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jueves, 16 de junio de 2011

PRIMERAS PAGINAS DE MUJERES AMADAS

4a edición en Universidad Veracruzana. Disponible en Hidalgo  8, Xalapa
Librerias  Bonillas y del Fondo de Cultura Económica en el DF
Llegó el fin de la segunda primavera y con ella la novedad de tu mística sensualista. Sí, claro, Dios estaba en todas partes y los pájaros y las hojas y cada mínima partícula del universo integraban su extenso y perfecto territorio, sí, Dios era una especie de savia que todo lo une y nosotros somos la cima de esta gran maravilla, pero es que acaso por esa u otras razones hemos de privamos de los frutos del huerto. Lo que pasa –te decía– es que te falta sentido de la aventura, tienes alma de comerciante, eres una maldita abadesa que guarda su cuerpo como quien invierte a plazo fijo. Piénsalo bien, esto se pudre y se seca.
—Lo que el tiempo pudre lo reverdece la virtud –respondiste. Ajá, pensé o debí pensar, es de las que todavía se atreven a pronunciar sin rubor las grandes palabras, una absolutista, una monárquica de las convicciones.
—Sí, claro, a ti lo único que te interesa es satisfacer los bajos instintos.
Pronunció las palabras ominosas bajando la voz, con un fruncimiento del cuerpo, después de percatarse de que nadie nos escuchaba.
—Quiero que entiendas que el acto que me pides es definitivo, sucede una sola vez en la vida, tiene que ser cercano a la experiencia de la gracia–. Los ojos de Irgla, tan hermosos que cualquier comparación hubiera sido oprobiosa, brillaban llenos de una serena sabiduría, de un legítimo entusiasmo que amenazaba contagiarme.
—Ha de suceder en una noche especial en la que todo se confabule, en la que tanto mi compañero como yo tengamos una sensación de felicidad incomprensible, un deseo fantástico como de arrojamos al abismo.
¿Qué responder a semejantes argumentaciones? El análisis lógico del lenguaje no surte efecto sobre los que caen en los pantanos de la fe. Generalmente hubiera dado la espalda, literal y conceptualmente, y me hubiese dedicado a otras investigaciones con el furor y desesperanza habituales, mientras llegara el momento de emprender una nueva temporada de caza.
El negocio presente, sin embargo, ameritaba mayor atención.
Tal vez fueron el rencor contra aquel cascarón de decencia o su belleza excesiva y no obstante constreñida por una extraña modestia o la sospecha de que súbitamente y con un buen trabajo de termes acabaría por caer, los que me impulsaron a seguir el asedio. Una u otra argumentación, todas juntas o las que faltan por mencionar, el infinito, me atraparon.
Existían otros obstáculos. Yo compartía mi habitación en McCollum Hall con Abusaid y Abusaid estaba enamorado de Irgla. Dos premisas y un solo intrincado problema. Abu, velludo compañero, además de apuesto, varonil y galante, era perfectamente consciente de sus ¿gracias?, ¿virtudes?, palabras absolutas que es preferible reservar para Irgla.
Había estado en África del Sur, ahorró petrodólares y ahora, entonces, estudiaba inglés –aunque lo hablara perfectamente (si hay perfección en el habla de los estibadores londinenses)– y se dedicaba a despeinar los ositos de la vecindad. Esa era su vocación, despeinador de osos, y para cumplir con ella, necesitaba muchísimo dinero, conservar el cuerpo atlético y el espíritu agudo. No hay nada que sea imposible si se dispone de una botella de champaña y muchas palabras de más de cuatro sílabas, decía Abusaid, el sinvergüenza, tan agradable que daba asco. Hasta jugando tenis lograba armar gestos ferozmente elegantes.
Mantenía con Irgla conversaciones que llegaban a durar dos horas.
—Abu, my friend, ¿estás enamorado?
