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miércoles, 21 de diciembre de 2011

Paseo por el Amazonas colombiano

 Marco T. Aguilera Garramuño
Con licencia de la revista Newsweek en español
http://newsweek.mx/index.php/Otros-reportajes/de-paseo-por-el-amazonas-colombiano.html
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Llegué al Amazonas colombiano gracias a varias circunstancias no sé si llamarlas fortuitas o providenciales. Tenía que asistir a un evento cultural en Bogotá, dictar unas conferencias en una institución universitaria y soportar algunos engorrosos trámites editoriales.
1El día anterior a tales eventos, no siempre divertidos, pero habitualmente tediosos, conocí en una fiesta a Pedro Botero, cartógrafo de la Amazonia colombiana. Me tomé unos tragos con él y me habló de la selva cercana a Leticia. “Deberías ir”, dijo, cuando se enteró de que yo estaba pensando escribir una novela ambientada en un territorio semejante. Y además me suministró todo un itinerario, tarifas, me dio consejos y advertencias. Decidí mandar todos los compromisos al diablo y embarcarme en la aventura. Desde hace muchos años conservo una especie de aspiración a desaparecer del mundo civilizado, entrar en territorio desconocido y dedicar mis años postreros a una vida sana, cerca de la naturaleza y lejos de las veleidades, la ambición, las redes sociales, internet e incluso la literatura. De modo que acepté salirme del camino trillado. Primero fue el vuelo desde Bogotá a Leticia, capital de la región colombiana de Amazonas. Más allá de las zonas montañosas volamos sobre la selva y los grandes ríos que serpentean perezosamente entre marejadas de árboles, árboles, árboles. El viaje dura una hora en un jet que parece bastante confiable. Súbitamente veo un río inmenso, una serpiente que se pierde en el horizonte. Pregunto a las azafatas y ellas, al piloto.
Dicen que es el Guaviare. Me recrimino por no haber comprado un mapa. El río serpentea, forma nudos, moños, desarrolla brazos. Una capa verde oscuro oculta la tierra. Increíble cantidad de territorio inexplorado. Sólo las orillas de los ríos y algunos claros de tierra adentro han visto seres humanos. En la inmensidad eterna de la selva se ven en ocasiones puntos plateados. Son los techos de zinc. El interior de la selva es el reino de lo intacto. Veo una destellante cinta plateada que serpentea creando arabescos; es otro gran río, un río anchísimo, un mar en movimiento. Árboles, selva, ríos, lagos, nada más. Eso veo por la ventanilla del avión. De nuevo un claro diminuto y un techo de zinc. La mitad de Colombia no ha sido tocada por el hombre. Por kilómetros y kilómetros nada más que árboles. Atardece, deslumbra el espectáculo. Cinco minutos más tarde, otro gran río. El río Amazonas. Primera definición de la palabra “amazonas”: grupo de mujeres a las que se les ha amputado un seno y que viven al margen de los hombres.
El fraile Gaspar de Carvajal relata las batallas contra las amazonas, durante el viaje de descubrimiento del Gran Río. Fray Gaspar de Carvajal era el confesor del descubridor Orellana y en las pausas del fragoroso ajetreo contra la naturaleza hizo las funciones de cronista. Escribió Relación del nuevo descubrimiento del famoso río Grande de Las Amazonas. Escribe sobre la existencia de las amazonas con una verosimilitud sorprendente, como si efectivamente la expedición de Orellana se hubiera topado con las hembras bragadas de un solo pecho. Llegamos al aeropuerto Vázquez Cobo en la ciudad de Leticia. El hotel Los Delfines es un sitio sencillo, limpio, situado frente al cuartel de Policía de Leticia. Una señora muy amable plantea los términos de la excursión. Una indígena de origen tikuna, vestida a la manera de los blancos, se ocupa de los huéspedes. Por el hotel deambulan otros personajes, que esperan también que se termine de organizar una excursión. Se planea la salida para el día siguiente, temprano. Al día siguiente, en la entrada del hotel, bajo un parasol, esperamos los que hemos de viajar. Nuestro guía no ha llegado. Nos dirigimos caminando al río Amazonas, apenas a 100 metros del hotel. Pasa una hora y finalmente llega un individuo con sombrero de cazador, sentado en la parte trasera de una moto. Viene alegre, junta las manos formando un cuenco y las golpea frente a su boca entreabierta, lo que produce un sonido grave, una especie de eco, que andando los días se transformará en una especie de complicidad: el llamado de Chirri-Chirri. Chirri-Chirri es el apodo del guía, un hombre de baja estatura, correoso, blanco, simpático, cuya vida parece ser una celebración interminable. En una lancha con capacidad para 20 personas viajamos por el Amazonas. Vamos bordeando el río, que frente a Leticia tiene una anchura de siete kilómetros.
