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sábado, 24 de marzo de 2012

EL JOSÉ DONOSO SECRETO

MT y José Donoso. Foto tomada en ¿1981? en el Hotel Intercontinental de Cali
durante las delibraciones del Concurso de Novela Jorge Isaacs
Selecciones del Diario de MT
Terminé de leer todas las novelas del concurso Jorge Isaacs—la verdad es que a 75 de ellas sólo les leí un capítulo: sus autores tuvieron el talento suficiente para espantar al lector antes de la segunda página—y ya tengo la obra para el premio: Las puertas del infierno, obra que relata la historia de un alma gemela, un pecador irredimible, que quiere encontrar su salvación entre las piernas de una mujer y las líneas de una obra de arte que tiene en proceso. El narrador cuenta su vida con enorme candor y en ocasiones parece imbécil de marca. La gracia de la novela se encuentra en el hecho de que uno no sabe si el autor se está burlando de su personaje o contando una autobiografía descarnada y deplorable. El domingo viajaré a Colombia.
Ya en Cali. Hotel Intercontinental.  Servicio VIP, supongo que es necesario arrugar el ceño y mirar sin ver a nadie, yo que vivo en un cuchitril de miseria estoy fumando pipa inglesa con tabaco turco y mirando a esas criaturas divinas de bikini con estudiado desprecio, meto el dedo índice en mi copa de martini y me hurgo la nariz con el mismo dedo. Ni más faltaba, yo también puedo ser elegante a mi manera. Me reciben una canasta de frutas y tres ramos de flores en la habitación, tarjeta de bienvenida firmada por el gobernador, don guebernador y su digna ding-ding esposa. Visita a casa de los Arruabarrena. Joshuana, un hermoso culo, llena de esbeltez, elegancia y cultu­ra, como muchas multi­millona­rias caleñas que son esposas de los magnates, calma sus tedios dedicándose a la cultura y coqueteando con los artistas, que generalmente tienen más tiempo y más sustancia de vida para ellas que sus esposos.  Joshuana es la organizadora del Concurso de Novela Jorge Isaacs. Los dólares para el premiado y para los miembros de jurado —muchos, muchísimos dólares han salido de la Licorera del Valle para honrar la memoria del autor de  María y hacer feliz a uno solo de los pobres escritores latino­americanos que se gastaron la vida y sus últimos ahorros persi­guiendo la Gran Obra,  La Fama o un lugar limpio y bien iluminado en el territorio del Señor— los consiguió Joshua­na.
  Ella, José Donoso y yo recorremos la edificación, de estilo morisco, gigantesca, y vemos cuadros de grandes firmas en todas las estancias. Joshuana no es artificiosa. Trata por todos los medios de ser amable. Yo no soy precisamente un caballero de la corte del Rey Sol. No tengo ni la más puta idea para qué sirven tantos cubier­tos. Uso la marisquera como cenicero. Germán Vargas, padre espiritual de García Márquez, sonríe y me explica el uso de esas herramientas.
  —Eres un patán, Marco —dice Joshuana coqueteando—. Pero quisimos traerte desde los Méjicos porque sabemos que eres el último genio que ha dado esta patria después del Gabo, que ya se volvió inalcanzable.
  La experiencia del Concurso ha sido interesante. Una semana entera en el Intercontinental, deliberando entre eructos de langosta y vino francés. Descubrir que Donoso José y yo tenemos casi los mismos libros como finalis­tas. El gringo Tittler, erudito de la Universidad de Cornell, quedó totalmente sorprendido, avergonzado por su selección, pidió time, corrió a su habitación a releer los libros, permaneció 12 horas sin salir y cuando lo hizo, había llegado a un acuerdo con nosotros.
  Donoso, el viejo fauno, el sátiro Marsyas, un carcamal diverti­dísimo, no podía quedarse tranquilo. Quería salir a la noche caleña después de diez horas de viaje desde Santiago. Yo tenía la intención de hacerle una buena entrevista.
 —Ya habrá tiempo, muchacho —me dijo Pepe ("Llámame Pepe", pidió de entrada)—.  Habrá mucho tiempo. Vamos a permane­cer en este hotel viviendo como hijos de Tutankamen a costa de los borrachos de Colombia.
