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jueves, 8 de agosto de 2013

La Sebastiana, famoso travesti nica, heroe de la revoluciòn

Una noticia que hallé en internet fue el disparador de mi memoria. Recordé las historias que me contaron en Nicaragua sobre un heroe travesti, la Sebastiana. La historia pasó intacta a mi novela El amor y la muerte (Alfaguara, 2001)

CAPÌTULO 31.
EL COMANDO ROSA
Dedicado a Guillermo Goussen Padilla

Dos días después de mi llegada ya me he apropiado de Managua. Viajo al centro colgado del estribo de una camioneta que transporta a cincuenta personas unas sobre otras, en una promiscuidad que sería divertida si la temperatura no fuera de 38 centígrados a la sombra. Conozco a La Sebastiana, el cochón —el travesti— más famoso del país. Es tan buen actor y maneja tan maravillosamente el maquillaje, que tras la muerte del dictador a él se le llamó para que hiciera el papel de Dinorah Simpson, la amante de Somoza. Eso fue en la feria de Matagalpa. La Sebastiana sale por las noches a recorrer las calles del barrio Las Américas en bikini. Su casa, aunque es de madera y decrépita como las demás, en el interior se asemeja al palacio del Aga Kahn. No hay un centímetro de pisos o paredes que no estén cubiertos por alfombras y tapices persas, afganos, hindúes. Todo el techo está cubierto de espejos. En las algunas paredes hay cuadros que las vecinas mojigatas califican de puercos. ¿De dónde sacaste todo esto?, le pregunta doña Edith, que me ha llevado a visitar a su amigo y lo exhibe casi con orgullo —si algo determinó la vida de doña Edith fue el carácter eminentemente heterodoxo de sus amistades: los maricas más refinados, alcohólicos que no han conocido el baño en meses, ancianas de pasado glorioso, locos de atar, criminales irredentos, suicidas, criaturas iluminadas.
—¿De dónde lo iba a sacar, miamor? —dice La Sebastiana lanzando pinceladas de estilo y efluvios variopintos en el aire estancado de su reino de pacotilla—. Del saqueo, mijita; mientras las demás sacaban comida, yo expropié alfombras, espejos, lámparas venecianas. Hice mi brigada de cochones, llené una carreta con lo mejor del mundo, y aquí me tienes. ¿Crees que Liz Taylor vive mejor que yo? Allí íbamos por esa ciudad en llamas —dice aleteando con los brazos— yo y mis diez cochonitos, muy de tacón alto, con los culitos parados, empujando el carretón. Cuando el mundo se derrumbaba yo seguía pensando en el arte, en el espíritu, dice La Sebastiana, encantada de contar sus hazañas.
Doña Edith disfruta escuchando a su amigo.
—Algo tienen estos seres diferentes a los demás —diría luego mi madre, que conserva los aires de consultora sentimental, psicóloga y pedagoga de los tiempos en que encarnó a La Voz del Sinaí— que los hace particularmente vulnerables. Son como artistas de la vida. Gente que vive su existencia como en la cuerda floja.
Sebastiana —dice dirigiéndose a su amigo—, cuéntale a mi hijo cómo te convertiste en héroa de guerra.
—Ay corazoncito lindo, qué indiscreta —vacila un instante como para encajar bien papel. Aparta con el dorso de sus manos una larga cabellera mil veces teñida y dice:
—Nunca hubo mejor comando que yo. Mi nombre de guerra fue El Comando Rosa. Una vez los vecinos de este barrio pusieron dinamita en el puente que nos comunica con el resto de la ciudad. Queríamos cortarle el acceso a los tanques somocistas. Pero la dinamita no estalló. Seguro se había apagado la mecha. Y nadie quería salir a prenderla de nuevo. Hasta que yo me decidí. Antes de salir les dije a mis vecinos: Si muero nada más quiero una crucecita en el centro del mercado, con mi foto encarnando a la Simpson, y que siempre haya rosas frescas y un ramito de nardo. Pues me maquillé, me puse mi peluca, mis tacones de Gucci, mi mejor vestido y salí moviendo mi culito. Ahí iba a media noche como toda una dama de la high society en Greenwich Village.
—Cuando la volvieron a ver —tercia doña Edith con gesto conmovedor— Sebastiana venía corriendo, se arrancó la peluca, se recogió las faldas con las manos, tiró los zapatos y desesperada gritaba: ¡Ah hijueputa, vienen los tanques! Y cuando terminó de decir vienen los tanques, estalló la dinamita y volaron por los aires las mejores máquinas de guerra de Somoza.
La Sebastiana cierra los ojos y aprieta las palmas de las manos una con otra, se muerde los labios.
—Caminé hasta el puente moviendo mi culito mientras veía acercarse los tanques, saqué un cigarrillo, hice ademán de prenderlo justo donde estaba la dinamita, fingí que se me caía el cerillo, y al agacharme a levantarlo, prendí la mecha. Del malparido susto que me llevé fue que pude escapar, porque me llovió metralla para acabar a un batallón.
Súbitamente comienza a llorar.
—Y vas a creer, mamacita preciosa, Edicita linda, que después de ser una héroa de guerra, hoy vino un tal comandante Jimeno a decomisarme el aire acondicionado.
—Lo bueno —dice sonriendo— es que lo vecinos se amotinaron y lograron que los malos sandinistas respetaran las conquistas de la compañera Sebastiana.
—¡Compañera Sebastiana! —exclama mi madre marcialmente.
—¡Presente! —grita jubilosa la héroa de guerra, El Comando Rosa.



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