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sábado, 23 de febrero de 2013

Violación literaria

Unas páginas de La insaciabilidad, novela en proceso

—Cuéntame tus fantasías.
Lo que fue una apertura digna del momento. (Cuando una mu­jer ya lo sabe todo y nada espera, lo mejor que se le puede pedir es que hable. Si dejas a una mujer hablar --escribiría Ventura, quien es­taba empeñado en convertirse en teórico del amor— ya tienes más de la mitad del camino recorrido).
—Imagino que un bruto peludo e indecente abusa de mí, mientras yo por mi parte le hago ding-ding a la Princesita Clítoris —Bárbara miraba directamente a los ojos, como calibrando hasta dónde había entendido, no sólo lo que quería decir, sino lo que esperaba—. Pienso que ésta es una fantasía normal en muchas mujeres, ¿tú qué opinas?
Lo correcto era, sin duda, asumir con naturalidad el papel de cauto estudioso del asunto, no frotarse las manos ni lanzarse al abor­daje:
—Opino que ése es el capricho típico de la mujer que durante to­da su vida ha tenido que ser propiciadora de las situaciones —eso dijo, y luego pensó que si Bárbara le entraba a la sutileza, iba a pensar que le estaba atribuyendo la profesión que añoraba.
El siguiente escalón no podía ser otro que el rodillazo a la altura de la carnosidad o la estocada a fondo:
—¿Qué te parece si jugamos a que realizas mi fantasía?
Ventura no tuvo otra alternativa que estar de acuerdo. Ella gritó como si tuviera a una yegua encabritada dentro del cuerpo. El amoro­so, en una pausa de desmayo de la dichosa sufriente, corrió a poner la Séptima de Beethoven a todo volumen.
A los dos les gustó lo suficiente como para rememorarlo y pro­meterse una segunda  dosis. Los dientes de Bárbara se habían aferrado soezmente al hombro derecho del sensitivo lujuriante. Las uñas de Ventura quedaron marcadas como zarpazos en unos omóplatos tan castos como la cima del Pico de Orizaba y tan conmovedores como un rebaño de ovejas en el inabarcable campo feliz de Perote  (escribiría).
Hubo tal realismo en la escena que Ventura le desgarró la blusa, estuvo a punto de dislocarle un brazo y fue indispensable tranquilizar a los vecinos.
--Voy a bajarle el volumen –gritó--: es que llegó un pri­mo sordo del rancho y le gustan las películas puercas,.
 Auxilio, so­corro, me matan, me atraviesan, me acaban, gritaba, lloraba, de pla­cer, de dolor, de emoción, de susto,  en la montaña rusa de su exaltación, Bárbara, que ya no sabía reconocer límites ni quería tener no­ciones de ellos. Además era buena actriz. Ni dudarlo.
Llegó el un instante en que Ventura se detuvo a preguntarle si no estaban llevando las cosas demasiado lejos. Bárbara le contestó con un tortazo que le astilló al agresor un diente y le reventó el labio.
Si a eso vamos, se dijo asumiendo la personalidad que suponía correcta, y le lanzó un jab al hígado. Bárbara se dobló. Sin  embargo, desde abajo, siguió mirando con cariño y agradecimiento.
—Pues claro, me estás lastimando, schwein, de eso se trata.
Al otro lado de la pared la poeta vecina, Estrella de los Campos debía estar ra­biando de gozo, y buscaba, sin duda, la forma de enterarse con más detalle y realismo del asunto, querría taladrar la pared con un cincel, con un clavo, con una bomba atómica.

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