  La experiencia de las cámaras, de tener veinte micrófonos al frente y cincuenta periodistas alborotados brincando para llamar la atención, la sobrellevé, la disfruté, con tranquilidad. Me dieron tanta importancia como a Donoso, tal vez porque soy el único miembro colombiano del jurado.
              El forcejeo para otrorgar el premio no lo he contado. Donoso y yo pasamos horas discutiendo: cada uno trataba de imponer a su candidato. El suyo era un escritor chileno cuyo nombre no recuerdo. El mío era José Luis Díaz Granados. Tittler era el convidado de piedra. Gustavo Álvarez, que era el coordinador del concurso, dio una palmada en la mesa y dijo:
         --Ni uno ni otro. Pónganse de acuerdo en un tercero. Le dan el premio a ése y proponemos que se publiquen las otras novelas. Así se hizo: premiamos Adán Ceniza, la novela del poeta antioqueño Carlos Castro Saavedra --en la que se nota una influencia muy marcada del realismo mágico de García Márquez--, y propusimos que se publicaran La muerte de Alec, de Darío Jaramillo --quien andando el tiempo se convertiría en una especie de capo de la cultura colombiana--, y Las puertas del infierno, de José Luis Díaz Granados --un poeta que resultó, andando el tiempo, casi mi hermano del alma. Ya no me acuerdo qué pasó con la novela chilena que Donoso quería premiar. Creo que también fue publicada y muy pronto olvidada. De todas las novelas que destacamos en ese concurso sólo sigue viva, reeditándose una y otra vez, la de José Luis, obra que quise premiar y que no pude, por la obstinación de Donoso. "Es que yo quiero premiar la novela del chileno --dijo--. No sólo porque es buena, sino porque es importante de para Chile en estos tiempos de dictadura militar”.
     Entre  los ires y venires del día siguiente logré concertar la cita para la entrevista con José Donoso, una entrevista seria, a fondo. ¿En una de las salas del hotel?, pregunté. No, demasiado público, respondió. ¿En un privado del restau­rante? La mezcla de olores embota mi inge­nio. ¿En tu habitación? No, allí mi mujer se reirá de mis res­puestas y comenzará a responder por mí; ¿si te dijera que la mayor parte de las entrevistas que doy las responde ella, me cree­rías? Enton­ces... En tu habitación, Marco; hasta donde sé, eres solterito y aparte de alguna visita ocasional de damas de tu pasado, duermes solo. Eso dijo con ojos de Heliogábalo.
  Al entrar, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos y pedirme que marcara el número clave para que el teléfono quedara desconec­tado. ¿Qué? ¿No te has dado cuenta? Aquí todo es por computadora: marcas un número y aparece un negro abisinio con una doncella de  trece años más hermosa que la Beatrice del florenti­no en bandeja; marcas otro y aparece un galán de la Borgoña con una botella de champa­ña y una cesta de frutos árabes. Marcas un tercero y aparece un genio con turbante dispuesto a cumplir tus más arduos caprichos.
  No fingí asombrarme sino que me asombré. Era mi primer hotel de auténticas cinco estrellas. ¡Qué comparación con el Danky en el DF, donde en lugar de televisión, el inquilino tiene el deleite de contemplar las manchas de humedad en el techo o los lamparones de líquidos sicalípticos en la alfombra y hasta en las sábanas!
  Sin esperar a que lo invitara, Donoso se tendió en la cama, puso las manos con los dedos entrelazados acunando su nuca, hizo un nudo con sus tobillos, lanzó un suspiro y sonrió. Yo acerqué un sillón a los pies de la cama, tomé mi libretón de contabilidad y me dispuse a hacerle una entrevista seria y cabrona a mi segunda pieza del boom (aclaro: días antes había estado con García Márquez en el DF, quien al saber que yo iba a estar unos días con Donoso, me previno contra sus aires de príncipe ruso).
  —Pero, ¿por qué te sientas tan lejos? Ven acá —dijo Pepe palmeando la cama.
  No sin cierta reticencia me senté a su lado.
  —Te voy a contar algo que nadie sabe y que espero que no difundas. Mi romance con mi yegua en la inmensidad solitaria de Magallanes, cuando era pastor de ovejas.