El piloto esquiva los troncos de los árboles que bajan. Llegamos a Puerto Nariño, “el jardín de América”. Están prohibidos los coches y todos los vehículos de motor. No hay calles, sino aceras. La población es mayoritariamente indígena. Después de Puerto Nariño nos dirigimos al Alto del Águila, donde hay un hermoso mirador, dos enormes y coloridas guacamayas peleando sobre una palma. Un mono fraile haciendo travesuras, tan confianzudo como un gato doméstico. Se descuida uno y se roba las gafas. Se las lleva a la selva. Nunca más volverás a verlas. Bajamos de la lancha y subimos por unas escaleras bastante empinadas. Sobre el barro se han colocado escalones de madera que ya están deteriorados, testimonio de que el sitio vivió tiempos mejores. Arriba hay un hotel atendido por su propietario, un ex jesuita. Me obsequia una de sus tarjetas. Allí se lee: “El Fray Rebelde”. Los miembros de la excursión nos aprestamos a viajar rumbo a los Lagos de Tarapoto. Allí se puede nadar bajo el propio riesgo de cada quien, dice Chirri-Chirri, nuestro guía. El caso es que está infestado de caimanes. “Lo bueno —dice sonriente— es que los caimanes le tienen miedo a los seres humanos... y con razón”.
Zancudos de tamaño descomunal nos asedian. La gran tortura del Amazonas no es el calor ni la humedad, ni las caminatas extenuantes, sino los mosquitos y los zancudos. Los excursionistas se han aprovisionado con repelentes y se untan las partes expuestas del cuerpo. Ningún remedio basta. Nubes de insectos invisibles acosan constantemente. “En tiempo seco no se aparecen los zancudos”, dice Chirri. Y agrega, consciente de su misión de narrador, de mago, de presentador del gran espectáculo del Amazonas: —Una vez capturaron a una enorme serpiente que tenía una protuberancia en el vientre. La abrieron y encontraron el cuerpo de un hombre acurrucado dentro, pero lo más increíble es que estaba vivo. Diez minutos después de salir en lancha de Puerto Nariño nos encontramos en el lago Tarapacá. Agua muy limpia. Allí hay delfines grises y rosados. Llegamos al canal donde desemboca el Yahuataca.
Hacemos un recorrido por un afluente del Amazonas hasta regresar a Puerto Nariño. Hay una hermosa cancha de básquet con porterías de fútbol iluminada por una planta de luz. Fui con los miembros de la excursión a observar caimanes en un recorrido nocturno por el río Amacayacu. Un potente reflector barría las aguas. El motor de la lancha estaba apagado. Los caimanes no aparecieron. Me acosté a mirar las estrellas sobre la quilla mientras la lancha se deslizaba silenciosa sobre el agua quieta. Los demás miembros de la excursión se mantenían en silencio, esperando que el chapoteo denunciara la presencia de un animal. Pude mirar la curvatura de la bóveda celeste y un cielo tan tupido de estrellas como nunca lo había visto. En pocos sitios como en la Amazonia se puede percibir la plenitud del planeta. Una impresión de sosiego, de absoluto presente, se apoderó de mí. Nada de lo que estuviera fuera del alcance de mis sentidos tenía importancia.