—Love doesn't exist, only fucking –respondió, sus resplandecientes botas una sobre la otra, al extremo del cuerpo que yo veía desde mi cama en perspectiva. Apoyaba la cabeza en las palmas de las manos y miraba el cielo raso, soñador minotauro, el pecho robusto y velludo, lanzaba suspiros que hacían vibrar el aire de la habitación.
—Tiene unos ojos que sólo he visto ocultos tras un velo en un mercado de Khorassan.
No me molesté en imaginar cómo serían semejantes ojos –los besos de la menina Jenny ocupaban todo mi tiempo– pero luego, cuando conociera a Irgla, sabría sin saberlo que Abusaid tenía razón.
¿De qué hablaban? Pues, respondió el persa, ella me cuenta historias como la del rey que nunca ponía los pies en la tierra, un rey llamado Mohe ‘shou’ mah, quien solamente hablaba en verso y yo le murmuro al oído relatos sobre el jardín de la montaña donde los dioses beben el inmortal haoma, destilado del árbol gaokerena, el árbol de la vida, cosas de esas, tonterías para pasar el rato.
—¿Only fucking? –pregunté sonriendo.
Un día descubrí que mi novela –el único ejemplar que tenía –había desaparecido. Abusaid, entre compungido y satisfecho, confesó que se la había prestado a la mujer de ojos persas.
—Imposible negarle nada a Irgla –dijo.
La primera vez que te vi fue en una cena internacional. Había japonesas, italianas, una peruana (la maniática de Ester, esa celestina sin par), tres persas (entre ellas Mush, que fingiría desmayarse cada vez que me viera y gritaría mi ratoncito, mi pequeño ratoncito, pero nunca se atrevería a ir más allá en sus expresiones de ternura) y dos o tres mexicanas. Mi idea era manejar la indiferencia de cigarrillo enclavado en las comisuras de los labios y ceño fruncido, chico malvadote, je, pero tus ojos como un batallón a pleno galope me acometieron. Desvié la mirada hacia la mesa, me sumergí en aquel mar caótico de extrañas viandas dispuestas como para un festín de Salomón, hice unas cuantas observaciones más grotescas que graciosas, metí los dedos en alguna región gastronómica de Tailandia, me llevé algo de color encarnado a la boca y estuve a punto de escupir.
Los ojos persas seguían mis movimientos sin disimulo, con lo que podría calificarse de amable repugnancia. Fue Ester la que vino a salvarme del fuego cruzado. Me ofreció un sitio cerca de ella. Loca sociable e inglés de Macchu Picchu, comenzó a hablar por rodos los orificios –no del todo despreciables– de su cuerpo. Ajá, dijo, conque yo era el escritor, había leído en The Kansan la entrevista, decían que el éxito había llegado temprano, que ya me comparaban con…cómo se llama, ése que escribió la novela aquella llena de gente, el árbol genealógico, fíjense, muchachas, just imagine, una promesa de la literatura, ¿qué estás estudiando?
—La verdad es que yo vine a USA a hacer imperialismo al revés –respondí.
—¿What did he say?–preguntó Irgla, diplomática Irgla, dispuesta a hacer intervenir a todos en la conversación.
—Dije que vine a este país a explotar a los gringos.
—Habla en inglés –suplicó Mush, la delicadeza hecha carne.
Los ojos de Irgla, más que las palabras de Mush, me azotaron contra la pared. Caí sentado en el suelo. Agité la cabeza para aclarar las ideas y confesé:
—Doy clases de español a hordas de albinos y de paso finjo estudiar literatura hispanoamericana.
—Pues yo –dijo Ester sin que entre mi silencio y sus palabras mediara una corchea– soy de Lima y ya llevo diez años en Kansas University–. Lanzó las dos manos al aire como el mago que saca diez kilómetros de género de seda–. Tengo un novio español que se llama Manolo, ya lo conocerás.
