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jueves, 14 de julio de 2011

La mecánica del cuento erótico

Conferencia el 19 de octubre de 1996 en el XXI Congreso de Lenguas y Literaturas Hispánicas en Indiana, Pennsylvania
Marco Tulio Aguilera

Jorge Luis Borges, ese fabricante de citas célebres, dijo que las metáforas son muy pocas y que todas ya están inventadas. Yo, que no soy un académico, sino algo como un escribidor de historias o un tergiversador de los relatos que me ofrece mi realidad, he llegado a la conclusión de que esas metáforas no son pocas sino una sola: el acto erótico, que remite y relaciona todos los temas y universos posibles. No se trata, por supuesto, de aplicar un freudismo ramplón a la teoría literaria, puesto que ni soy psicoanalista ni soy teórico de la literatura, aunque de todos modos, como escritor común y corriente, es decir, como megalómano convencional, me siento en derecho de hablar sobre el cielo y el infierno, sin olvidar, naturalmente, la tierra.
            Decir que la única metáfora es el acto erótico puede entenderse como una falacia que tiene varias vertientes o filones. Y a quien quiera argüir que basar una serie de teorías en falacias es un absurdo elevado a la absurdésima potencia, me permitiré recontraargüir que más absurdos hay en la tierra que coherecias y lógicas, y más aún, que la metáfora misma es un absurdo lógico pero un hallazgo literario.
            Para circunscribir un tema que de por sí englobaría todo lo posible, tanto lo existente como lo imaginario, me limitaré a establecer relaciones entre el cuento (la creación y la lectura) y el acto erótico. Veamos como se vincula el erotismo con la literatura, y más específicamente, con el cuento. Lo primero que tiene que existir entre los contrincantes de un encuentro erótico, es la atracción. Pienso que mientras más intensa y desconocida, mejor. Relaciono toda esta atracción con una fuerza atávica, telúrica, irracional, que me lleva a buscar parentescos con otros ámbitos de la experiencia humana. Súbitamente viene a mí el célebre Maelstrom del cuento de Poe: un remolino que engulle todo lo que se pone al alcance de su voracidad y que el narrador ve desde un acantilado. Pues un cuento, un buen cuento  tiene que ser como ese remolino, al cual el buen lector no podrá resistirse. Tenemos aquí el primer ingrediente de la receta que podrá darnos dos platillos fuertes del menú que nos ofrecen Dios o la naturaleza: la celebración erótica y el banquete literario. Tenemos aquí también la primera gran metáfora que nos obliga a consubstanciar cuento con acto erótico: el remolino que atrae, atrapa y transforma, si es que la víctima sobrevive al vértigo.
            Con la celebración literaria y el banquete erótico debe ir aparejado el misterio: tanto el misterio de un buen cuento como el misterio de una mujer (voy a adoptar el punto de vista que más me conviene y acomoda, es decir, el masculino) deben ofrecer y conservar un núcleo de significación, una zona oscura, inaccesible, que permitan y obliguen a su posterior exploración. Una buena mujer, como un buen cuento, exigen relectura. Y en algunos casos esas relecturas pueden hacerse casi de manera cotidiana, con lo que tendríamos pues, ese extraño fenómeno que se llama amor (o curiosidad) correspondidos.
            Entiendo que estoy manejando una serie de lugares comunes, que por comunes, tanto pueden tornarse caricatura como pasar por verdades de bulto.
            Vayamos al aspecto de los procedimientos. Un buen cuento requiere sutileza, gracia en la develación del misterio, cariño en el manejo de las palabras. Cualquier torpeza o desvío, cualquier digresión, pueden echar a perder esa unidad de efecto que pedía Poe. Un buen cuento requiere que se lea de una sentada, para que se conserve viva esa exitación, esa exaltación, esa posesión o alejamiento de la realidad circundante. "Toda exitación intensa debe ser breve". Esa es una razón psicológica que da Poe para sustentar su alegato en favor de la brevedad. En el  campo erótico se da la gran paradoja de que se quiere prolongar lo que se desea apurar. En este aspecto, los amantes se parecen a los niños que apenas se atreven a tocar su helado con la punta de la lengua. Pero el helado y la exitación amorosa, si se aplazan demasiado, terminan por derretirse. Un final demasiado explícito en un cuento o un final apresurado, corresponderían a dos etapas de la gozación del helado que echarían a perder el placer: comérselo demasiado frío o cuando ya está derretido y ha dejado de ser helado para convertirse en líquido. El helado debe ser comido en cierto momento, de la misma forma que el acto erótico debe ser consumado en el instante en que los dos jolgoriantes logren cierto estado de cristalización erótico-amorosa.
