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lunes, 4 de abril de 2011

EL OFICIO DE ESCRIBIR NOVELAS

Conferencia en la Universidad  de Costa Rica, Heredia, agosto 2010, basada en el viejo sistema de la asociación libre
Amad el arte. Entre todas las mentiras, es la menos mentirosa. 
                                                               Flaubert
Con el viejo método de lavar la arena e ir decantando el oro, recurriendo al irresponsable y eficiente método de la asociación libre, voy a intentar llegar a algunas concusiones sobre la novela y el oficio de escribir  novelas. Primero hay que preguntarse qué es una novela. Veamos algunas respuestas. Flaubert dijo que la novela es un espejo del camino. Sergio Pitol dijo que la novela es una impresión personal sobre la vida.  La novela es algo que posee una realidad propia, ajena a la realidad objetiva, si es que tal cosa existe; es una realidad propia que sin embargo depende de algo exterior a ella. En cada novela hay un planteamiento y una lógica. En varias entrevistas, de esas improvisadas, en las que el entrevistador no ha leído nada y quiere enterarse de todo, ante una pregunta vaga he respondido que la novela es una tesis de grado sobre la vida. Lo primero que se me ocurre decir es que hay en ella un intento de entender y explicar el mundo, sin resolverlo, claro está. El mundo es un enigma indescifrable por completo, que sin embargo exige ser descifrado.  Es una suma de enigmas. El novelista es o debe ser un curioso impertinente, un ser extremadamente ambicioso. No quiero decir que el novelista deba ser una especie de sabio que tenga el deber de explicar a los pobres e ignaros lectores los secretos de la existencia. En general el novelista ignora más de lo que sabe, y esta ignorancia es un motor de su búsqueda. Dice Pitol que en el centro de todas sus novelas hay una zona de vacío que no termina por explicar a los lectores y que a veces ni él  mismo se explica. Hay una frase de Sigmund Freud que me gustaría ligar con la anterior afirmación. “Todos los sueños tienen un cordón umbilical que los liga con lo desconocido”; es decir, ningún sueño es descifrable por completo. Dice el científico Carl Sagan que existen en el universo tantas estrellas como la suma de todos los granos de arena que hay en todas las playas del mundo. Cada novela es un grano de arena, pero paradójicamente, debe ser un universo. El universo que conocemos, es decir, el universo que no conocemos, muy posiblemente sea un universo, uno de tantos universos posibles. Así, cualquier novela que haga honor al género, es un universo. El creador de este universo, hay que decirlo, es el novelista, un pequeño diosecillo que se ocupa de su jardín imaginario. Vayamos al más célebre referente de la lengua castellana: Cervantes y el Quijote. ¿Cuál es la clave de esta novela que lleva siglos de vigencia? La ambigüedad, la ironía, el descrédito de las instituciones y certezas. El Quijote es sin duda pariente cercano del Tristan Shandy, obra de la que dijo Samuel Johnson  “nada extravagante puede perdurar”. Y sin embargo perduró hasta convertirse en el modelo de todas las novelas irreverentes hasta llegar a Rayuela, de Julio Cortázar, que revolucionó el arte de la novelística. Tristram Shandy,  más que una novela humorística, como anota la inefable Wikipedia, es una especie de tratado sobre todo y sobre nada. En esa novela se tratan temas tan variados como las prácticas íntimas y las sociales, los agravios, la influencia de los nombres propios en las personas, las narices (forma eufemística con la que se ocupa de los penes), la obstetricia, la ingeniería militar, la filosofía, la psicología... Se afirma que Tristam Shandy no tiene rigor ni argumento alguno, y  que obedece solamente a las leyes completamente arbitrarias de la asociación libre. Tal vez Sterne de alguna forma por completo inexplicable, pudo leer los 25 tomos de Freud, lo que me parece improbable, pues Sterne vivió muchos años antes de que el padre de psicoanálisis tratara de comprender el mapa de los sueños y  el territorio aleatorio de la imaginación. El que sí leyó a Freud fue Marcel Proust, el más serio, dispendioso y farragoso rastreador de una intimidad, la suya.   En busca del tiempo perdido  es la novela de la memoria y de los vínculos insospechables que establece. Tenemos hasta aquí anotadas tres lógicas: la de Cervantes, el primero que se salió del camino de las leyes artistotélicas, que exigían un sistema, una redondez, una sensatez, a la obra literaria; la de Sterne, que llevó esta misma osadía hasta rebalsar los límites de la cordura y de la paciencia de sus contemporáneos; y la de Proust, que quiso poner en novela la vieja idea de que el hombre es la medida de todas las cosas. Es célebre la imprecación que García Márquez lanzó o dijo haber lanzado cuando leyó la primera frase de  La metamorfosis: “¡Ah, carajo, no sabía que se podía hacer eso!”