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lunes, 13 de agosto de 2012

MADRE E HIJA CON LA MISMA COBIJA (DE MÁSCARA FRENTE AL ESPEJO)

De la libreta del 82. Me encontré con Bárbara. Es una de esas mujeres que viven preocupadas por gustar. Una mujer profesional. Yo iba conduciendo frente a La Parroquia. No te detengas, me dijo, no quiero causar problemas de tránsito. Eso ya es demasiado. Medio paranoide. Recordé que su hija me había dicho: Mi madre es medio loquilla. Antes de despedirse me dijo: Ahora tengo cinco galanes. ¡Dios!, pensé, ésta va a causar una masacre peor que la masacre de Texas o las tragedias de Shakespeare. 25 de noviembre.  Este era un hombre que, desilusionado por las mujeres de la vida real, comenzó a amar las planas imágenes de las pantallas. Las amó de todas las formas posibles, romáticamente, con celos y ternura, eróticamente o en el fondo de los espejos. Halló que ellas eran  generalmente más hermosas y menos complicadas, fáciles para ir a la cama y complacientes, carentes de juicios morales, imaginativas, adictas a los rituales simples y directos del amor sin amor. Todos los fines de semana, sistemáticamente, los sábados por la noche, a las 8:30, buscaba a una mujer real, y al no hallarla, la perseguía en los anuncios de los cines. Una vez escogida la película –-a su disposición tenía brasileñas de tembrorosos bronces, a rubias de brillos fugaces, a mujeres viles o etéreas, a negras golosas hechas una fronda, todas para él. Antes de salir de su casa se metía en el bolsillo un rollito de papel higiénico. Ya en el cine, formaba un pequeño pañal, un nido, para su pajarito, luego se sentaba en un sitio aislado y allí asistía al gozo de su cuerpo. Ya relajado, regresaba a casa. Durante el resto de la semana se entregaba feliz y vigoroso a su trabajo, sin humores acumulados, sin excesos, tranquilo. Suponía, eso sí, que tarde o temprano una mujer real sustituiría a todas sus amadas planas. Mientras tanto era o creía ser (¿hay alguna diferencia entre ser y creer ser?) serenamante feliz o por lo menos se sentía libre del demonio de la lujuria. El fin de Bárbara. No sé cómo diablos fue que terminé insaculandome con Calíope. De ella no me gustaba absolutamente nada. Además de tener una presunción de reina del Las Nieves y de emperadora del Planeta, poseía una nariz más espantosa que la de la polaca Shaka y unos pechos más que  privilegiados. El caso es que la invité a mi casa y tras un equívoco intercambio de palabras, terminé enredado entre sus piernas. Muchos años después escribí una novela en la que ella era hermosa, tocaba el violín y hablaba de Thomas Mann como si fuera su confesor. Bárbara se enteró del asunto el mismo momento en que la criatura salía de mi casa ya coronada. Según parece recibió casi simultáneamente cinco llamadas telefónicas. Y justo al día siguiente nos encontramos en La Parroquia. 29 de abril de 1984. Hoy fui a cine con Bárbara. La vi hermosa en su plenitud de 37 años, pero la hallé algo reblandecida, como una vikinga después de matar a 300 campeones, con la sangre escurriendo por sus codos, como una Cid Campeadora del amor. Sentí que su brazo rozaba el mío y hallé algo poético en el asunto (poético en comparación con nuestro primer encuentro un par de años antes: ella bocaarriba diciéndome tápame la boca, etc.) Vi a las dos hijas menores. Han crecido como retoños de guisantes. La segunda ya es una mujer, una mujercita algo pasada de kilos y tan fea como la mayor, Calíope. La menor conserva la ingenuidad infantil con la que se escenificó frente a mí en la sala de su casa para mostarse como una estrellita de Hollywood. Sin malicia, claro. Estaba actuando frente al nuevo galán de su madre.  Calíope evitó besarme. Mientras estuvimos juntos en La Parroquia y en el cine, Bárbara y yo evitamos hablar de la implicada. Antes de despedirnos dijo: ¿Por qué se te ocurrió meterte con Calí? Permanecí en silencio. Luego le dije: La verdad es que yo no me metí con ella, sino que sucedió algo. En ningún momento seguí a tu hija, en ningún momento intenté seducirla. Simplemente sucedió algo, es todo. Bárbara intentó explorar hasta dónde había llegado el asunto. Esquivé el tema. Le dejé hablar. El problema con Calípe es que todo el mundo, sus profesores, sus amigos, le hablan maravillas de mí. El colmo: su anterior novio, el gringo, le dijo a  que había tenido un sueño erótico conmigo. Ahora resulta que tanta propaganda le estimula la competitividad. Ella quiere afirmarse sobre mí como mujer, como hembra (pero cómo va a lograrlo, me pregunté, si Bárbara es una yegua pura sangre que respira fuego y traspira sexo, mientras que Calíope es una niña fea, desgarbada e insufrible, pensé).  Bárbara iba en el auto, fumando apasionadamente, a fondo: Para qué competir, dijo, si todos somos únicos, cada uno de nosotros es un universo. Yo sé que Calí es  muy bella, muy sensual (¡falso!), muy inteligente, pero no tiene por qué competir conmigo.
