MEMORIAS INDISCRETAS 19. A Sara Tustra, criatura
entre Greta Garbo y María Félix, la conocí en una recepción de estudiantes
extranjeros en Lawrence, Kansas. Más que impresionarme por su belleza, que era
indudable, me molestó la maestría con que lograba que todos los asistentes la
convirtieran en centro de atención. Con el espíritu destructivo que siempre me
ha caracterizado, particularmente frente a misterios tan tentadores como las
mujeres, tal vez movido por el poco interés que los concurrentes mostraban por
mi irrefutable persona, en un intento de acercarme a ella para desmontar su
mecanismo de encanto universal, comencé a someterla a una batería de ironías y
descalificaciones que lejos de sacarla de su centro, la reafirmaron como
soberana de la reunión. Quise buscarle un defecto y creí hallárselo en un ojo o
un párpado, ligeramente manchados u obscuros. Sara Tustra, como una diestra espadachina repelió mis
ataques y siguió en su mundo y solamente en un instante nimio de su inigualable
actuación se dirigió directamente a mí, me miró a los ojos y dijo: Ya me
dijeron que eres el escritor colombiano que escribió no sé que obra maestra que
fue publicada con gran estruendo publicitario en Buenos Aires. Felicidades,
genio, pero ¿no crees que en una reunión internacional deberías hablar en
español para que todos puedan comprender tu ingenio aborigen y admirarlo.
Pasados varios días de soledad y desamparo
(MT estaba recién llegado a Lawrence y todavía no tenía cómplices
propicios para sus fechorías deportivas y amorosas) y tras llamarla varias
veces a Ellthworh, edificio de las residencias universitarias, vecino al mío,
que era Mc Collum Hall, logré que Sara Tustra aceptara una reunión de diez
minutos conmigo (“Tengo mil cosas que hacer”, dijo y a partir de entonces supe
que esa era su agenda diaria, “mil cosas que hacer”); una reunión, le supliqué,
nada más para limar asperezas y fomentar la fraternidad entre nuestros hermanos
países, le dije. Era mexicana, aclaro. De las mexicanas muy muy hermosas, que
las hay en abundancia, particularmente en los estados del norte (luego lo
sabría, una vez que encallé en Monterrey, un par de años después). Seis meses
de trabajo intenso tuve que sufir pare terminar con la hermosísima Sara Tustra
en mi cama. Toda esa ordalía la relaté en mi novela Mujeres amadas, que ha recibido buenas lecturas y a la que algún
lector poco parco calificó como la novela amorosa de la década y a la que otro lector
menos piadoso llamó obra de sex fiction. Cuando tuve cerca a Sara Tustra pude ver que no solo no tenía
mancha alguna sino que poseía los ojos más bellos (pido rendidads disculpas por
el villano lugar común) que crituara humana haya poseído. Pues esa mujer me tuvo
ocupado varias décadas, aunque no me casé con ella, como lo llegamos a planear
con todo y compra de sábanas santas. A esa mujer no sólo le escribí una novela
sino que me hizo llorar recordándola en
una borrachera a lo largo del malecón de Veracruz, además me ha seguido
visitando en sueños periódicos (románticos, idílicos, vengativos, procaces,
utópicos, fantásticos, atroces) y fue la que mandó asesinar a mi amadísima
esposa, que afortunadamente sigue viva.