. Este descubrimiento de un novelista tan lúcido (el descubrimiento de que uno pude escribir sobre lo que sea como sea) nos lleva a establecer una especie de apodicto —no sé si  la palabra exista pero de todos modos vale la pena acuñarla—… apodicto o apotegma o certeza inconmovible: en novela es lícito todo, excepto aburrir al lector o engañarlo. Pitol lo dice de otra forma: en la novela cabe todo. Veamos: novela es un intercambio de cartas como lo es Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos;  novela es un estudio minucioso e investigación de un crimen, como  A sangre fría de Truman Capote;  novela es la crónica de un día de pesca, como  El viejo y el mar de Hemingway;  novela es una enumeración enciclopédica de eventos, una violación de las leyes del tiempo y una demostración de erudición casi insoportable, como Cristóbal nonato  de Carlos Fuentes; novela es  Al filo del agua, de Agustín Yañez, que cuenta, recurriendo a la forma episódica y al retrato psicológico, la vida de un pueblo de México. Novelas son todas ésas y una enorme cantidad de obras que utilizan los procedimientos más diversos, tocan cualquier tema, critican cualquier sistema, exponen cualquier tesis. Desde la mínima historia de amor en  La tregua  o El túnel,  hasta la monumental narración de las vicisitudes de gran cantidad de personajes a lo largo de unos cincuenta años de historia rusa en  La guerra y la paz; desde el relato de las vidas más de trescientos personajes habitantes de Madrid en 1942 en  La colmena   de Camilo José Celá hasta el seguimiento de un día de la vida de Lepoldo Bloom en Dublin, en el Ulises de James Joyce. Todo eso es novela.
 Se reafirma con la anterior enumeración que en la novela cabe todo, todo se vale: es como el famoso jarrito de Tlaquepaque que aparece en un dicho mexicano: “todo cabe en un jarrito, sabiéndolo acomodar”, dice el dicho.
            Según García Márquez hay dos formas de escribir una novela: como él lo hace y como lo hace Vargas Llosa. García Márquez afirma que él no avanza a la segunda página si no tiene perfectamente terminada la primera y que no inicia una novela si no sabe cómo terminarla. Me parece que en esta afirmación hay una excesiva prepotencia. Que lo que plantea García Márquez es más un ideal que un método. Afirma García Márquez que el método de Vargas Llosa es escribir torrencialmente de principio a fin novelas infinitas, que vuelve a escribir de principio a fin una y otra vez hasta que queda satisfecho. Sergio Pitol, reciente Premio Cervantes afirma:Al organizar una novela lo que me interesa es construir una composición que pueda permitirme utilizar algunos efectos que de antemano imagino. La estructura es lo que decide la suerte de la novela. Y en toda la obra mi construcción es la misma, con mínimas e insignificantes variantes. En el centro de todas mis tramas establezco una oquedad, un enigma, en cuyo torno se mueven los personajes”. También afirma que toda novela es una “impresión sobre el mundo”. La afirmación de Flaubert de que “la novela es un espejo del camino”, no es falsa sino parcial. Más bien habría que decir que la novela es un espejo de todos los caminos: los reales, los imaginarios, los oníricos, los íntimos, los públicos. La teoría de  la relatividad afirma que cada vez que se observa un fenómeno, ese fenómeno es modificado. Hay, para terminar de construir este edificio de citas, una frase del filósofo Henry Bergson. Afirma que la función del sistema nervioso central es básicamente eliminativa y que si fuéramos conscientes a cada instante de nuestras vidas del alud de sensaciones, recuerdos, impresiones y vivencias que nos rodean, acometen y solicitan, nos volveríamos irremediablemente locos. Eso también es  la novela: una especie de sistema nervioso discriminativo, un sistema perfectamente ordenado de omisiones, de síntesis, de paréntesis, que nos deja con un trozo palpitante de existencia que cobra una vida inusitada y que posee una universalidad evidente. La novela es un sistema de interpretaciones. Es una versión personal del mundo. Onetti tiene su versión, la tiene Kafka y la tiene Joyce. De la riqueza y particularidad de cada versión, depende la trascendencia de la obra. Y por eso es que, de alguna manera, el novelista tiene que ser superior a su entorno: no debe mimetizarse como los insectos sino que tiene que destacar con un color propio, aun a costa de algunas incomodidades como el juicio adverso de su familia, su entorno, su país, su tiempo. El novelista tiene que enfrentarse a lo establecido, no condescender, no confraternizar, no convertirse en seguidor de nadie y crear otro tipo de establishment: el de su imaginación, es decir, el de su visión del mundo. García Márquez creó su propio  universo: Macondo; Faulkner, Yonapatawpha; Rulfo, Comala; Onetti, Santa María.