No le dije, pero pensé: comparar a la madre con su hija es como comparar a la modelo de la Venus de Milo con un infusorio.
--La verdad es que si de virtudes femeninas se trata, no hay comparación. Tú eres una Friné, una Salomé, una…--aquí me cortó sabiendo, pero simulando no saberlo, que me estaba burlando.
--De la que estamos hablando es de Calíope …
En esos momentos pensé en los labios de Bárbara, un ejército capaz de derrotar a cualquier hombre, y se me paró el pito. Pensé: ojalá se dé cuenta y le entre el furor y me diga clavando sus ojos en mi entrepierna: dejémonos de retóricas, estaciónate en lo oscurito que tengo que hablar asuntos muy serios con un amigo mío al que veo inquieto. Pero, ay, el asunto era demasiado grave: su hija. Le di un beso intenso en la mejilla a la altura de Xalapaños Ilustres mientras seguía conduciendo mi Alimaña. Calíope quisiera afirmarse pisando mi sombra, dijo Bárbara. Primero fue con X, luego con Y, luego con Z y ahora contigo. Durante la película, en la que un  poeta viejo y dipsómano (Michael Caine) trata de enseñar cultura a una irlandesa vulgar, Bárbara estuvo masticando palomitas de maíz con entusiasmo adolescente y tomando Coca Cola, totalmente absorta.
 --Yo necesito un maestro así.
--¿Para que te enseñe qué?
--No sé.
--Lo que quieres es enamorarte. Siempre quieres enamorarte.
Y sin  transición…
--¿Por qué terminaste con el licenciado bigotón?
--Demasiado posesivo, quería seguirme a todas partes.
--Para un individuo como ése, eres el peor tipo de mujer. Quieres a muchas personas y muchas personas te quieren.
Vestía de blanco. Falda blanca, sadalias. Blusa inconsútil (tenue, digamos, o cómplice) con tirantes que descubría su espalda e insinuaba sus bellos senos (ay, tan distantes, tan distinos a los de su hija: dos melones, dos calabazas  de exposición de Halloween). Bárbara Bláskowitz: su estatura, un metro 75 sin zapatos, su belleza, su cabellera flamígera, lustrosa, la convertía en el centro de atención de la sala de cine, que parecía alumbrada por una fogata. En la sala de cine y en cualquier otra parte, ¡Bárbara!, a donde quiera que vaya encontrará un enjambre de moscardones rondando sus mieles.
--Ya he terminado con las actividades básicas, dijo, y las enumeró: 1., reuniones de  desarrollo humano, 2, cuadros astrológicos a domicilio, 3, psicoanálisis lacaniano, 4, exploración de mis vidas pasadas, 5, indagación en mi árbol genealógico… ahora lo que quiero es vivir.
Al final de la película, cuando el maestro Caine y la alumna irlandesa se despiden con un abrazo en el aeropuetrto, ya se habían terminado las palomitas, Bárbara estaba llorando y decía con apasionamiento: ¡Dile que la amas, dile!
La conclusión a la que llegamos fue que mejor cortara mis relaciones con las dos: madre e hija.
--Ya no podré volver a tu casa con tranquilidad.
--Quizás dentro de un  tiempo …
--Unos cinco años.
--¿Estuviste enamorado de mí? –-preguntó.
--Un poquito.
No le dije que en realidad estaba enamorado de la facilidad, de la perspectiva de una vida de infinitas felaciones,  de las hazañas de su boca de fresas y de sus trémulos labios.
--No sé cómo lo haces: te enamoras a cada rato.
--Es tan bonito enamorarse. No se cansa uno de adorar al amado. Todo lo hace uno mejor, con más alegría.
Y fin. Sobre Bárbara y su hija versan mis novelas Las noches de Ventura, La pequeña maestra de violín y La hermosa vida. No hace mucho me encontré con Calíope en la piscina. Me miró de reojo y con rencor. Ya debe tener casi 40 años y su fealdad se ha reconcentrado. Las pocas veces que me he encontrado con Bárbara ha sido cariñosa: hablamos poco, nos sonreímos, nos damos un beso de hermanos, y adiós. Nunca me ha reprochado que haya escrito sobre ella. Supongo que guarda mis novelas bajo la almohada y revive entre almohadas compinches sus mejores escenas en sus soledades de 66 años de edad. Me entero por las redes sociales que sigue abanderando causas ecológicas, defensorías de canes perdidos, campañas contra los baches, la basura acumulada y asiste a todas las sesiones de meditación trascendental. Alma grande.

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