2Noche perfecta bajo el cielo de la Amazonia. Vemos un enorme árbol lleno de niños semidesnudos durmiendo, jugando, persiguiéndose, sobre las ramas que se proyectan sobre un gran canal del Amacayacu. Al ver que nuestra lancha se iba acercando comenzaron a lanzarse uno a uno, desde alturas de 15 o 20 metros. “Esos son tikunas”, dice Chirri. Impulsa nuestra lancha un motor de 20 caballos de fuerza. En ella viajamos el motorista, 10 personas y el guía. El agua se levanta a lado y lado. Tiendo una mano y dejo que el agua veloz la golpee, levantando una estela. El Chirri se frota las manos y sonríe, anunciando que va a contar algo digno de atención: “Este mundo de los indígenas amazónicos es imprevisible. Hay absolutos caballeros en plena selva y unos auténticos maquiavelos. Los indígenas curubas —Chirri sigue frotándose las manos, como si le correspondiera parte del botín— sonríen a los que pasan por el río Itacuari e Itui. Los pasajeros dicen “mira qué indios tan simpáticos”. Los turistas se bajan a conocerlos y ¡pum!, garrotazo. Luego llega el banquete para los kurubos… que son caníbales —eso dice Chirri. Después de una noche de sueño difícil en la Posada del Alto del Águila, al levantarme vi una fila de excursionistas esperando para bañarse en la única regadera. Descendí por las escalas de madera hasta el río Loretoyacu con la intención de nadar un momento. Fue imposible. Toda la orilla era una sopa de chocolate espeso. Luego regresamos a desayunar a Puerto Nariño. Compré ropa deportiva. Todas mis prendas estaban húmedas. Una de las condiciones a las que tiene que adaptarse el visitante de la Amazonia es la humedad. Un minuto después de ponerse ropa seca, el personaje la vuelve a tener totalmente mojada.
Volvemos a remontar el río Loretayaku rumbo a Santarem, pequeña comunidad tikuna. Nos detenemos un instante y, ¡ahí está!, una tikuna semidesnuda sobre una especie de balsa precaria formada por unas tablas amarradas a gruesos troncos de balso. Está lavando la ropa, los trastos de cocina, sobre sus piernas desnudas, bruñidas, al tiempo que ella misma se baña. ¿Podría haber forma más placentera de lavar trastos y ropa que hacerlo así, en medio del paisaje con todo un río como escenario, ella, totalmente integrada, bajo la sombra de un yarumo, bellísima, sonriente, tímida, medio atrevida y medio temerosa, sabedora sin duda de que es el paisaje más feliz que pueda depararle a un ser humano la naturaleza? “¡Ahí está, ahí está!”, grita radiante el Chirri, a quien ya le he contado la novela que estoy escribiendo, “ahí está la india de tu novela”. Corregida y aumentada, la indígena era una imagen pastoril, una estampa de belleza salvaje, en medio de la fronda del Amazonas, el más espléndido animal humano que se pueda imaginar. La lancha volvió a zarpar.
El plan de la excursión era ir a ver delfines rosados. Vimos unos cuantos lomos a la distancia. Los delfines parecían querer jugar a los escondites con los turistas. Parecían disfrutar de los últimos rayos del sol sobre las aguas absolutamente negras del Loretoyacu. Ya al borde de la noche, tendimos varias líneas dizque para pescar. No pescamos nada. El Chirri supongo que hacía aquello de ponernos a pescar para cumplir con la rutina. Permanecimos en silencio, con 10 cañas y 10 hilos tendidos, en completa inmovilidad, muy cerca de un islote en el centro del río, hasta que la oscuridad se hizo total. De aquellos momentos sólo me queda el recuerdo de las estrellas, la bóveda celeste, la curvatura de la bóveda, la paz. Los narcos colombianos desarrollaron aeropuertos muy originales.
En Cayaru, entre Leticia y Puerto Nariño, idearon que los indígenas hicieran casas portátiles que podían mover a su antojo sobre el aeropuerto. El objetivo era que pudieran aterrizar las naves con total sigilo y desaparecer como tragadas por el pueblo. Los pilotos de la aviación colombiana que sobrevolaban sólo podían ver una población normal. En otra zona selvática los narcotraficantes hicieron que los indígenas limpiaran un largo carril, luego amarraron lianas entre árbol y árbol, a lado y lado del carril, y dejaron que creciera una enredadera que se desarrolla a una velocidad impresionante.