            El acto amoroso y el acto de la escritura del cuento exigen un desnudarse gradual, un tratamiento ritual y a la vez satánico: se trata de destruir lo que se quiere conservar, de revelar lo que se desea ocultar.
            Un buen acto erótico-amoroso (y espero disculpen que yo relacione amor con erotismo, pero me es inevitable, tal vez porque a medida que pasan los años me vuelvo más conservador, o porque supongo que para que el erotismo sea tal se necesita la luz que transforma un impulso eléctrico en una emoción, una emoción en una racionalización, una racionalización en un pensamiento y un pensamiento en un recuerdo) exalta, eleva, sublima y derrota, permitiéndole al hombre caer con la conciencia limpia en el territorio del sueño. Lo mismo sucede con un buen cuento. Éste sirve como trampolín hacia nuevas dimensiones, como un ojo aplicado a la cerradura. Un buen cuento no se termina una vez que el lector cierra el libro, sino que sigue actuando como un fermento y de alguna manera cambia la percepción del mundo. (Me parece estar repitiendo lo que ya varios, entre ellos, Cortázar, trajinaron, pero me disculpo, y espero me disculpen, reconociendo que sólo existe un tema, el erótico, y, naturalmente, sólo existe un autor, cuyo nombre no me atrevo a mencionar por modestia o prudencia).
            Un buen cuento es un escape de la realidad convencional, es un tiempo de excepción, una ruptura en la cotidianeidad, de la misma forma que un acto erótico representa una fundación especial, en cierta forma mítica, y paradójicamente personal, en la que dos seres contruyen el edificio de su propia religión (que puede ser tan fatalmente aburrida como una misa en mi parroquia en la Colonia Ferrocarrilera de Xalapa o fulgurante y apocalíptica como una de esas películas de Hollywood en las que se destruye un mundo para arrancar un suspiro del espectador).
            Sé que muchos de estos términos (mito, religión, sagrado, etc) pueden sonar obsoletos, en un mundo en el que los bites, es decir la reducción de todo a impulsos eléctricos, comienza a avasallar. No es nada sorprendente esto que está sucediendo: es algo perfectamente natural. Las computadoras están transformando el mundo en un gran cerebro, que todo lo conoce y lo controla. La computadora, se ha afirmado, es una extensión, elementalísima, del funcionamiento de cerebro, cuyo principio básico consiste en relacionar neuronas por medio de impulsos eléctricos.
             Vayamos a otra parte. A lo que se ha llamado la experiencia de Bérnard [2], citada por el filósofo Jean Guitton en su libro Dieu et la science. "Esta experiencia es muy simple: tomemos un líquido, por ejemplo el agua.  Hagámosla calentar en un recipiente. Qué constatamos? Que las moléculas del líquido se organizan, se reagrupan de una manera ordenada para formar células hexagonales, un poco parecidas a segmentos de un vitral.  Este fenómeno, al que no se le ha puesto atención frecuentemente, se ha conocido conocido como la inestabilidad de Bérnard (..) Por qué y cómo estas células aparecen dentro del agua? Qué es lo que pudo producir el nacimiento de una estructura ordenada en el seno del caos?"
            Esta misma pregunta es la que nos podemos hacer a nivel de electricidad cerebral. En qué momento los impulsos eléctricos-mecánicos se transforman en pensamiento, creación, y hacen que el hombre sea algo más que una masa animada.  Y es aquí donde caemos en cuenta de que la ciencia hasta el momento no ha explicado nada a fondo, que seguimos siendo un misterio, y que sólo conocemos superficialmente el funcionamiento de un aparato físico-psíquico cuya verdadera esencia, origen y fin ignoramos.
            Y al caer en cuenta de nuestra ignorancia podemos descansar en la certeza de que ni en el erotismo ni en la creación literaria hay realmente explicaciones válidas. Hay juegos ingeniosos como los de los niños, o aburridos, como los de los amigos semióticos, que de alguna manera han de ganarse la vida, pero nunca fórmulas que vayan al puro fondo.