  ¿Se burlaba? Quién iba a saberlo, especialmente con un novelista, particularmente con un sátiro Marsyas, cuya voz era cada vez más cálida. Donoso insistía en colocar sus manos sobre mis antebrazos, en acariciar mis piernas, aparentemente sin otra intención que mostrar amistad.
  —Mi yegua era en esas soledades el mejor sustituto de la mujer. Tierna, inmóvil, sus músculos se amoldaban a mí con felicidad, y ni ella ni yo teníamos remordimiento alguno—. Donoso se arrella­nó en la cama—.  Acérca­te más. No me digas que me tienes miedo. Mira, soy un viejo, un vejete enclenque y decrépito. ¿Qué puedo hacerle a un garañón de tu envergadura?
  Dejé que siguiera hablando, sin mostrar un rechazo tajante.
  —En Bogotá mis amigos me prepararon una fiesta de bienvenida. La idea era llevarme a un baño turco, de esos sórdidos y asquerosos en los que en cuanto se apaga la luz unos mancebos negros, musculosos y maleantes, se abalanzan unos sobre otros y cada cual hace lo que sea con el que está al alcance de la mano.
  La confesión (si es que era confesión aquélla, y no mera balandronada) era atrevida, sin duda, y había sido hecha con una intención clarísima. No calculaba Donoso —porque no había leído los libros que yo tenía escritos e inéditos, hundidos en el baúl de la nostalgia— que si él era un demonio viejo y curtido, yo también era un demonio nuevo, fuerte y de ninguna manera inge­nuo, como sostenía más de una de las mujeres que visitaban mi colchón y mi ánimo. La verdad es que las hembras podían hacer conmigo práctica­mente cualquier cosa, no los hom­bres, de quienes desconfiaba a muerte.
  El siguiente paso del sátiro Marsyas fue más agresivo y delicado: pidió un beso, solo un beso.
  —Me gustan los muchachos. ¿Qué culpa tengo yo? No hay nada tan hermoso como un muchacho. La ternura de los hombres es lo más bello de la tierra.
  ¿Se estaba burlando? Evidentemente no. Le di un beso en la frente.
  —Acuéstate conmigo, por favor, por favor.
  Era hora de quitarse la máscara. Definitivamente no, Donoso. Le ofrecí disculpas, nunca había podido superar mi debilidad por las mujeres, es un asco tener tantas limitaciones, pero así soy, un machito, tal vez con una pizca de homosexualidad no declarada.
  —La verdad es que desde que te vi comencé a tener sospe­chas — dijo en tono de cariñoso regaño—. Eres un coqueto. Miras a todas las criaturas como si quisieras comértelas. ¿No te has dado cuenta cómo tienes abochor­nadas a las señoras del concurso?
  No me había dado cuenta. La verdad es que todas ellas me parecían unas cascosflojos, unas hembras que pretendían ser fatales y que estaban esperando la oportunidad de arrinconar a este joven talento en un baño.
  —Increíble, increíble la capacidad que tienes, Marco, de proyectar tu perversidad hacia el mundo. Las señoras del concurso son unas damas dignas de todo respeto.
  —Eso depende del famoso cristal. Ante un José Donoso se deben portar como monjas carmelitas, pero ante un humilde Marco Tulio Aguilera, que no tiene ni un destartalado Volkswagen, ¿para qué van a apretarse el calzón? Además —me atreví a presumir, sólo para hacer fiestas a costa del sátiro Mars­yas, que había querido divertirse con mi cuerpo de maratonista algo magullado por el tiempo y los kilómetros de pavimento— me parece que yo tengo algo mejor que ofrecerles.
  —Sí, ya sé, ya sé. Después de los sesenta alcanzar el segundo enceste, es muy difícil, mientras que para un verraco como vos, debe ser asunto de veinte o treinta minutos.
  —Diez minutos contados.
  —Y tal vez llegues a tres o cuatro supernovas en una noche.
  —Mi marca es trece veces en 24 horas.
  —Te creo, te creo —dijo mansamente—. Tienes temple de novelista, pero no de mentiroso. No debes hacer ostentación de lo que te sobra porque pronto comenzará a faltarte.
