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domingo, 3 de julio de 2011

EL AMOR Y LA MUERTE

Reflexiones para presentar la novela en la Feria del Libro Universitario en Xalapa 2003



¿La vida es dura, hermanos? ¿Es un valle de lágrimas o un reflejo del paraíso? ¿Qué hay detrás de la vida, en el fondo de la vida, más allá de la vida? ¿La vida es o parece ser  una novela? ¿De dónde sale una novela? ¿Para qué sirve una novela? ¿Qué pretende el que escribe una novela? ¿Qué se cree el que escribe una novela? ¿Tiene alguna importancia para el escritor escribir una novela? ¿Tiene esa novela alguna importancia para los lectores? ¿Encontrará por lo menos un lector, un solo lector, que se sienta conmovido, tocado, transformado, por esa novela? ¿Puede la lectura de esa novela transformar la vida de un lector? ¿A quién lastima una novela? ¿No sería mejor abandonar la escritura de la novela y dedicarse a caminar por el campo o a cultivar un trabajo productivo en términos económicos? ¿Qué busco yo al escribir esta novela de nombre tan pomposo,  El amor y la muerte,  de nombre tan bíblico, tan trascendental, en cierta forma tan inocente y tan pretensioso? Ya basta de preguntas, me digo, y les digo a ustedes, inconscientes amigos, enemigos agazapados, bienquerientes y malquerientes, si los hay, personas neutrales y curiosas, simples y  castos lectores. Llega el momento de hacerse preguntas bastante trilladas, ya habiendo rebasado con ventaja el medio camino de la vida, y tratar de responderlas de forma breve para que esta novela  El amor y la muerte,  termine de llegar al mundo y emprenda su camino de existencia o simplemente comience a desaparecer en las  arenas del tiempo como la mayoría de las obras del hombre. Las pirámides de Egipto y las de México algún día desaparecerán, con mayor entusiasmo puede desaparecer un libro de doscientas o más páginas. Me hago las preguntas y quiero responderlas, creyendo que soy sincero —y este cuento de la sinceridad es ya viejo en mí y no sé si soy sincero al creer que soy sincero o si es una de las tradicionales máscaras que uso como escritor. Que todos los escritores jugamos a asumir un papel, unos papeles, ya sea de redentores, predicadores, aduladores de poderosos, superhombres, seductores de mujeres, hombres o  multitudes es una perogrullada. ¿Yo qué papeles he asumido? De seductor sin duda y he escrito más libros de los disculpables, en los que el protagonista es un hombre que seduce o es seducido por una mujer. Cuando fui acusado de machista, quise escribir como mujer y asumí su voz en varios cuentos. Fui en alguna oportunidad un rinoceronte enamorado de un helicóptero y a su hijo lo llamé rinocerópero, y fui un hombre del renacimiento, un andrógino perfecto, para quien inventé una palabra que circula con alguna fortuna por el mundo, el frenáptero. Fui padre de familia y escribí, inventé cuentos que pasaron de la voz al papel, del papel a un concurso, de ahí a un premio, luego a una editorial modesta y próximamante a una editorial comercial y trasnacional.
Pero me voy por las ramas, me escabullo, eludo las preguntas. ¿Por qué escribí  El amor y la muerte? Intentaré algunas respuestas, todas falsas, por parciales. Porque llega el momento en que uno tiene que afrontar ciertas verdades difíciles y ajustar cuentas con las raíces de uno mismo: la madre, el padre, los hermanos, la familia que se hunde en el tiempo. ¿Quiénes fueron todos ellos? ¿Tuvo algún sentido, algún valor su vida? ¿Quién soy yo para atreverme a juzgar a los demás? ¿Para dónde voy, cuáles son mis vicios más terribles, mis virtudes, si existen? ¿Qué busco: la fama a costa de lo que sea o escribir algo que tenga sentido, que conmueva, trasforme o que me dé unos cuantos dólares? ¿Tengo derecho a revelar secretos que morirían con la muerte de la protagonista? ¿Por qué me metí en su intimidad hasta el extremo