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miércoles, 6 de junio de 2012

MUJERES, MUJERES, MUJERES: AMOR Y EROS (DE SIN MÁSCARA)

AÑO 1982. Hay épocas que concentran demasiada energía, en las que se amontonan acontecimientos, verdaderos centros u ombligos de la vida, tiempos complejos y quizás incomprensibles a la luz de la distancia, pero que se viven con una especie de naturalidad, como si fueran parte de la materia real, no del vacío universal, épocas en las que la materia oscura opaca a la luminosa, tiempos sin sentido o aparentemente sin sentido. El año 82 fue una de esas épocas cifradas en las que parece ser el caos el que domina por sobre el orden y el sentido. En el 82 se acumularon a las puertas de mi casa, pasaron al frente o entraron directamente hasta la cocina, y claro, mi recámara, Shaka, la polaca adicta a Chopin, Bárbara Bláskowitz y su hija (que no era violinista como quise presentarla en  La pequeña maestra de violín), Concha Chacón y su chácara psicologista, Lygia, la pequeña y dulce mujercita con la que creí haber encontrado el amor, Rayza, la sublime inadaptada de la Habana. Y sin embargo seguía como el sol de mi horizonte Irgla, a quien por entonces no llamaba La Nauyaca porque la amaba o creía amarla. Todas las primeras mujeres que conocí durante mi primera época en Xalapa (época AdLL) pasaron casi transparentes a mis novelas de lo que llamé  El Libro de la Vida.  En esto que estoy escribiendo naturalmente no uso nombres propios, más bien recurro a los apelativos que usé en las novelas y si las implicadas llegan a leer estas páginas les pido que las recorran como si fueran literatura. No creo estar escribiendo lo que se llamaría estrictamente memorias, ni siquiera autobiografía y de verdad no me preocupa que se enmarque en algún género o denominación esto que mis amigos lectores tienen en sus manos. Tal vez sería agradable que lo leyeran como la novela de la vida de un escritor cínico, sincero, descarado, directo, autodestructivo, impío, misógino o quizás ginadicto (póngale usted, my friend, el calificativo que quiera o le acomode).
Abro la libreta de contabilidad número 5, donde hallo este registro: Del 18 de mayo de 1982 al 1 de marzo de 1983.
Libros en proceso de lectura:
Plexus  de Henry Miller
Ulises de Joyce
El amor y Occidente de Denis de Rougemont
Dilemas de Gilbert Ryle
Noches de Torcuato Tasso
Estoy leyendo las novelas del Concurso Jorge Isaacs. En mi habitación de la Calle Prolongación 3 se apilan 300 manuscritos. Continúo la escritura de Mujeres amadas.  Escribo entre 5 y 8 páginas diarias. Principios: Sólo escribir en el momento en que sienta la absoluta necesidad. Sólo escribir lo que me produzca sentimientos intensos de nostalgia, de alegría, de paz, de deseo, de lo que sea. ¡La intensidad por encima de todo! Basta de literatura desapasionada, descafeinada, desangelada. Hace aproximadamente veinte días hice el amor, digámoslo así, con Shaka au rebours. Creo que no lo registré.  Apenas escribí una nota demasiado indirecta. La primera vez nos calentamos los cuerpos y tuvimos jugueteos intelectuales durante dos horas. Es el tipo de personas a las que hay que hablarle de epifanías, iluminaciones y teorías hermenéuticas mientras se les mete mano. Súbitamente me dijo tras mirar su aparatoso reloj Cartier (que hace juego desastroso con unos anteojos descomunales que cabalgan una nariz algo incróspida): Gitanillo, debes irte exactamente en cuatro minutos, disfrútame y piérdete de vista. Y yo me dije, ahora o nunca. Una vez allanado el camino con un discurso sobre el concepto de virtud en Aristóteles me fue más fácil transitar por él. En la segúnda ocasión me dije: Shaka, te voy a hacer gozar hasta que quedes más seca que el desierto de Sahara.  