  Ajá —pensé—, ahora utiliza el camino de la adulación. Sólo le falta decir que soy un genio literario y que va a reco­mendar mis obras completas a Seix Barral.
Pero me equivocaba. Donoso tenía por principio no mezclar la literatura con sus debilidades del cuerpo. Terqueó, eludiendo los caminos fáciles. Después de recurrir a la agresión, a la complici­dad de sensibili­dades, a la comunidad de las almas grandes, al expedien­te de la libertad moral que deben tener todos los espíritus superiores, a las historias escabrosas, me contó una versión rioplaten­se de Muerte en Venecia.
  —Mira, ¿qué puedes temer de un anciano como yo? Acúesta­te a mi lado, déjame tomar tu mano y cerremos los ojos.
  Como lo vi tan resignado al recular de su ilusión, acepté, pero en cuanto estuve tendido a su lado, su mano en mi mano, y sentí que comenzaba a acariciarme las rodillas, tomé su muñeca y la apreté con fuerza y así la tuve hasta que abandonó su empeño. Quince minutos más tarde su respira­ción acompasada me indicaba que se había dormido. Y con razón. Llevaba dos días y dos noches de actividades extraliterarias, mientras su mujer seguía semiadormila­da en su habitación, con dos o tres valiums entre pecho  y espalda, y cuando despertara se preguntaría por qué el aire de Cali le proporcionaba un sopor tan extraño.
  Aparté mi mano de la suya, me senté al frente, en el sillón que había colocado para la entrevista cabrona, y escribí en mi cuadernote de contabilidad.
  Cuando terminé sentí que tocaban a la puerta. Como en un relámpago supe quién era y adiviné la forma de salvar al sátiro Marsyas de la ignominia y el escándalo. Me asomé a la puerta en calzoncillo. La esposa de Donoso dijo un ay disculpa que sonó falsísi­mo, ¿no estás solo? Inició el movimiento de retirarse, una vez que, con solicitud tan artificiosa como la de ella, le comuniqué que estaba con mi antigua novia y que a la pobre le habían extirpado medio pulmón y un seno y que ahora la estaba consolando de los desas­tres de su vida, ocasionados por mi cacareada genia­lidad y mi poco graciosa huida.
  La señora sonrió. Conocía sin duda ese tipo de historias. Disculpa, comenzó a alejarse, y antes de que yo cerrara la puerta, dijo casi al desgaire:
  —¿No has visto a Pepe? Desapareció hace horas y nadie sabe dónde está.
  Naturalmente le dije que no conocía su paradero, aunque estaba seguro de que ella había adivinado todo lo que mi lengua calló.
  Entré a la habitación, desconecté la clave del teléfono y, cinco minutos más tarde, escuché la voz de la señora:
  —Pásamelo.
  Donoso abrió un ojo. Sonrió. Antes de responder, colocó la mano sobre la bocina y dijo:
  —Fue bonito. No te voy a olvidar, Marco, eres una bestia grande y despiadada. No sé si llegues a ser un buen novelista, pero eso en realidad carece de importancia.  

El el Hotel Tequendama. Desde que llegamos al aeropuerto de Bogotá comenzaron las atencio­nes. Nos esperaba un autobús lleno de jóvenes rubicundos, saluda­bles, elegantes y sofisticados del Colegio Nosécuántos, cuyos padres habían pagado una carretada de oro para que los alumnos de su taller literario pudieran escuchar, tocar y ver a  un miembro del boom, un poquito marginado, pero saluda­ble y lleno de humor. Ya estábamos libres del mundo de las señoras, libres del mundo de los homosexuales, ahora íbamos a caer en un mundo que se dividía: el de los escri­tores e inte­lectuales, muchos de ellos ofendidos por haber perdido los dólares del concurso, y el de los adolescentes, que competían por hacer pregun­tas inteli­gentes y por exhibir sus naturalezas díscolas. No podía quejarme por el anonimato: varios de los nenes habían leído sin desagrado mi primera novela,  Breve historia de todas las cosas,  y los periodistas se empeñaban en demostrar que yo no era el miserable corrector de galeras que se moría de hambre y abandono en un pueblito llamado Xalapa. (Nota actual: la anterior frase me hace pensar que lo que estoy contando sucedió entre 1980 y 1983). Entre los jóvenes hubo una rubia hermosi­ta, algo entrada en carnes y cultura, que desde que me vio se me adjuntó: en el autobús, en el restaurante y luego, a la hora de despe­dirnos, en el lobby del Hotel Tequendama. ¿Te puedo acompa­ñar?, preguntó sin bajar un ápice la voz, de modo que sus compañe­ros de taller la escucharan y que incluso, de paso, el mismo Donoso se diera cuenta y lanzara una mirada de encantador reproche: ¡Marco, Marco, otra vez a tus anda­das! Sorprendido, extasiado, lleno de susto, pues la niña apenas tendría quince o dieci­séis años, tal vez catorce bien trabajados por la vida, le dije que cumpliera sus deseos pero sin meterme en líos.