Y claro que lo conocería. Manolo, su tono doctoral, su bigote alicaído, esos dientes nicotinosos, envuelto en una nube de humo que lo acompañaba a todas partes como el espíritu de Dios al pueblo de Israel; Manolo, el que vivía justo en la habitación vecina, separado de Abusaid y mi persona apenas por un tabique miserable, Manolo que todas las noches, puntualmente, fornicaba, ante un auditorio nostálgico, con una mujer que era, naturalmente, Ester. Ester que seguía hablando sobre el cielo y la tierra y vinculaba los platillos que estaban sobre la mesa con rostros y nacionalidades, amontonando viandas frente a su víctima al tiempo que relataba las peripecias de su llegada a Lawrence, qué desorientada estaba, decía, me entró la enfermedad del muermo, una gripe perniciosa, mocos y llanto, día y noche, hasta que zaz, me llegó el verdadero amor.
Aproveché la pausa dramática de Ester. Me puse en pie de forma algo estudiada, con lentitud e indiferencia, sin mirar hacia el vórtice de tus ojos. Caminé en torno a la mesa, levantando aquí y allá una lechuga o un rábano para darle verosimilitud a lo que cualquier despistado habría calificado de vil abordaje. Noté que Irgla dominaba la escena con naturalidad. Manejando los cubiertos elegantemente lograba suspender la atención de todos gracias a un cierto ritmo que imprimía a sus actos; ya fuera que detuviera el proceso de masticación para escuchar con mayor deleite las más atroces banalidades o que usara la punta de la servilleta para posarla en las diversas porciones de sus labios, diríase que estaba materializando en el aire una serie de cuadros memorables.
—Quédate quieta –le dije.
—¿Para qué? –preguntaste no sin cierta domesticada virulencia.
Había en tu voz una de esas leves tonadas que aparte del encanto natural poseen la particularidad de sugerir paisajes y cosas de esas a los de imaginación apresurada.
—Quiero estudiar lo que tienes adentro de los ojos –dije.
—No vas a ver lagos ni estanques –dijiste– solamente platos.
—¿Podrías ponerte en pie y caminar? –pedí.
—Soy paralítica –dijiste y con ello clausuraste el asunto.
La verdad es que estaba buscando el defecto. Aquella noche, para consolarme, inventé un lunar horrible sobre el párpado derecho. Traté entre sueños de discernir si era parte del maquillaje o un imperdonable error de quienes te fabricaron.
Por eso es que cuando concertamos la primera cita –y cómo llegué a ella es complejo de explicar; creo que Abusaid fue el pretexto, y la discusión de mi novela, la carnada– le pedí que asistiera desnuda, para considerar sin obstáculos todas sus partes.
La vi venir desde su edificio hacia el mío. Yo me había sentado en la atalaya del octavo piso de McCollum con los pies colgando sobre el abismo. Es perfecta, casi perfecta, me decía el Savonarola que llevo dentro, sabe vestirse, lo que puede ser un obstáculo, pues el más elemental tratado sobre el amor especifica que a mayor elaboración en el andamiaje mayor grado de dificultad en el proceso de seducción.
Cuando bajé estaba sentada en la sala de los televisores. En torno suyo y a distancias diversas se habían dispuesto media docena de observadores. El más osado estaba a punto de aventurar una pregunta. Parecía estar legítimamente absorta en la lectura de un libraco de lomo considerable. De vez en cuando levantaba los ojos, el resplandor de sus ojos, y sonreía a los asediantes. O es demasiado ingenua o confía en el poder de su personalidad, me dije, conociendo como conocía la calidad de las alimañas depredadoras que estaban en torno a ella.
Tras un prolongado estudio opté por acercarme. Me dejé caer pesadamente en el sillón frente a ella y le pedí que me dejara mirar de cerca su ojo derecho.
—Me niego –dijo–, no soy un caballo.
Pero ya me había percatado de que no tenía la mancha ominosa. Irgla, a su vez, se había fijado en mi aspecto. ¿Por qué no te cortas el pelo?, preguntó. ¿Para qué?, respondí. Para que no parezcas un hombre de las cavernas. Lo que pasa, expliqué, es que me gusta parecerme a Beethoven. Además, ¿cuándo has visto a un genio con corte militar?
También hablamos de otros temas, pero fueron intrascendentes. Creo. 

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