Cuando
supe que estaba listo, que todo mi ser era una especie de
átomo original a punto del big bang, puse a Atenea de patitas en la calle, compré una botella
de tequila, limpié la mesa, coloqué dos cajetillas de cigarros, limón
y sal a mi lado. Y me senté. Frente a mí estaba la vieja y perruna Olivetti Lettera 22, que
había arrastrado de Cali a Lawrence, de allí a
Monterrey, para terminar en donde ahora, entonces, estaba. Pasaron los
minutos. No podía escribir ni una sola palabra. Tomé un largo trago,
me eché a la boca una pizca de sal y me exprimí medio limón. No salió
ni una sola palabra. Apuré otro trago con idénticas consecuencias.
Al tercer trago salió la primera frase, redondita y todavía escurriendo
líquido amniótico. Celebré el triunfo con una tercera dosis. A
partir de entonces el texto emergió espontáneamente. En esos momentos
no sabía si lo que estaba escribiendo valía un potosí o menos que nada. La
alegría del instante era pasmosa, el
sentimiento de poder comparable al de un dios que con un movimiento
de sus manos levanta montañas, abre desfiladeros, traza valles sin fin y pone
sobre ellos criaturas inéditas, sorprendidas y dichosas.
Una
vez que hube terminado, anoté en mi Diario: Ya lo escribí. Me
siento raro. Eructo constantemente. Puse el agua del baño a calentar.
La cena está en el fuego. Yo estoy acostado en el sillón romano (así lo llamo
por antiguo y desvencijado), escribiendo estas palabras. Me
siento raro. Llueve a cántaros. Comeré y
me bañaré. Eso es todo. No sé si he hecho honor a la idea que tenía de
mi personaje. No sé qué es lo que siento. ¿Estoy bien o mal? Lo ignoro.
Pero cómo se iba a sentir bien Ventura, si
había bebido, de una literal sentada,
casi medio litro de tequila en acaso tres horas. Se sentía horrorosamente mal, trastornado, no al borde de
la locura, sino en el puro
centro de ella. Continúa el texto: Estoy
en uno de esos sitios de donde uno se pregunta si
saldrá o no. Creo que fue una exageración y
una temeridad tomar tanto tequila de
forma tan continua y despiadada. Pienso que todo pasa, que
esta sensación imprecisable desaparecerá
en cuanto amanezca. Entonces todo será
diferente. Leeré mi texto y sabré si vale la pena o no.
Pero ahora, en este instante, siento que las
cosas carecen de perfil. Los ojos se me cierran. Pero temo dejarme ir.
Sé que si dejo que se cierren, vomitaré como loco, tiraré en la sala o en corredor que comparto con la poeta Estrella
de los Campos mis entrañas, me desaguaré,
quedaré convertido en una gran letrina... Si hubiera alguien a mi lado. Si hubiera
alguien. Alguien.
Ventura no tiene palabras para recordar lo
que sintió. Ni entonces ni
ahora, ya de regreso. No era simplemente que el mundo girara, como le gira a todos los borrachos cuando
pasan la línea de lucidez. Ni
que el entorno perdiera sus límites, sino que, simple y llanamente, todo se había duplicado. Existían dos casas,
dos cuerpos propios, dos puertas,
dos máquinas de escribir. Al asomarse a la noche, vio que la densidad de las estrellas era superior a
la habitual. No sólo me trastorné yo, sino que eché a perder el orden
del Universo, pensó. Recuerda
incluso que con un poco de ironía amarga comenzó a evaluar las
consecuencias de vivir en un mundo en el que todo tendría su duplicado, no sólo los problemas, sino los
cheques quincenales y las mujeres.
Acabó de cenar y de bañarse. Lo tuvo que hacer en cuatro patas porque
no pudo tenerse en pie. Suponía que tras comer y bañarse iba a retornar a la normalidad. ¡Falso,
falsísimo! Todo comenzó a
girar. Intenta mantenerse en el centro pero no puede. La fuerza de los giros amenaza con lanzarlo contra
las paredes. Va a cerrar los
ojos. Voy a cerrar los ojos. No me importa lo que pase. Cierro los ojos y, paradoja de las paradojas, la
oscuridad se ha duplicado. No que
sea más densa, sino que hay dos oscuridades. Entonces pienso que por fin ha pasado lo que me dijo aquel
infecto psiquiatra de mi primera gran caída: el incurrir en un exceso podría trastornarme
definitivamente. Mi esquizofrenia precoz,
de la que salí con tanta dificultad, había permanecido latente, agazapada, y reventó gracias al tequila. La
historia de cómo pudo dormir en medio de la borrasca y cómo despertó es bastante banal.
En su Diario, con letra de parkinson y
lamparones de sudor,
se halla consignado
el despertar y sus reacciones. Son las
cuatro de la mañana. Tengo un dolor de cabeza
razonablemente soportable y una sed de beduino. Bebí un
litro de leche fría directamente de mi secreta vasija
de barro indígena. Abrí la puerta para que entrara mi gata. Atenea atravesó la sala sin ansiedad
y se instaló sobre la barra de la cocina a mirarme como la esposa que no dice una palabra
pero que reprocha con los ojos. La supe comprensiva y la quise más que antes.
Ya no tengo sueño. Quiero leer el cuento que acabo de
escribir casi a costa de mi cordura. Ya lo leí. Aunque es apenas un boceto,
tiene la estructura, la tensión, la emoción, la
profundidad de lo mejor que he escrito y quizás escribiré en toda mi vida,
creo. Coloco los papeles prensados con un clip, al lado del proyecto
de novela, junto al colchón. Cada vez que escribo algo semejante me gustaría
correr por el mundo para leérselo a todos, ir al parque y congregar a una
multitud para leerlo a gritos.
xxx
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