MEMORIAS INDISCRETAS 20. El tacto no ha sido mi
cualidad más destacada. He sido torpe, poco diplomático, a veces brutal en el
trato con las personas. Colocado en situaciones de privilegio, digamos durante una
recepción en la que se me entregaría un premio o abriendo con un discurso un
congreso de académicos, he lanzado frases en ocasiones agresivas o groseras que
sin duda ofendieron a quienes las escucharon. Mi excusa (más para justificarme
ante mí mismo que por consolar a los que han sufrido mis exabruptos) es que
acostumbro a ser perfectamente sincero siempre, siempre, y que la espontaneidad
es parte esencial, irreductible, inevitable de mi personalidad. Sólo conozco a
un escritor más violentamente brutal que yo: Rubem Fonseca. “Uno de los mayores
placeres que se le puede ofrecer a la compañera de lecho en el momento de estar
en pleno disfrute de los dones del cuerpo es meterle un dedo en el culito”,
dije en una conferencia ante muy compuestas señoras no sé dónde. “No me gustó El otoño del patriarca”, le dije a
García Márquez con entera desfachatez la primera vez que lo vi. Tenía yo por
entonces 24 años y acababa de ver
publicada mi primera novela en Buenos Aires. Años después, ante un gran
auditorio en la Feria del Libro de Bogotá, dije que un ejemplo de la más banal
basura literaria era la novela Rosario
Tijeras. El autor, Jorge Franco, estaba sentado a mi lado en una larga mesa
plagada de “jóvenes promesas de la literatura latinoamercana”. Años después esa
novela sería uno de los más grandes best sellers de Colombia y de ella se
harían telenovelas y películas, mientras mis obras seguían siendo lo que se
llama succes d’ estime, libros elogiados por la crítica hasta el ridículo pero
que con dificultad alcanzaron una segunda edición. (Miento, miento para
dramatizar: varios de mis libros han pasado de la tercera edición y uno ha
alcanzado catorce). Dos veces fui representado por Carmen Balcells, la mayor agente literaria de lengua
castellana, y en las dos ocasiones eché a perder la oportunidad por
apresuramiento y falta de humildad. Frente a mi esposa y al escritor Óscar
Collazos me atreví a cortejar a la que por esos días era su mujer. Óscar me
dijo, lo recuerdo: C’est moi qui monte. Cuando debería haberme comportado como
hombre serio o como un caballero decente, terminé actuando como un rústico. Las
dos o tres veces que me he graduado en universidades, en lugar de vestirme de
acuerdo a las normas, con traje y corbata, he llegado con el pelo escurriendo
agua, ataviado con ropa deportiva y zapatos sucios. Cuando recibí premios importantes
(lo que ha sucedido una decena de veces:
en Costa Rica, en México y Colombia) no lo hice con sencillez sino con pomposa
grandilocuencia y llegué a insultar a un
gobernador llamándolo corrupto frente a sus subordinados. Supongo que estos
comprotamientos se han extendido a mis relaciones personales, particularmente a
las afectivas, amorosas o eróticas, en las que he salido generalmente
fracasado. La única relación en la que no he fracasado (hasta la fecha) es la
que he tenido con mi esposa, aunque ha estado en extremo peligro muchísimas
veces. Definitivamente: no soy modelo de nada.
MEMORIAS INDISCRETAS 22. Dos veces estuve en el infierno. La depresión
mayor es el infierno (“depresión mayor” fue el diagnóstico que me parece el más
adecuado a mi desorden mental, llamémoslo así, diagnóstico emitido por uno de los diez o doce
psiquiatras que tuvieron el cuestionable privilegio de tratar de entender mis
terrores y confusiones metafísicas. Mi esposa, la recuerdo o la imagino con una
terca, tozuda, inflexible dignidad arrastrándome como a un perro jalado por una
cadena a consultorios de médicos brujos
y curanderos espirituales, a cubículos parroquiales y reuniones de maniáticos
anónimos, la imagino siempre bella, fresca como una especie de Dorian Grey
inmarcesible (parece que mi amada se estacionó en los diesisiete años y
habiendo rebasado los cincuenta sigue con su piel de magnolia y sus ojos
limpios); la depresión (la depresión mayor, bilis negra) es la experiencia de
vida más excepcionalmente terrible, espantosa, desagradable, aborrecible,
inolvidable, feroz, desoladora, aterradora, inexplicable, insoportable,
incomunicable, insoslayable, triste, solitaria: es como estar siendo asesinado
lentamente con un puñal que se hunde milímetro a milímetro en el pecho durante
minutos, horas, días, semanas, meses,
años, hasta que el que la sufre se suicida o sale del abismo con las uñas levantadas
y las yemas de los dedos en carne viva y la conciencia de que ha vivido la más
atroz experiencia que se puede vivir. Y lo sorprendente, lo absolutamente
sorprendente, es que en muchas ocasiones
esa experiencia de corrosión del alma no
corresponde con una situación real que la suscite: a veces el deprimido no
tiene que estar así, no hay ni una sola razón o motivo verificables. El
deprimido piensa que su persona es menos que nada, que vale menos que un perro
moribundo, que todo lo que ha hecho en su vida
carece de sentido. Recuerdo que en uno de esos interminables días de
siete años de abismo, en una de esas
8760 horas de desgarro espiritual, en uno de esos 525 600 segundos de mi vida
en el abismo, yo mismo quemé mis libros en una pira (los 32 libros que había
publicado en 15 editoriales, en cinco países y que habían recibido decenas de premios
literarios, cientos de reseñas, estudios, monografías, en general altamente
elogiosos). Mi esposa asistía al evento y no intentó detenerlo, vio arder mis libros.
