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domingo, 19 de agosto de 2012

EL JUEGO ERÓTICO SIN MÁSCARA

El juego erótico es una actividad en la que se busca en primera instancia el placer, en segunda el deber y en tercera el descanso del exceso de energía que impide dormir (aunque el orden no sea siempre el mismo). El juego erótico es el modelo mismo de la poesía, en la que por medio de la belleza se busca una significación trascendente. En la mujer hay un mayor compromiso, un intento más serio, de buscarle sentido y valor al acto erótico, mientras que el hombre tiende a ser frugal en el amor, pues siempre parece tener la cabeza en otra parte. Desde mis primeros recuerdos como escritor el erotismo estuvo ligado a lo que he escrito. La misma actividad de la escritura fue siempre para mí un asedio erótico, es decir, el resultado de una curiosidad, de un amor, de una pulsión hacia un tema (y mis temas en muchas oportunidades no han sido más que mujeres). Uno de mis primeros cuentos fue un texto truculento en el que un niño visitaba a su hermana prostituta para decirle que su madre estaba en el lecho de muerte. Recuerdo que en ese entonces mi madre me preguntó que por qué no escribía sobre las glorias del mundo y no sobre sus miserias. Luego escribí un cuento que llamé "Clemencia ojos de cierva" en el que narraba el acoso de toda una familia en torno a una sirvienta hermosa e inocente, que terminaba sucumbiendo ante el embate de los jóvenes machos de la familia. El erotismo de ese cuento podría clasificarse en dos tipos, netamente diferenciados: el erotismo morboso de los hermanos, y los juegos, casi infantiles y seudoeróticos, del narrador del cuento. No es un secreto digno de ocultarse que este relato y otros surgieron casi en bruto de la materia prima de mi vida. El papel represor de la religión cristiana, que dominó laxamente mis primeros años, contribuyó a crear un misterio en torno al acto erótico, basado en la prohibición; y el papel propulsor fue proporcionado por la presión social de los compañeros de edad, para quienes no era macho quien no estuviera iniciado en los deleites del amor del cuerpo. Casi siempre estuvo separado el concepto de amor de la práctica del erotismo. Los juegos con las novias nunca incluían trasgresiones que involucraran el sexo. Toda sexualidad estaba ligada, ya sea a las prostitutas o a las sirvientas, que fueron las maestras del amor o las víctimas de mi generación. Mis primeros acercamientos al erotismo fueron favorecidos por la abundancia de prostitutas en un pequeño pueblo de Costa Rica llamado San Isidro del General, donde pasé mi adolescencia. Mi cuerpo manifestó sus urgencias gracias a la contemplación de una joven sirvienta, que luego serviría de modelo para Clemencia. Sólo contemplación me fue dada con Clemencia, pues muy adelante en la carrera del erotismo se hallaba mi hermano mayor, que se llevaba la primicia de casi todas las mujeres, jóvenes o viejas, que llegaran a una casa donde no había amo, sino una madre que siempre estaba ausente, en busca del sustento para la familia. Mi iniciación en el contacto real con las mujeres se llevó a cabo en El Barco del Amor, un prostíbulo no muy elegante, en el que una prostituta joven, vestida de mexicana, se tendió en un rústico lecho de tablas, levantó las enaguas, se despojó del calzón y dijo Vénganos en tu Reino. Con más susto que placer terminé mi flujo y tras el acto salí lleno de confusión, preguntándome si aquello era todo, si ese vértigo sin límites precisos era el paraíso que tantos amigos y tantas lecturas me habían prometido. Ya por entonces había leído la versión no expurgada de Las Mil y una Noches, con su erotismo juguetón, y los trópicos de Miller, con esa versión destructiva y machista del sexo. Vale la pena aquí citar un párrafo del libro El amor y Occidente, en el que hallo una caracterización algo rústica del concepto de la mujer que manejaba Miller y que según el francés, coincidía con los conceptos de Lawrence y Caldwell:  Ya estamos hartos de sufrir por ideas, ideales, pequeñas hipocresías idealizadas y perversas en las que ya nadie cree. Habéis hecho de la mujer una especie de divinidad coqueta, cruel y vampiresca. Vuestras mujeres fatales, vuestras mujeres adúlteras, vuestras mujeres resecas de virtud nos han quitado la alegría de vivir. Nos vengaremos de vuestras "divinas". La mujer es antes que nada una hembra. La haremos arrastrarse sobre el vientre hacia el macho dominador. En vez de cantar la cortesía, cantaremos las astucias del deseo animal, el imperio total del sexo sobre el espíritu. Y la gran inocencia bestial nos curará de vuestro gusto por el pecado, esa enfermedad del instinto genésico. Lo que llamáis moral es lo que nos hace volvernos malos, tristes y vergonzosos... El párrafo no da cuenta cabal de la concepción del amor y del sexo de Miller, pero sirve a grandes rasgos para caracterizar una actitud frente a las mujeres, que coincide en mucho con el machismo tan dominante en los tiempos de mi pubertad y adolescencia. A los catorce o quince años de edad yo tenía una olla de grillos en la cabeza, en la que amor, sexo, erotismo, hombría, no eran más que palabras que ocultaban la efervescencia de mi cuerpo y, lo más terrible, de mi imaginación. Ni siquiera el paso de los años ha logrado acallar este escándalo interior, y lo más reciente de mi larga investigación me ha llevado a querer escribir con narradores femeninos. Muchísimos años me llevó ligar el amor y el sexo, muchas mujeres, lecturas y equivocaciones. La experiencia de vivir en San Isidro del General no me marcó de la manera sórdida en que haría suponer el primer cuento de la prostituta y la madre muerta, sino que dejó en mí secuelas jocosas. Gracias al hecho de vivir en aquel pueblo, en el que convivir con las prostitutas era asunto de todos los días, fue que pude escribir una novela como Breve historia de todas las cosas en la que hay un mundo de alguna manera doméstico, donde el sexo y el erotismo eran el pan de cada día y cada uno de los personajes lo consigue de la mejor forma posible.

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