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martes, 20 de noviembre de 2012

Día 18 en Colombia: El sonido del silencio, Burgos Cantor, Adolfo Montaño, paraíso

Antes del texto les ofrezco los audios de la presentación de Historia de todas las cosas en el Gimnasio Moderno en Bogotá y una minuciosa entrevista que me hizo Stanislaus Bhor el la revista Corínica  http://www.revistacoronica.com

http://www.revistacoronica.com/2012/11/roberto-burgos-cantor-presenta-historia.html

El silencio suena, dice Nena. Fuimos a recorrer su finca, su paisaje. Nena tiene en sus manos la custodia de 250 especies silvestres, de las cuales muchas son endémicas y otras cinco en vías de extinción. No quiero el orden que impone el hombre a la tierra, sino el caos natural de la creación original, dice. Aquí sería feliz Adolfo, el frenáptero, mi amigo, mi gran amigo, a quien seguí por las calles de Cali y por los senderos de Pance, Adolfo, con quien comí hongos y aprendí que todos somos Dios. Adolfo: lo vi en el corredor de la Biblioteca Departamental antes de la conferencia. En ese preciso momento yo le estaba entregando un ejemplar de  Los placeres perdidos  a Zuleta. Al verlo Adolfo dijo antes de leer ese libro hay  que leer  La montaña mágica  y La Odisea y El Quijote. Tras la conferencia fuimos a caminar con Gabriel Ruiz,  que durante años ha coleccionado el archivo virtual más grande que exista sobre García Márquez. Se llama Memorabilia.GGM. Verifiqué que la imaginación del frenáptero sigue tan febricitante como hace treinta años. En el corto lapso que pasamos Gabriel y yo a su lado nos contó varias novelas que estaba  escribiendo. Adolfo generalmente estaba o estuvo escribiendo novelas. Nunca está escribiéndolas.  Siempre las pierde, como se pierden sus composiciones, sus pinturas, su vida. Su arte es fugaz, y si permanece es porque alguien, alguien como yo, lo ha seguido semanas, actuando como amanuense, apuntando todos sus ingenios verbales, sus mundos ficticios. Mientras comíamos pan de bono y tomábamos avena nos contó: que su vida ahora consiste en cuidar ancianos tíos, en dictar clases, en cantar en autobuses; que viajó por Europa con una beca que le cayó del cielo; que estuvo en el Louvre y vio sarcófago de Tutankamon y le pareció el espacio perfecto para cantar y que lo hizo y uno de los guardianes vino a regañarlo; que estaba escribiendo una novela en la que el protagonista es un hombre que posee una granja genética en la que hace experimentos para conseguir una nueva especie humana que pueda volar, y que ello lo hace mezclando genes humanos con genes de gallinas, de pájaros, de insectos. Apenas tuve una hora para hablar (para escuchar a) Adolfo. Sin embargo conseguí su dirección electrónica y su promesa de escribirme para ver si podemos crear la segunda parte de Los placeres perdidos. Es curioso que casi todo lo que yo escribo tenga segunda parte o que por lo menos quiera corregirlo. Mis mundos son mundos sin terminar.
El brillo del último sol formando filamentos de oro sobre el filo de las hojas de los arbustos de lulo.Los lulos maduros, defendidos por espinas feroces, como auténticos frutos de un árbol de oro.
El final de esta novela (o lo que sea esto que estoy escribiendo) lo dictará mi destino, no mi voluntad. Todo, todo me da lo mismo, como dijo el poeta. Son las cuatro de la mañana del día 19 de diciembre de 2012. Ya me enteré de dónde provienen las sordas explosiones que se escuchan en la oscuridad: son sapos que explotan. Eso dice. Hoy mismo regresaré a Bogotá. Refiriéndose a una negra cantadora Burgos Cantor escribe en su extraordinaria novela La ceiba de la memoria: Pechos de palomar alborotado… las advertencias terapéuticas del portugués no lograron hacerla desistir de su placer de caiminar descalza por la casa… El padre Bentós escuchó un susurro que le dijo: “Se imagina que cantara desnuda”. La novela está llena de frases como relámpagos.
Un error hizo que en lugar de regresar a Bogotá hoy por la mañana, me viera obligado –-luego entendería: gozosamente obligado—a recorrer el Valle de Ubaté-Chiqinquirá, rodear la laguna de Fúqueme, conocer Ubaté, Susa, Fúqueme (pueblo diminuto, de limpieza casi quirúrgica, entre colinas serenas, donde dos policías barrían el parque),  Chiquinquirá, comer trompa con papas criollas en el mercado donde nos atendieron mujeres tatuadas que nos llamaban “mi amor”, “príncipe”, “cariño”, “mi rey”. Todos estos valles y montañas, plagados de sauces llorones, robles, hayas, eucaliptos y mil otras especies, son de una belleza, verde belleza, que no me atrevería a comparar con ningún otro territorio que haya conocido. En nuestro recorrido hallamos que la mayoría de las haciendas están solitarias o a veces apenas habitadas por una anciana de botas de hule, sombrero de ala ancha y pantalones. Hablé con una de ellas: le conté mi tragedia –-la cadena de violencias, mi caída en el infierno de la depresión, las ideas que tengo sobre mí y mi mujer—y me atreví a preguntarle: ¿Qué hay al otro lado? Con los aires de quien tiene una certeza apodíctica, inapelable y definitiva dijo: Al otro lado te van a dar lo que diste a este lado.
Escribe Omar Rincón, crítico de televisión en El Tiempo: “Los colombianos estamos orgullosos de la belleza de nuestras mujeres: las pregonamos como producto nacional, son nuestro lado digno: belleza, pasión, sonrisa, conquista. Por eso, las reinas representan a esa Colombia que cree en sí misima y listo, sólo éxitos. Las reinas son ícono de nuestra identidad y punto”
¿Qué te parecería una novela donde se cuente toda una vida?
Nadie la leería, sería muy larga. Sería como duplicar una existencia: qué aburrimiento.
Pero es que uno no contaría todo: habría una edición miniciosa de los momentos fundamentales.
¿De cuántas páginas?
Digamos unas dos mil. Yo podría escribir una novela de 2000 páginas sin aburrir el lector.
Falta que alguien quiera leerla.
En realidad eso no importa. Lo importante es escribirla.

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