            Los escritores, en el acto de sacar un cuento del caos de la vida cotidiana, son como esa agua que entra en ebullición; los escritores disfrutan de esa magnífica inestabilidad que ya no es la de Bernard sino otra, cuyo nombre no se ha acuñado.
            Pero sigamos con los diálogos de Jean Guitton: "Tengo la tentación de establecer una analogía entre la formación de estas estructuras y la emergencia de las primeras células vivientes. No habría acaso, en el origen de la vida, en el seno del hervor primitivo, un fenómeno de autodestrucción comparable a aquel observado en el agua calentada?"
            Tanto la creación de un texto literario como un buen acto erótico, consisten en un sobrecalentamiento de la estructura cerebral y una alta excitabilidad del organismo en acción. Es algo parecido a lo que sucede cuando se consumen hongos alucinógenos: hay una exaltación de la sensibilidad, una percepción del más allá. Tanto el amante juicioso como el creador de un buen cuento y la persona que ha consumido hongos y ha disfrutado de un buen viaje, tienen comunicación con otras esferas de conocimiento y de percepcion. He aquí la estructura de vasos comunicantes: erotismo, literatura, experiencia de lo sagrado. Nuestra metáfora del maelstrom ahora crece: ya no es sólo el remolino que chupa, sino la experiencia que altera, una especie de hoyo negro que nos da entrada a otra dimensión, a otra experiencia de la vida y del tiempo.
            Estos tres territorios de lo humano -lo sagrado, lo literario y lo erótico- son los que diferencian al impulso eléctrico del pensamiento. Un buen cuento, un acto erótico pleno, una comunión con lo sagrado, son tres niveles de la restauración de los tejidos que la vida contemporánea va lesionando. A medida que va pasando el tiempo y que se va haciendo la tecnología más sofisticada, el hombre tiene una mayor capacidad para destruir la tierra y para destruirse a sí mismo, pero también, mejores instrumentos para restaurarla y restaurarse.
            El hombre parece ser un accidente que surgió sobre la tierra, así como la tierra un accidente en el Sistema Solar, y éste un accidente en la Vía Láctea. Todo parece accidental mientras no se pruebe lo contrario. Pero el accidente, en el acto de ser accidente, se torna necesario. Tal vez el mismo universo haya sido un accidente. Acaso el universo no sea otra cosa que un descuido de Dios. Los científicos, a partir del reinado de la teoría  del Campo Cuántico, aseguran que el universo físico observable no está hecho de otra cosa que de fluctuaciones menores  sobre un inmenso campo de energía. Y qué son el erotismo y la creación, sino fluctuaciones de energía, modificaciones en el nivel de energía acumulada. Los seres humanos somos un microcampo magnético, en el que se escenifican pequeñas tragedias, que no son otra cosa que cambios de energía. Reconocerlo y disfrutarlo, nos hará más sosegados en el momento en que nuestras neuronas revienten su último chispazo y nos entreguen a la muerte, que debe ser "un océano infinito de energía que tiene la apariencia de la nada" en palabras del físico John Wheeler. Pero todo lo anterior no debe preocuparnos demasiado. Mientras tengamos acceso a los pequeños paraísos del erotismo, la literatura y la experiencia de lo sagrado, podremos ser felices sin saber a ciencia cierta cómo se llama la más irreductible de las partículas atómicas.
            Socrates tuvo razon cuando afirmó que sólo sabía que no sabía nada. Pero también tuvo razón Henri Bergson al consolarnos con la idea de que el hombre sólo puede soportar la percepción de una parte menor del universo. Y que si quisiera abarcar más, se volvería loco. El erotismo, la literatura y la experiencia de lo sagrado son condensaciones, metáforas, de ese universo inconmensurable, de ese mar de energía del cual nacimos y al que regresaremos. Estos tres territorios de la experiencia humana son pequeños ombligos de poder, hoyos negros, maesltroms, que podemos tener en casa sin correr el peligro de suscitar conflagraciones irremediables.


    [1] Ponencia que Marco Tulio Aguilera Garramuño presentó el 19 de octubre de 1996 en el XXI Congreso de Lenguas y Literaturas Hispánicas en Indiana, Pennsylvania, U.S.A.
    [2] Dieu et la science, Jean Guitton, Graset et Frasquelle, París, 1991.

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