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domingo, 29 de julio de 2012

EL DÍA QUE PERDÍ MI VIRGINIDAD (DE SIN MÁSCARA)


No lo niego: en mi vida hay tres o cuatro escenas (unas completamente reales, otras imaginadas tal vez y otras que conozco porque me las han contado) que regresan a mí de manera recurrente, como olas de brea que oscurecen esta deportiva, irresponsable forma de vida que llevo (según mi mujer). El recuerdo de mi iniciación en la vida sexual no es algo que me moleste. Fue desagradable o más bien patética o grotesca. La conté en una de mis novelas (se la atribuí al sargento Robustiano, personaje secundario de Breve historia de todas las cosas). Si yo lograra investigar con precisión la fecha, podría eliminar la posibilidad de que X sea en efecto hijo mío. Explorar en Lacan: la estimulación del lado psicótico o suicida y el papel de los cortes como formas de entrar en el problema. Vivir trágicamente. No puedo precisar si fue antes de mi viaje a la locura (Pueblo Nuevo, Efraín persiguiéndome con sus epístolas homosexuales, MT cantando con mis niños sobre el lomo de la cordillera, la niña indígena –en El juego de las seducciones la llamé Itzel, creo--, acercamiento, beber hasta perder el sentido, laguna mental, regreso a casa, año de visiones—o después. Creo firmemente que yo fui virgen durante mi etapa como maestro rural (me era insoportable el peso del misterio de la carne), sé que sufrí por ello y que esa sobrecarga de poder genésico motivó que yo me atreviera a tender la mano hacia la niña indígena Itzel. Porque eso fue lo que hice: tender la mano,  nada más, como esa mano que tiende a Dios Adán en la Capilla Sixtina: Dios no toca al hombre. Así yo no toqué a Itzel y sin embargo sufrí las consecuencias. El lugar sí lo tengo claro: El Bar Tico(sólo había un prostíbulo más infame en San Isidro: El Bar Rojo). Los dos estaban en plena Calle del Comercio, a dos cuadras de la catedral. ¿Quién? Una putica muy joven. No recuerdo su rostro ni su cuerpo. Sí su falda: una falda amplia con chaquiras que tenían motivos mexicanos. De verdad-verdad no puedo decir cómo fue: tengo que recurrir a Breve historia de todas las cosas,  obra que guarda más verdades de las que creo: lo que suponía inventado resultó ser histórico y de eso me enteré en el viaje a San Isidro hace un par de años. Dije que el negro Vladimiro, uno de los personajes fundamentales, era invención mía. Y no, el negro existió. Ella se tendió en la cama después de sacudir las sábanas y espantar las pulgas. Con un movimiento brusco de las piernas y los músculos del atlético y sano vientre hizo que la falda de abundantes pliegues de percalina se le viniera a la cara descubriendo su secreto muchiqui, veterano de tantas batallas. “La muy expedita”, comentaría el sargento, “ni siquiera tuvo la decencia de utilizar sus calzones color orinado. La vil se vino a pelo para facilitar el ajetreo”. Esta escena, en el tono burlesco constante y despiadado de esa primera novela mía, de alguna forma conserva el sedimento de lo que me sucedió con la putica. Fue un acto triste, yo estaba asustado, ella me estaba urgiendo, el cuarto era como una vitrina hecha de tablas, llena de grietas y orificios, donde se fornicaba casi públicamente y a destajo y se escuchaban los gemidos, interjecciones y vulgaridades de los vecinos formicantes. Imaginarlo: yo, 17 años, tembeleque, fingiendo hombría, fui prácticamente forzado por aquella hembra que me succionó con su bajo vientre y del puro terror no experimenté placer alguno. Hablando de este tema con LL ella sugirió: Tal vez esa prosti sea la madre de tu hijo perdido. ¿Cuándo fue? Durante los ocho meses como maestro no pudo ser: yo estaba lejos. Antes, quizás, pero lo dudo: yo estaba bajo el imperio de mi madre y jamás habría osado entrar al Bar Tico (el sólo entrar era una hazaña: era imposible que todo el pueblo no se enterara: en San Isidro todo se sabía… y todo se sabía al instante). Después de mi regreso de Pueblo Nuevo, después de mi año de reclusión, tal vez, tal vez. No lo he dicho: cuando logré escapar del mundo de las alucinaciones y los delirios de persecución, psiquiatras, drogas, comencé a desarrollar un extrañísimo deliro de don Juan. De alguna parte conseguí un sombrero texano y salía, ¡por fin salía!, solo a la calle, caminaba arriba y abajo bajo el sol imaginando que seducía a una y a otra, a todas las mujeres de San Isidro, y en un cuadernito apuntaba la lista completa de mis novias, que podían ser cincuenta o cien. Esa fue mi curación: de loco melancólico a loco eufórico, de minusválido mental a megalómano. A veces mi sufrida esposa ha llegado a verbalizar mi situación actual: Querido Garrik, la verdad es que nunca te curaste, sigues siendo el loco de antes, sólo que ahora has canalizado tus locuras hacia la literatura. ¡Corte! Una de las claves de las curaciones lacanianas es la utilización de cortes súbitos de los parlamentos: ellos permiten, según Jacques Lacan, entrar directamente en la interpretación de los casos.

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