de pasarme años tras sus huellas, atesorando cartas, grabaciones, haciendo entrevistas? ¿Quién fue Edith Viscontini, mi protagonista? No lo sé, nunca terminé de reducir, de encerrar, su secreto, se fue a la tumba con ella. Una mujer que imaginé o que conocí, una mujer apasionada y misericordiosa, que supo amar o creyó amar una y otra vez, y que fracasó empecinadamente. Y que tras cada fracaso volvía a amar o a fingir amar con entusiasmo de endemoniada y elegancia de princesa de Versalles. Y no sé si en verdad Edith Viscontini tenía un secreto. Como novelista tiendo a creer, quizás freudianamente, que todos los seres humanos tienen por lo menos un secreto. Pues tras ese secreto corrí durante décadas, y el resultado es esta novela que ya anda por el mundo, con alguna fortuna y publicada por el imperio editorial que amenaza tragarse como un dragón a todos los libros. Ser autor de Alfaguara es un privilegio que muchos escritores anhelan. Yo lo conseguí tras treinta y cuatro años de terquedad. ¿Y en verdad vale la pena? No sé si estoy cumpliendo mis sueños de adolescente —creer que podía ser mejor escritor que García Márquez— pero sí sé que voy a seguir batallando. Eso sí lo sé. Desde que perdí la carrera de los cinco mil metros planos frente al taimado del flaco Carvajal, allá por 1974, en los jugos universitarios de Colombia, supe que iba a seguir corriendo. Esta novela, con todo y ser tan íntima, no es más que un eslabón de la carrera de mi vida. ¿Qué busco? ¿Busco a esa perra desgraciada a la que llamamos fama, esa que tantos persiguen y que después quisieran olvidar? ¿Busco, como dice mi Leticia, enseñar pierna, para luego enojarme cuando me las pellizcan? ¿O busco expresarme, decir mi verdad, mi parte de verdad? ¿O siendo tan antisocial uso a mi novela como disculpa? “Míralo es un artista, hay que perdonarle sus extravagancias”, dicen. Hasta la disculpa da risa. En verdad que no sé mucho o casi nada. Aquí coinciden el cantante José José y el filósofo Socrátes, cuando uno dice “uno no sabe nunca nada” y el otro contesta “yo sólo sé que no sé nada”. Los dos, el cantante y el filósofo,  nos hacen dar cuenta de que todo está dicho y la originalidad está en el modo y en la emoción. ¿Qué diablos puede en verdad uno saber? Hay quienes viven sin buscar más sentido que el billete o el placer, hay quienes viven rompiendo el inexorablemente el curso de las aguas del tiempo para hacer preguntas estúpidas pero necesarias. Eso son los escritores, unos suicidas sociales, tipos que no permanecen a la orilla del torrente impetuoso de las aguas del tiempo, sino que se atreven a meterse al tumulto y a tratar de detenerlo, a domesticarlo. Ni más ni menos esto es una novela: un  vendaval encerrado en un puño. Eso son las novelas. Eso es esta novela, que queda en las manos de ustedes. Ya no me hago responsable. Ahora estoy ocupado en otra cosa. La vieja pregunta que se hace Paul Valery me sostiene en mi oficio sin solución: ¿Vivir es suficiente? No, no es suficiente vivir. Hay que sobre vivir. Vivir más allá de este instante efímero, de este momento en que estamos. Eso es la novela. Tratar de sacar la nariz del agua y respirar fuera de las aguas del tiempo. Romper el velo que nos ciega y mirar a Dios de frente, aunque nos volvamos locos o ciegos. Ir al infierno y regresar para contarlo. Eso quise hacer en  El amor y la muerte.  Queda en sus manos.
Marco T. Aguilera, 4 de octubre 2003

La novela se agotó en Alfaguara Colombia. Alfaguara México no la editó.  No ha sido reeditada no sé si porque me inconformé con el resultado del Concurso de Novela Alfaguara en el que mi obra fue finalista y una deficiente novela de Elena Poniatowska ganadora... o porque simplemente no les interesó. Todavía no le he buscado nuevo editor. Me ocupo de otras cosas. (Nota escrita en julio de 2011)

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