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sábado, 28 de mayo de 2011

EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS

 El corazón de las tinieblas[1]  de Joseph Conrad nos presenta una nueva forma de novelar en la que el narrador le cede la palabra a un personaje para que éste cuente la historia central. Este mismo procedimiento fue el que utilizó Sergio Pitol en  Domar  a la divina garza:  poner a hablar a un personaje y que éste cuente la historia principal de la novela. Marlowe, el protagonista de  El corazón de las tinieblas,  es un marinero, pero no un marinero típico, que carece de rumbo y que se embarca en cualquier barco, con tal de que le paguen; el rumbo de Marlowe no es sólo geográfico, sino moral: busca algo más allá de la paga física. Tal actitud fue también la de Conrad, a lo largo de su vida: emprendió viajes imprevisibles, con intenciones que rebasaban el deseo de aventuras y la ambición de dinero o poder. No dudo que Marlowe sea el antecedente más directo, el  pariente más cercano, del Maqroll  de Álvaro Mutis, cosa que ni el mismo Mutis, creo, niega; tampoco Pitol debe negar que el procedimiento que utilizó en  Domar a  la divina garza proviene directamente de  El corazón de las tinieblas. Mutis es demasiado antisolemne para querer apropiarse de glorias ajenas y Pitol nunca ha tenido pretensiones de originalidad.

El corazón de las tinieblas  no es solamente una novela de aventuras, sino de una  novela de búsqueda moral. De búsqueda de certezas. Un intento de comprender las fuerzas oscuras, primitivas, que yacen en el fondo de todos los seres humanos, incluso de los más civilizados. Conrad compartía, sin duda, la idea de Thomas Hardy, según la cual “la tarea del poeta y del novelista es enseñar la vileza que se encuentra debajo de las cosas más grandes y la grandeza que se encuentra en las cosas más viles”.

Repitamos una frase interesante de Pitol con respecto a Conrad: “Llegar a Conrad marca uno de los momentos decisivos que puede conocer un lector cultivado”. La cima de esos momentos, sería, a no dudar, la lectura y un cierto tipo de comprensión del  Ulises de Joyce,  que, como señalamos anteriormente consitituye el Everest de la novela. (Everest que tiene un más allá, en la novela Finnegans Wake, del mismo Joyce).

 El corazón de las tinieblas se abre con un barco anclado en la inmovil oscuridad de la desembocadura del Támesis. En la cubierta de ese barco los marineros escuchan la historia que cuenta Marlowe sobre su aventura en el Congo en busca de Kurtz, un agente comercial de la misma compañía, que se encuentra enfermo en el corazón de la selva

 El procedimiento que usan Conrad, Mutis y Pitol no es nuevo, es más bien bastante viejo: el contar una historia dentro de otra historia; lo usó la Scherezada de Las mil y una noches y fue usado en los Cuentos de Canterbury y en El Decamerón. La novedad se halla en que Conrad se salta olímpicamente la verosimilitud temporal y se permite contar de un tirón historias que en la vida real llevarían varias horas. Es pues un procedimiento artificioso, pero que en el arte de la novela, se disuelve.  La narración de Marlowe es tensa y angusiosa y sus escuchas (y sus lectores) se ven atrapados en ella. El relato se inicia con la descripción de una navegación por un territorio lleno de amenazas, de hombres cercanos a la bestialidad, de ritos inconcebibles. En su nivel más aparente la novela es una una denuncia mordaz de los abusos de la civilizacion sobre las tierras y habitantes africanos, una denuncia amarga, llevada al extremo. Marlowe  ve aquella tierra sombría y diferente con ojos inquisitivos, además con una especie de intención trascendental: pretende explorar más allá de la convención occidental, que ha convertido a Africa en tierra de salvajes y fuente de riquezas. Marlowe descubre que Kurtz, ese agente comercial al que busca y pretende rescatar, se ha convertido en una especie de semidiós para los nativos. Y aquí es donde comienza el misterio: en el hecho de que el agente, Kurtz, no es un occidental convencional, sino una persona de gran poder, que de una forma inexplicable ha entrado en la médula de aquella tierra aparentemente opaca a la comprensión de los ojos extranjeros. Marlowe conserva su honradez hasta el final, su odio a la mentira y termina por admirar en Kurtz su despiadada ambición de riqueza y su atrevimiento para invlucrarse en el misterio de un mundo secreto, aparentemente incognoscible.

