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martes, 3 de abril de 2012

MURAKAMI ABSUELTO, SOBRE MI "LIBRO DE LA VIDA" (PÁGINAS DE SIN MÁSCARA FRENTE AL ESPEJO)

Que el mundo se esté acabando no quiere decir que uno deba echarse a morir... Acabemos por ahora con Murakami: mi veredicto es, después de muchas dudas y vacilaciones, ¡absuelto! Me terminó por agradar el relato a veces casi lamentoso de sus “fracasos” en las maratones de Boston, Nueva York y su pueblo natal, los sufrimientos por los que tenía que pasar para culminar los 42 kilómetros 250 metros, y tal vez simpaticé con Murakami porque me hizo recordar algunos momentos de mi experiencia como fondista: cuando corría cuesta arriba por la empinada calle de Miguel Alemán en Xalapa y súbitamente vi a un hombrecillo que mediría apenas un metro cincuenta y cinco, llevaba a sus espaldas una mochila y en sus pies no unos zapatos de carreras sino uno pobres y gastados zapatos de cuero, y ese hombrecito escuálido me rebasó a buen paso y me dejó atrás, a mí, al atlético Mistercolombias, cuando apenas rebasaba los 30 años, y pensar que había entrenado por varios meses al lado del famoso Otón, el mesero maratonista; o me recordó la ocasión en que, muy cerca de la meta, en el Estadio Xalapeño, vi que una mujer de unos 35 años, con evidente sobrepeso, me rebasaba limpiamente, cuando estábamos a 800 metros de la meta (hay que hacer una salvedad en el segundo caso: luego me enteraría que la mujer no había hecho el recorrido completo, sino que se había sumado a la carrera cuando faltaban mil metros). Terminé de leer  De que hablo cuando hablo de correr mientras crucificábamos la ciudad de lado a lado en medio de un calor de barco de vapor... Y al final me doy cuenta de por qué después de rezongar y gruñir contra Murakami he decidido revalorarlo: porque me sentí reflejado en estas líneas que yo firmaría si no las hubiera escrito él ante: Hasta ahora he vivido haciendo sencillamente lo que me gusta y como me gusta. Y nunca, aunque la gente me intentase refrenar o aunque recibiera críticas malintencionadas, nunca he variado mi forma de actuar. Si comparto fervientemente estas palabras, más aun las siguientes: Lo único que se ve allí es mi naturaleza  de siempre: individualista, testaruda, falta de compañerismo, a menudo egoísta, y aun así, poco segura de sí misma y que siempre intenta encontrarles gracia (o algo parecido) hasta a las situaciones más penosas. Pero volvamos atrás: a mi Libro de la vida.  En alguna parte lo llamé Currículum genital,  haciendo más que evidente que esa serie de novelas no era precisamente la saga de un escritor en busca de amor y conocimiento, persiguiendo el difícil arcano del violín y casi de perfil tratando de pergeñar por lo menos una obra literaria de valor: era (o parecía ser) simplemente el inventario de las mujeres que habían caído bajo el encanto de Ventura: en las primeras escenas Barbara Blaskowitz, mujer madura, descendiente de polacos, erudita y de voraz boca competía con Concha Chacón, descendiente casi pura de totonacas, estudiante de psicología, insufriblemente pedante, que cedía sus encantos con apreturas de virgen necia (luego para matizar una castísima Lili, vecina del depredador, que no entregaría su castidad al novelista sino a un cuarentón de  enorme coche, que no podía ocultar sus aires de diputado del PRI); luego aparecerían en escena Trilce, la hija de Bárbara, niña prodigio del violín, y Claris, la ex esposa de Ventura (y de pronto un salto: en  Mujeres amadas  el protagonista no se casa con Irgla, y en  Noches de Ventura se dice que nuestro novelista sufre de nostalgias por su ex esposa). Y dentro de la novela principal, para aliviar un poco la sobrecarga de mujeres y de actos eróticos a veces medio circenses, se me ocurrió intercalar capítulos de una novela francamente burlesca o sicalíptica, en la que Ventura se crea un alter ego, Eleuterio Moon, el Doctor Amóribus, que somete a sus tratamientos, siempre lúbricos a: Ranita, la hija de Fernanda, niña de catroce años; a Margarita Seca,  criatura dulce y despedazada por la existencia; a Cleopatra Martínez, insufrible y diminuta muñeca de porcelana con naricilla egipcia; a la Korolenko, fantática de Chopin, otra polaca de sofisticación inaguantable: a todas ellas las sometía mi Doctor Amóribus a tratamientos fisicopsíquicos de ersuasión que culminaban, en general en la cama y en el fracaso). Las dos líneas argumentales coincidían: los protagonistas, Ventura y Moon, resultaban inmersos en una desolación tremenda, que… sin embargo presagiaba mejores tiempos. Los de las novelas siguientes: La hermosa vida y  La pequeña maestra de violín.  En ellas Ventura seduce o es seducido por la hija de su amante titular (que aparece en tres novelas), Bárbara Bláskowitz: Trilce es un diablillo, una Lolita demasiado intelectual (lectora de Mann), una violinista prodigiosa, a la que persigue nuestro protagonista a lo largo de 400 páginas, para arrepentirse inmediatamente después del primer encuentro. Aquí y allá van apareciendo nuevas mujeres, entre ellas una auténtica demonia, que está a punto de dejar a nuestro Ventura en los puros huesos y en el hospital. Y entre tanto estropicio de sexo despiadado y fingimiento de amor van apareciendo como subtexto las novelas que va escribiendo nuestro Ventura, los intentos de dominar las posiciones más elevadas del violín y los asedios de la más esquiva de las hembras: la Fama.  Después de  El libro de la Vida, que consta hasta ahora con  cuatro libros publicados, debe venir (ya está escrito el libro terrible,  El sentido de la melancolía, la obra que nunca debí escribir porque nunca hubiera querido vivir lo que motivó su escritura, asuntro doloroso que me exige cambiar de dirección este barco, a la espera de vientos propicios y un  estado de ánimo menos grave).

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