¿Qué tiene que ver el llamado realismo mágico con al filosofía? En gran parte de sus obras García Márquez, a quien se ha señalado como el máximo exponente y sepulturero del realismo mágico, nos enseña a vivir de otra forma, considerando la posibilidad de que la magia y la poesía sean parte cotidiana de nuestras vidas. Las novelas de García Márquez y las novelas en general son una especie de “suspensión del juicio”, una escapatoria a otra dimensión. El que escribe una novela ya no vive en el mundo de todos los demás seres humanos, sino en un mundo propio. Dice Pitol: “El novelista deberá entender que la única realidad que le corresponde es su novela, y que su responsabilidad fundamental se finca en ella”. Incluso en su vida personal el novelista esencial, aquel que se encierra a piedra y lodo a solucionar su novela, llega a convertirse en un ermitaño, un ser huraño, irresponsable, que deja familia y trabajo para entregarse de lleno a ese agujero negro. Para incurrir en el inefable placer de hablar de mí mismo, como dijo Ortega y Gasset,  contaré, de nuevo, el génesis de mi novela Breve historia de todas las cosas,  que escribí hace 35 años, cuando yo contaba apenas con 23 años y era un estudiante de filosofía en la Universidad del Valle, en Cali, Colombia. Tenía yo por entonces encerrada en mi cuerpo, en mi memoria y en mis secretas sensaciones, todo un mundo que había vivido en Costa Rica: San Isidro de El General era para mí una especie de aleph borgiano (antes de avanzar quiero registrar otra característica que debe tener una buena novela: debe ser inolvidable): el polvo rojo de la bauxita, las encantadoras oficiantes del cuerpo caminando a pleno sol por la Calle del Comercio, Tribilín, el sano y ocurrente comunista y músico hijo de don Juan Violinista, los vagos del parque, comandados por el paticorvo Palomo, las cuatro mujeres hermosas y despectivas que tenían enamorados a todos los machos del pueblo, la construcción de la Carretera Panamericana y la invasión de gringos borrachos, insolentes, simpáticos, locos, de la Ballenger, Topino and Ashville, así como la llegada de los gringos de la Aluminium Company of America,  las niñas el colegio de monjas encorsetadas por la represión, acosadas por los muchachos del Liceo Unesco, ebrios de deseos insatisfechos, el Coro de las Doscientas Voces que un día llegó en una caravana de buses de la Musoc… (Algunos personajes de la novela  están basados en personas reales; otros fueron inventados. Hay un detalle curioso: mi amigo el novelista cubano Félix Luis Viera, que leyó la novela en manuscrito, me dijo que el mejor personaje de la obra era el negro Vladimiro… un personaje por completo de ficción). La anterior enumeración, que se vio violentada por el paréntesis, daba cuenta del mundo que el futuro novelista que era Marco Tulio tenía como un átomo original en su imaginación y su memoria. Ese caudal de sensaciones un día eclosionó y dio por resultado la novela  Breve historia de todas las cosas, cuyo génesis y avatares relataré en otra conferencia.
            Tenía yo a los 23 años de edad esa especie de subconsciente explosivo  que caracteriza a los que han de ser novelistas, un mundo sometido a presión…y un día explotó, como el famoso átomo inicial del que dicen se originó el universo.  Con mis recuerdos comencé a escribir febrilmente en un cuadernote de contabilidad mientras un profesor batracio se paseaba arrastrando al pobre de Emmanuel Kant frente a un atajo de estudiantes en la Universidad del Valle, en Cali, Colombia.