(En este punto me salto algunos sucesos que no atañen al tema central: Donoso).
Críticos, periodistas, escritores y público, en batahola, fingían interesarse verdaderamente por la literatura, todos en torno a Donoso y a mi persona que, sinceramente, hallaba el asunto bastante gris.
            Don Marco no olvidaba, a los cuarenta años que tenía entonces, no, nunca, que ése que posaba frente a las cámaras no era yo, que yo generalmente no eructaba mariscos y champaña sino honestos frijoles y tortilla, que en verdad no era sino un tipo solitario que vivía en Xalapa, una ciudad remota de todo centro y que en lugar de cama formal lo que tenía era un pedazo de hule espuma sobre el suelo y una casa sin jardín. Pero bueno: eso es la vida, cada día es un cuarto clausurado cuyo contenido sólo conoceré, cuando me toque entrar.
            Dejé la plaza por completo a Marsyas Donoso y regresé al enigma, a ese violín finlandés fabricado con pino de Caldas.
  —Eh, ¿a dónde vas, don Garrañón?
  —A mi cuarto: prefie­ro el fasto y la celebración de una piel lozana a la ignominiosa gloria del mundo.
   Donoso prometió guardar el secreto.
  —Pero no te voy a sacar de la cárcel.
Al día siguiente se terminaría la época de vacas gorditas. Era indispensable regresar a la vida de civil, pagar mis gastos y sufrir del anonimato. Me recupe­ré a mí mismo. Ya no había periodistas ni asediantes. La vida seglar tenía sus encan­tos.
   Pero antes de regresar a mí mismo tenía la obligación despedirme de Pepe de la mejor forma posible. No quería molestarlo. Deseaba evitar cualquier escena difícil con su mujer. Escribí una carta cariñosa y la metí bajo su puerta a las cinco de la mañana. A las seis recibí una llamada telefónica.
  —Exijo que vengas ahora mismo a mi habitación y que te despidas como un caballero, trogolodita.
  Toqué a la puerta de su habitación. Su esposa estaba despierta, con tubos de plástico en el pelo. Me recibió afectuosamente. José seguía acostado.
  —Pepe me dijo que querías escaparte sin despedirte de él.
  —El avión sale a las ocho y no quise molestarlos.
  —Ven acá, despídete —dijo Pepe imperativo.
  Me acerqué prudentemente. Le tendí la mano.
  —Nunca lo voy a olvidar, José Donoso.
  —Ven acá —casi gritó—. Ven acá—. Tiró de mi mano con energía y me hizo abrazarlo, mientras él seguía acostado, al tiempo que me estrechaba con fuerza de caballista del sur de Chile. Estuve sobre su cuerpo varios segundos.
  —Macho prepotente, eres un coqueto. Si no fueras tan peligroso te invitaba a Santiago, pero temo por mi hija. Eres un Atila. Espero que algún día nos volvamos a encontrar, pero lejos de Chile, donde podrías acabar lo que no han podido diez mil volcanes.
            Ya no volví a ver a Pepe Donoso nunca más. El 23 de diciembre del 81 me llamó.
            --Garañón: estoy en el DF. Quiero que vengas a saludarme.
            Le dije que lo intentaría, pero sabía que no iba a hacerlo. Conseguir un boleto de Xalapa al DF era imposible.

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