Algo diferencia claramente el estilo de Conrad del estilo de un libro de aventuras: la capacidad de reflexionar sin hacer concesiones: “No, no me gusta el trabajo. Prefiero holgazanear mientras pienso en todas las cosas buenas que podrían hacerse. No me gusta el trabajo, a nadie le gusta—, pero me gusta lo que hay en el trabajo; la oportunidad de encontrarse uno mismo”. Es Marlowe, quien habla, pero tras él está Conrad más Conrad que nunca: en esta novela el autor recrea, revive la aventura que él mismo vivó en el Congo Belga. En este viaje en vapor remontando el río —como los remota el Macqroll de Mutis— hay un aire de alucinación: la naturaleza es de tal manera abrumadora, que el hombre no puede sino sentirse pequeño, víctima indefensa en manos de un destino monstruoso.Así describe un tramo de río en el que la extrañeza está más presente que de costumbre: “El tramo era angosto, recto, con altos árboles, como terraplenes de ferrocarril. El crepúsculo fue deslizándose sobre él antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente fluía mansa y rápidamente, pero una muda inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles  vivientes, aprisionados por las enredaderas y por cada uno de los arbustos vivientes de la maleza, podrían haber sido convertidos en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más liviana. No era un sueño; aquello parecía innatutral, como un estado de trance. No podía oírse ninguna clase de ruido, ni aún el más débil. Uno miraba pasmado y empezaba a sospechar si no estaría sordo. En esto se hizo la noche, repentinamente, y nos dejó también ciegos”.

El barco avanza río arriba  en busca de la estación donde está Kurtz, el agente comercial que envía marfil, grandes cantidades, desde el fondo de la selva, hacia Europa. Pero el viaje en el vapor es azaroso. Varios de los marineros son caníbales. En la espesura se adivinan grandes peligros, se escuchan gritos desgarradores.

Marlowe encuentra a Kurtz muy cerca de la muerte, recoge todo el marfil restante, lo sube en el barco. Y aquí es cuando se destaca la personalidad de Kurtz un hombre que ha sido seducido por la selva, a la que considera suya, que está consubstanciado con ella, con su arcano. “Todo le pertenecía, pero eso era una insignificancia. La cuestión era saber a qué pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas le reclamaban como suyo”. Algo ominoso se cierne sobre el lector, el narrador no puede o no quiere precisarlo y es este núcleo de misterio el que mantiene tensa la narración.  El corazón de las tinieblas  es el tipo de novela que no cede sus secretos y en este ocultamiento casi vergonzoso o púdico se cifra su encanto renovado. El descubrimiento de que Kurtz, en su inmensa soledad,  no sólo había escrito una especie de tratado  para la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes, sino que había entrado en relación con esas costumbres y además, “cuando sus nervios le fallaron”  comenzó a “presidir ciertas danzas nocturnas que terminaron en indescriptibles ritos que se ofrecían a él” —todo ello hace que la narración se torne más tensa, más opresiva. El protagonista no entiende qué es lo que yace en el corazón de las tinieblas, pero lo siente, lo sufre, y de la misma manera lo padecen sus lectores. La narración asume caractéteres menos incidentales, más esenciales, cuando intuimos que Conrad no alude a los salvajes sino a todos los seres humanos, que ocultan en su corazón lo innombrable, lo indecible.  Pitol, en el prólogo, aventura que estos ritos se incluyen orgías de orden sexual, pero en la novela en ninguna circunstancia se menciona tal cosa, sólo se repiten adjetivos ominosos: innombrable, espantoso, pavoroso. Tal vez en la traducción, en las traducciones, se perdió algo de esa verdad oculta. Poco a poco Marlowe va descubriendo el imperio de violencia de Kurtz, que ha subyugado a las tribus y ha saqueado todos los alrededores, mediante la violencia. Y sin embargo, tiene el poder de encantar a quienes lo conocen. He aquí la paradoja. Es como si Kurtz estuviera atrapado en el fondo de la selva y el marfil fuera el pretexto para seguir allá. Es como si hubiera algo más, algo aterrador y subyugador, que Marlowe (y Conrad) sugiere pero no revela, quizás porque no alcanza a comprenderlo. Se intuye que Marlowe termina por admirar el imperio de Kurtz sobre los indígenas, sin importar los medios mediante los cuales haya logrado su dominio.

Tratar de encuadrar la novela de Conrad en un tipo sería evidentemente empobrecedor: alguien diría naturalista, otro, de misterio, el de más allá, psicológica, o quizás de aventuras escuetamente, o de aventuras metafísicas, autobiográfica en cierto sentido, pero también de crítica social, de denuncia, demoníaca, en fin, básicamente compleja, y, como los sueños, con un ombligo que la ligará siempre con lo desconocido. Si trato de relacionar esta novela con otras lecturas, buscaría El Túnel de Sábato, Muerte en Venecia,   Las flores del mal.



[1]  Utilizo la versión de Araceli García, publicada por Alianza Editorial, 1976;  en algunos casos la confronto con la de Sergio Pitol, publicada en la Universidad Veracruzana, 1966.

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