            No hace mucho vi un video en internet de una conferencia de la escritora africana Chimananda Ngozi, una criatura digna de representar lo mejor de la nueva África. Su conferencia se llamaba “Los peligros de una sola historia”. Básicamente decía: The problem with stereotypes is not that they are untrue, but that they are incomplete. … Stories have been used to dispossess and to malign. But stories can also be used to empower, and to humanize.
            Traduzco lo básico de esta frase: “El problema con los estereotipos no es que no sean verdaderos, sino que son incompletos…” Siendo  Breve historia de todas las cosas una novela caricaturesca,  burlona, risueña, en ella traté de equilibrar toda intolerancia, racismo o tendencia: hay en esa novela negros malos y negros buenos, prostitutas abyectas y prostitutas poéticas, hermosas mujeres fatales y hermosas mujeres santas. Es cierto que algunas personas del San Isidro de El General se ofendieron, se sintieron ridiculizadas o molestas, incluso hubo quien me agredió de palabra y en una página de internet se afirma que el autor se encontró con don Alfonso Quesada Hidalgo, el célebre compositor de la canción que ha llegado a convertirse en el himno a San Isidro y que dice
Las garzas a la laguna
Todas han regresado
Pero tú no regresarás

 Mi novela Breve historia de todas las cosas causó desazón en muchas personas, habitantes del pueblo de San Isidro de El General. Muchos se vieron retratados o casi caricaturizados como arquetipos de belleza, de depravación, de tontería, de locura. La novela se leyó como una sátira y una burla. Y alguien la leyó como una copia de  Cien años de soledad.  El mismo García Márquez manifestó su rechazo a esta idea. La novela tuvo buenos aires. Navegó rápido, aunque había sido escrita por un muchacho de 23 años. Tuvo una carrera meteórica: fue publicada en Buenos Aires por una editorial de gran prestigio, La Flor, editora de Umberto Eco, Quino y su inefable Mafalda. En Costa Rica le otorgaron el Premio Nacional de Novela “Aquileo J Echeverría”, lo que constituyó un escándalo, pues se decía que había sido escrita por un extranjero y que el premio correspondía al ya famoso novelista Alberto Cañas… Aclaro que era falso que yo fuera extranjero, pues  por los años de la publicación me había naturalizado tico. Hubo crítica favorable en muchos países de América y España. Los libros de historia de la literatura hispanoamericana la incluyeron como la máxima representante y casi fundadora del post boom…etc. Lo que el crítico norteamericano John Brushwood destacó en la obra es lo que llamó “el derecho a la invención”. Básicamente eso es lo que constituyó el motor de esa novela: yo no intenté reflejar lo que era San Isidro, sino que permití que mi imaginación construyera otro pueblo encima del real. Y eso está precisamente reflejado en la estructura de la novela. El San Isidro de El General que el lector tiene ante sus ojos no es el San Isidro de El General real, sino uno inventado en primera instancia por un narrador intradiegético, es decir, un narrador que está dentro de la narración. No es, por lo tanto un narrador omnisciente, porque no lo sabe todo, pero sí es un narrador totalizante, porque lo que no sabe lo inventa. Sin duda tiene algún parentesco más bien cercano con Cide Hamete Benengeli, quien según Cervantes, que ya avisoraba las críticas, fue el que escribió las aventuras de don Quijote de la Mancha. Exteriormente, pero más oculto, tan oculto que ninguno de los críticos lo descubrió, en la Breve historia de todas las cosas está el autor, Marco Tulio Aguilera, quien se pinta fugazmente, entre las páginas de una novela que tiene muchos personajes y muchas situaciones. Ahora viene el asunto de afrontar las críticas  y censuras que se le han hecho a la novela. Voy a citar un artículo que hallé en internet, en un blog que se llama Resonoco.  Está firmado por un eminente filólogo y profesor de literatura: Alexander Sánchez Mora.  Dice: “La novela Breve historia de todas las cosas causó revuelo en la ciudad de San Isidro del General. ¿La razón para ello? La trama novelesca se desarrolla en un pueblo con aspiraciones de ciudad que lleva por nombre San Isidro del General y que se ubica en un punto entre San José y la frontera panameña. La presuntuosa ciudad es presentada como un “refundidero de polvo rojo”, un “estercolero megalítico”, en fin, el “culo del mundo” en el que domina un “ambiente canibalesco”. Además, el texto ofrece un desfile de comerciantes, beatas, políticos, prostitutas, sacerdotes, ladrones, artistas, mendigos, educadores y policías: todos ellos, atrapados en sus ínfimas y ridículas aspiraciones”. Admito que la novela es una caricatura y que ridiculiza a muchos personajes, pero arguyo a favor de ella lo siguiente: si yo como autor hubiera descrito fielmente a San Isidro, cantando sus encantos turísticos y exaltando sus mujeres—y aquí he de decir que he vivido en muchas ciudades y pueblos, pero en ninguno he hallado mujeres tan hermosas como en esta deliciosa esquina del mundo— posiblemente la obra no habría pasado de ser una especie de folleto turístico sin ningún interés literario. Al magnificar, al transformar, al inventar, yo, como tantos otros escritores, elevamos lo que es un pueblo como tantos otros, al estatus de pueblo mítico, memorable. Una de las más grandes decepciones que se llevan los lectores de las obras de García Márquez es visitar Aracataca, pueblo de origen de Macondo: hallan polvo y abandono. No sé si alguien se ha desilusionado al visitar  San Isidro después de leer mi novela.