Así fue. Gimió y gritó de tal manera, que temí que las vecinas (vive un apartamentito de muñecas dividido en cuatro estancias ocupadas por cuatro lindas solitarias que le hacen la vida amable al patrón) protestaran. (Pero si Shaka gritaba de tal manera, hay que decirlo, tal vez no fuera por legítimo entusiasmo sino por una especie de natural presunción suya, que la obliga a magnificar todo lo que hace y dice haciéndola parecer una actriz de cine mudo, que tiene que exagerar sus gestos para que se entiendan bien sus mensajes). Shaka cabalgó alegremente y me bañó en sus fluidos vitales y luego con gran frialdad, como la del conejo de Alicia, miró su reloj y dijo: Rápido, rápido, tienes que irte (y eso me recordó que dos o tres años antes la gringa pequeñita, la erudita del Departamento de Español de la Universidad de Kansas, tras disfrutar de mis artes, de una botella de vino y algunas estrofas del Siglo de Oro español me dijo: Ahora, menino, tienes que irte. Eso fue en Lawrence, en pleno invierno, a las tres de la mañana). De modo que una y otra, Shaka y la menina me trataron como elemento desechable. Y yo les aseguro que en los dos casos mi casta persona  ensoñaba no con fluidos vitales, sino con algún sentimiento noble, quizás el heteróclito amor. ¿Sabes qué?, remató Shaka, la adoradora de Chopin, yo le doy poca importancia a un  acostón. Y yo, iluso, pensando en enormidades como el amor. ¡Qué sandez! Me asombró sobre todo su familiaridad con el Corpus Christi. Se acostó frente a él, cuando estaba presentando armas, y lo contempló con interés, pero creo sin cariño. Su cuerpo blanquísimo, los pechos más hermosos que haya visto, su rubia cabellera casi blanca, su retórica literaria, la batalla encarnizada que presentaba para que no le quitara los lentes, todo ello paso directamente a Las noches de Ventura, pero curiosamente no fue protagonista de la línea vertebral de la novela, en la que Ventura era central, sino que ocupó una segunda (monstruosa) columna, en la que el Doctor Amóribus, alter ego del alter ego, disfrutaba de los dones de la polaca. Dejaré este tema a un lado, pues sólo leyendo la novela se puede entender esta especie de vida en tercera calca.
¿Qué sucedía por entonces en el mundo? La Guerra de las Malvinas. Escuchaba noticias sobre ello en un gran radio de onda corta que me acompañó muchos años.
En la página cuatro de la libreta de contabilidad registro esta frase escuchada en un  sueño:
--Yo siempre estoy dispuesto a pelear. Sólo falta que encuentre a una persona que quiera hacerme frente.
Visito con frecuencia a Bárbara Bláskowitz, la alemana, que cambia de amante cada dos o tres meses, alegando, ¡siempre!, estar enamorada hasta extremos francamente insoportables. Es bella, grandota, una teutona que en tiempos de los vikingos habría impuesto su ley. Platicaba en la sala con su nuevo amor, un francés calvo, caballeroso y culto. Les leí un capítulo de  Mujeres amadas. Parece escrito por un novato, dijo secamente Bárbara. No está mal escrito, replicó el francés, el problema es que tus personajes no existen, eres solamente tú el que hablas en tus novelas. En ese momento llegaron la hija mayor de Bárbara, a la que llamé Trilce en  La pequeña maestra de violín, y una bruja chilena, que comenzó a ejercer sus artes recurriendo a las revelaciones que le hacía un huevo dentro de un vaso de agua (dijo: Ay, esta niña va a repetir minuciosamente la vida de su madre).
Y en efecto, acoto, ya saliéndome del cuaderno de contabilidad: quizás un año más tarde la niña Trilce, recién cumplidos los quince años, terminaría en mi cama, como lo hizo su madre. Mi relación con la Trilce real fue pobre, lastimosa, tan breve que ya no recuerdo nada, pero a la hora de escribir la novela  La pequeña maestra de violín, fue adornada con una serie de teorizaciones sobre técnicas violinísticas y lecturas demasiado avanzadas para una criatura de su edad.