Ella misma me había instigado a hacerlo, me había retado como me retó a cumplir
con la amenaza de suicidarme. Yo estaba con la cabeza entre las manos, los
codos apoyados en la mesa del comedor y decía interminablemente “me quiero morir,
me quiero morir, me quiero morir”, mientras ella cocinaba deportivamente, como
si viviéramos en el mejor de los mundos y estuviera sonando el Himno a la
alegría . “Si te quieres morir, ¿quién te lo impide?”, dijo con la frialdad de
quien dice “mira, ha comenzado a llover”, y puso un vaso con agua y un tarro de polvo mata ratas al frente. Después se
sentó a esperar con la esperanza de que yo por fin definiera, frente al cráneo
de mi vida... ser o no ser.
Un minuto duró mirándome: “¿De
verdad te quieres morir?” Mi respuesta fue escueta: “No me quiero morir”.
¿Qué me estaba pasando? ¿Cuál fue
el momento en que se desencadenó la caida rumbo al abismo, esa noche oscura del alma? ¿Por qué le sucedió ese cataclismo espiritual a
alguien como yo, que se creía no semejante a los dioses sino superior a ellos? Una sonrisa, por favor. Detengámonos
aquí, pasemos a otro tema, ya regresaremos al averno con una armadura menos
vulnerable.
MEMORIAS INDISCRETAS 23. Pero dejemos atrás
las tristezas. Hoy quiero recordar el día (la noche) en que conocí a la
adolescente que habría de cambiar mi
vida disoluta, libérrima, alegremente irresponsable. De mujer en mujer había
ido MT cabalgando por la existencia y lo último que se me habría ocurrido sería
establecer una relación perdurable, posiblemente definitiva. Que me gustaban
desde entonces y hasta ahora las mujeres muy jóvenes, ¿y a quién lo le gustan?,
lo demuestra que yo haya encallado en esa criatura encantadora que era la que
es hoy mi esposa: tenía 17 años recién cumplidos cuando yo estaba rayando la
edad de Cristo en la cruz y era ella una sonrisa permanente de dientes tan
hermosos, tan simétricos, que por varias semanas le estuve pidiendo que me
dejara estudiarlos, unos ojos castaños cristalinos de aire vagamente oriental (¿hija
de un tailandés? ¿pequeño desliz de la santa madre de mi amada), un rostro semi
ovalado digno de un camafeo decimonónico, unos huequitos de la nariz perfectos
que dilataba y comprimía con una gracia de cochinito feliz o de conejo, unos
hermosos y diminutos pabellones auriculares (suena bien llamar a las orejas “pabellones
auriculares”, ¿o no?), y unos labios de simetría renacentista. Sabía mover las
orejas hacia adelante y hacia atrás como los elefantes y con éstas y otras
gracias me hipnotizaba. Conjunto que, he de decirlo, me dejó helado al momento
de verla en el sillón del jefe de la editorial: tenía sus lindas piernas levantadas
con los talones apoyados en el escritorio y sus muslos enfundados en medias de
lana que le llegaban arriba de una falda volada no tan larga, insisto, medias de lana, y, aclaro, color café con
leche (no olvido, ay, deleite supremo, el momento en que pude meter mis manos
pecadoras bajo la armadura de lana y hacer que descendiera para permitirme el
deleite tactil de sus frescos frutos).