Además, quienes han leído Breve historia de todas las cosas se darán cuenta de que en la obra hay personajes hermosos, dignos de memoria: Californio el Simple, la Sietecolores, el negro Vladimiro. El San Isidro que yo muestro no es el que está cerca de la frontera con Panamá sino un San Isidro de mi imaginación, que resulta ser un espejo deformado del mundo, un microcosmos, más hijo de mi tendencias, gustos y debilidades que de este país privilegiado del  mundo que es Costa Rica…
Muchos años después de la publicación, esa misma novela me ha traído de regreso a Costa Rica con motivo del centenario de la fundación de ese especialísimo lugar del mundo que es San Isidro de El General. Y aquí estoy en Costa Rica, dejando divagar mi mente y tratando de sacar en claro qué es una novela. Hay una idea no muy desafortunada: la de que toda novela es, en pequeña o gran medida, una venganza del autor contra personas que lo ofendieron o lo ignoraron. En general las novelas no son hechas para cantar sino para deturpar. Hubo un tiempo en que muchas personas se ofendieron porque se identificaban en mis personajes. Hace poco me enteré que en San Isidro hay personas que están ofendidas porque no fueron consideradas en mi obra. De San Isidro saqué  muchas satisfacciones e insatisfacciones, pero lo que sí le atribuyo es que me ofreció un mundo tan rico, que me obligó a ser escritor para estar a la altura de lo que había recibido. Dice el crítico literario Mauricio Serrahima: “la novela tradicional se basa en una convención: la de que el novelista lo sabe todo de sus criaturas”. Yo no sabía todo de mis criaturas porque no trabajaba con estadísticas sino con mi imaginación. Básicamente reivindico lo que el profesor Brushwood dijo de mi novela en un libro ya clásico que se llama The Spnaish Amarican Litterature: esta obra defiende el derecho a la invención. El deber del autor no es reproducir el mundo sino interpretarlo, darle un color nuevo, diferente, imprimirle su estilo. La historia de los escritores que han sufrido agresiones, ninguneos, censuras, por parte de lectores, autoridades y críticos es tan larga como la historia de la humanidad. ¡Cuántas críticas no ha recibido la Biblia por asuntos tan descabellados como que Dios le pida a Abraham que sacrifique a su hijo, que eligiera a Judas para que lo traicionara y luego lo destinara a la horca, etc. Difamaciones, denuncias, juicios han acosado a casi todos los escritores del mundo: Flaubert y Tolstoi porque de alguna manera celebraron el adulterio y abominaron del matrimonio, Dante porque metió a sus enemigos al infierno, Sade porque glorificó el placer por encima del deber. En general podríamos concluir que la novela de alguna manera resulta ser traumática para su tiempo, anunciadora de nuevas tendencias y costumbres, un capricho de una imaginación voluntariosa, y luego, la anunciación de una nueva sensibilidad. En la novela cabe todo, todo se vale y cada escritor al culminar una novela cumplida, de una manera humilde y sin embargo en extremo ambiciosa, está inaugurando un mundo nuevo. Con mi Breve historia de todas las cosas  yo reinventé a San Isidro de El General, hoy ciudad en la que me he enterado hay un vigoroso movimiento literario. Yo puse mi ladrillo; a los escritores generaleños y ticos les toca poner los siguientes para construir el gran edificio de la literatura de este país, que es parte fundamental del espíritu de un pueblo que por muchos años ha sido el ejemplo de América.

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