Tardaron como un año en terminar su obra maestra de ingeniería ambiental. Se formó un techo de varios kilómetros de largo. Las avionetas salían y llegaban bajo techo, como saliendo y entrando de un garaje vegetal. En la época del presidente Belisario Betancourt las fuerzas antinarcóticos encontraron, en diferentes aeropuertos improvisados, en medio de las zonas selváticas más inaccesibles, hasta cinco o seis jets de la más alta sofisticación. Los capos construyeron sus villas de lujo en los lugares más espléndidos, a las orillas de ríos salvajes, junto a las cascadas o los raudales del Caquetá, el Guaviare u otros ríos inexplorados. Disponían de jet skis, lanchas aparatosas, piscinas, canchas de tenis, de fútbol, eran visitados por los cantantes famosos a los que pagaban sumas inconcebibles, enamoraban a las reinas de belleza y se codeaban con las altas esferas del gobierno.
Los narcos llegaban a cualquier lugar de Colombia con maletas llenas de dólares y compraban casas, haciendas, y si los vendedores no querían ceder, los masacraban con la sangre fría del deber cumplido. Hubo un estadounidense que hizo un hotel a orillas del Amazonas, en la Isla de los Micos, con muchísimas habitaciones, una larguísima construcción muy bien hecha, de la mejor madera. Prometía en sus promociones una estancia amable en la última zona intocada del planeta y excursiones a zonas de belleza incomparable. La ambición lo perdió. Lo agarraron con un cargamento de siete toneladas de coca. Hoy el hotel está abandonado. Se han robado todas las tazas de los baños, las llaves, los picaportes. Sólo habita las ruinas del hotel una familia de indígenas que vende artesanías sin gran entusiasmo. En medio del calor abrasador, la familia indígena se refugia en lo que fuera una gran sala, quizás el lobby. Hay hamacas tendidas de pared a pared y seres que miran a los turistas desde una especie de tristeza imbatible. Fuera del hotel hay una gran plancha de cemento que parece hervir con el calor. Es el sitio destinado al encuentro entre los micos y los turistas. Los árboles tienden sus ramas sobre la plancha y le dan algo de sombra. Uno o dos micos hacen el papel de vigías.
En cuanto llegan los turistas, los micos corren la voz. Pronto toda la zona está cubierta por criaturas de gracia sin igual, a la espera de los regalos de los visitantes. Día completamente nublado. Enormes bandadas de loros pasan sobre Puerto Nariño. En Puerto Nariño estuvieron la Reina Isabel de Inglaterra, Gabriel García Márquez y Nikos Kazanzakis. Por la mañana llegan los pescadores con los pescados más extraños, que parecen diseños imaginados por Julio Verne. El parque Amacayacu es uno de los más hermosos de Colombia. El río es un espejo de los árboles y del cielo, los duplica con fidelidad sin turbación alguna. Una belleza espléndida, inigualable. Vueltas y vueltas da el río, formando meandros, enroscándose entre los árboles, buscando perezosamente el cauce más cómodo. Árboles de 50 metros de alto, lianas, Chirri al frente como mascarón de proa. Regresé a mis rutinas de profesor, de escritor. Entré con tristeza y resignación en el engranaje de hombre “civilizado”, terminé de escribir una novela que se llama Agua clara en el Alto Amazonas, pero nunca olvidaré las noches bajo las estrellas, la bóveda celeste, la curvatura del firmamento, la paz y ese otro mundo, el de los tikunas y una enorme cantidad de percepciones, intuiciones, sospechas que guardé para mí y que quise cifrar en la novela.

Marco Tulio Aguilera Garramuño. Escritor colombiano residente en México desde hace 30 años. Académico de la Universidad Veracruzana. Autor de Agua clara en el Alto Amazonas, Historia de todas las cosas, Cuentos para después de hacer el amor y otros libros.

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