La síntesis
de mi novela de amor con la mujer que sería mi compincha durante más de treinta años es la siguiente: la
saludé con calculadora indiferencia, hice una llamada a Barcelona a mi
representante Carmen Ballcels mientras la miraba, la calibraba, la estudiaba de
reojo con malicia de tasador de diamantes, la veía bostezar y hacer un
comentario evidentemente oblicuo dirigido a una gorda de rizos indómitos que
allí fungía como testigo e inarmónica comparsa, no tienes idea, manita, el
hambre que tengo, dijo, momento en el que vi abierta la puerta del cielo, pues
si tiene hambre, niña, le presto un billete para que compre unos tacos, le
dije, y ella, la criaturita, con desparpajo, ojitos sonrientes y mirada
chispeante, dijo, cayitos, amigo, con lo que quería decir que aflojara la lana.
Busqué en mi billetera y hallé solamente uno de 100, una verdadera fortuna por
entonces (hablo de 1982, más o menos). Se lo entregué entero y le dije tengo
que irme (y de verdad tenía que hacer un viaje de asuntos literarios) y, en voz
baja, para que no oyera la gorda de rizos indómitos, ¿aceptarías una invitación
a cine cuando regrese? La niña le guiñó un
ojo a la gorda como diciéndole, el negocio va bien, sólo que sea en sábado,
comentó, el día que puedo escaparme, porque trabajo cuidado esta pulgosa
oficina de lunes a viernes y el domingo lo tengo ocupado lavando ropa y además
mi mamá no me deja salir el día del Señor.
Termino la
historia: regresé de mi viaje, fuimos a cine, vi que en lugar de mirar la
película (Los pájaros de Hitchkok, imaginen) me miraba a mí como
arrobada o sorprendida, con sus grandes ojos fijos, diría un poeta
amigo. Sentí que estaba al borde de algo indiscernible hasta que seguí el
impulso que nació de lo más hondo de mi destino, me lancé en picada, cerré los
ojos y embestí la pared de granito. Le di un beso. Ella (en venganza, hoy lo
sé) me devolvió otro, que duró los 30
minutos que restaban de la película. No habían pasados tre meses cuando ya
estábamos casados. Y, 32 años después, seguimos casados, felizmente casados, lo
digo con infinito desprecio a los que dicen que el amor constante es imposible
después de tres meses. Sobre la intensa y terrible, luminosa ruta que me llevó
al matrimonio escribí una novela que llamé Carita sonriente. Mi mujer la leyó de un tirón en una cama de
las residencias artísticas en Banff. Sólo recuerdo que me dijo: ¿Tú escribiste
esto? ¿No te da pena? He de decir que la novela no me gusta. No le hace
justicia a mi niña. No pude atrapar su espíritu, su gracia indudable y hacerla
vivir en una obra artística, como sí logré hacerlo con Irgla en Mujeres amadas, con Bárbara Bláskowitz en La insaciablidad y con otra
media docena de personas del sexo femenino que terminaron convertidas en
protagonistas de mis novelas y cuentos. En algún concurso no tan despreciable le
dieron mención honorífica a la novela de mi gran amor sin comillas o cursivas.
Tres amigos me recomendaron no
publicarla. Años más tarde mi amada diría: ¿Cómo es posible que a esas
apestosas les hayas escrito novelas de verdad y a mí sólo me hiciste esa
porquería? Estoy de acuerdo. Tengo la novela guardada y he pensado en convertir
a la protagonista en una villana de espanto. (Ayer en internet un amigo me
mandó un mensaje: “No dejes de ser malvado. Eso es lo que nos encanta de tu
persona: que cultivas con deleite tu leyenda negra”. Y otro amigo de internet
me acusó de racista por cultivar mi leyenda negra).
No hay comentarios:
Publicar un comentario