar­se iba a retornar a la normalidad. ¡Falso, falsísimo! Todo comenzó a girar. Intenta mantenerse en el centro pero no puede. La fuer­za de los giros amenaza con lanzarlo contra las paredes. Va a cerrar los ojos. Voy a cerrar los ojos. No me importa lo que pase. Cierro los ojos y, paradoja de las paradojas, la oscuridad se ha duplicado. No que sea más densa, sino que hay dos oscuridades. Entonces pienso que por fin ha pasado lo que me dijo aquel infecto psiquiatra de mi primera gran caída: el incurrir en un exceso podría trastornarme definitivamente. Mi esquizofrenia precoz, de la que salí con tanta dificultad, había permanecido laten­te, agazapada, y reventó gracias al tequila. La historia de cómo pudo dormir en medio de la borrasca y có­mo despertó es bastante banal. En su Diario, con letra de parkinson  y lamparones de sudor, se halla consignado el despertar y sus reacciones. Son las cuatro de la maña­na. Tengo un dolor de cabeza razonablemente soportable y una sed de beduino. Bebí un litro de leche fría directamente de mi secreta vasi­ja de barro indígena. Abrí la puerta para que entrara mi gata. Atenea atravesó la sala sin ansiedad y se instaló sobre la barra de la cocina a  mirarme como la esposa que no dice una palabra pero que reprocha con los ojos. La supe comprensiva y la quise más que antes. Ya no ten­go sueño. Quiero leer el cuento que acabo de escribir casi a costa de mi cordura. Ya lo leí. Aunque es apenas un boceto, tiene la estructura, la ten­sión, la emoción, la profundidad de lo mejor que he escrito y quizás escribiré en toda mi vida, creo. Coloco los papeles prensados con un clip, al lado del proyecto de novela, junto al colchón. Cada vez que escribo algo seme­jante me gustaría correr por el mundo para leérselo a todos, ir al par­que y congregar a una multitud para leerlo a gritos.
xxx

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