El martes 25 de mayo registro en la libreta de contabilidad: 5 minutos 52 segundos 5 décimas en una milla. El miércoles registro una serie de 5 veces 400 metros: el mejor tiempo: un minuto 3 segundos 5 décimas. Eso me lleva a recordar el año 1974: Estadio Pascual Guerrero, Cali, entrenamiento con los bellos negros de la Selección Colombia de Atletismo: hicimos una serie de diez veces 400 metros por debajo de un minutos. Esos eran los tiempos AdSLMG, antes de La Nauyaca: tiempos de Marilú Ostertad, de La Cabezona, de Carmen la vendedora de dulces, de María Helena la mulata de Pance.
Hay en mi lectura de Doctor Faustus una especie de dolorido sentimiento del deber: la idea de estar leyendo una obra grande, importante, de más de mil páginas densas, llenas de elucubraciones metafísicas y de todo tipo, como quisiera que fueran las mías (todas mis obras), que sin embargo (la de Mann) es muy diferente a lo que yo en general he escrito: el protagonista de Mann tiene ideas elevadas, ideales, si se quiere, muy espirituales, muy germánicos, distintos y quizás superiores a mis “ideales”, que pareciera me impulsan a buscar en las mujeres más sus cuerpos (el vórtice infernal de la voluptuosidad) que sus espíritus. En cierta medida me causa repulsión un espíritu tan puro, tan impoluto, como el de Leverkhun, un espíritu tan distinto al mío, que es carnal y terrestre a veces hasta el hartazgo. Hallo sin embargo una disculpa o una justificación en esta frase de Mann: Un matiz de amor aparece en cuanto el instinto lleva un rostro humano, aunque sea el más anónimo, el más despreciable. Y es aquí donde encuentro una esquina de justificación: en mi búsqueda y hallazgo de cuerpos, de la sucesión de cuerpos femeninos que transitaron por mi vida, yo espiaba la aparición del espíritu, de eso que hace que una persona diferencie a una criatura en particular, de la sucesión de seres que pasan frente a los ojos, por la ventana de la vida. Atisbando por la ventanita del túnel de Sábato he pasado mi vida a la espera de que haya alguien con quien me pueda comunicar, llámese alma gemela o simplemente compañera de viaje… que encontré, no dudo, en LL, mi Beatriz, la que me hundió y me sacó del infierno. (Me falta hablar de mi novela más sufriente, oscura, terrible: El sentido de la melancolía).
En la página 13 escribo: Me cuesta trabajo conciliar el sueño. El fuego interno sigue bullendo por horas y horas. No importa que haya desplegado una actividad de maniático: ir a la oficina, corregir galeras, comer frugalmente, ir a jugar básquet, leer, escribir a máquina, ver televisión, ir al concierto, donde más que escuchar  fui a ver a Adriana X interpretar el Réquiem de Mozart: el cuello delicado sustentado una cabeza de diosa eleática con un rostro perfecto que reflejaba la música celestial de Mozart en su último momento, su cuerpo danzando en casi inmovilidad con una gracia impresionante. Ir a cenar a La Tavola, regresar a casa, leer, tenderme en la oscuridad, aguardar con gran regocijo y una gran certeza el instante en que las tinieblas den paso a las imágenes. Esperar que de la oscuridad, a partir de una chispa, se abra la ventana que me permita acceder a ese mundo nocturno. Sentir que todo en la vida tiende  a una ignota armonía que quizás se asemeje a la muerte. Todo es una búsqueda imposible de paz, me digo. La paz es armonía con el mundo. Pero el  mundo es lucha. El sonido más insignificante me retorna al otro mundo, a ese que está afuera, a ese mundo que no soy yo y que por lo tanto es la guerra. La guerra y la paz: eso es la vida. Imposibilidad de conciliación. Y sin embargo …

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