MEMORIAS INDISCRETAS 15. Mi lista de mujeres amadas o por lo menos el
inventario de las que ocuparon un lugar en mi existencia de amoroso desaforado
o buscador de afectos: Beleida, pequeñita, yo caminaba abajo, por la calle,
ella arriba de la banqueta, le di un beso con los labios apretados y la cara
tensa, sus hermanos eran carniceros y cuando se enteraron de nuestro romance me
acecharon a sol y sombra hasta hacerme abominar del amor;
Alondra, modelo con nariz de tobogán, con la que yací en cama verde al
lado del Río General, acto más atlético que amoroso o erótico que apareció en
toda su bucólica crudeza en Breve
historia de todas las cosas;
Verushka, una rubia de cabellera larga y líquida que conocí en una feria en San Isidro, me
ilusionó, la fui a visitar a su casa en Desamparados, la volví a ver meses más
tarde, ay, apercollada con Memo Moreira,
el guapito del pueblo: me partió el corazón;
Zenaida, que cantaba en el coro de zarzuelas en el colegio de monjas: la conocí
en una fiesta, bailamos, la acompañé a su casa en complicidad con la media
noche por las calles solitarias de San Isidro, nos dimos besos golosos y de
reprimida lujuria en todas las esquinas,
no la volví a ver sino meses después, me pareció eminentemente fea y yo me
reconocí como un auténtico gañán intoxicado por los perfumes nocturnos y el
alcohol;
Lilita, una trabajadora del cuerpo, linda y joven, que caminaba descarada
y triunfante por las calles, me lanzaba requiebros poco decentes y me
recordaba, frente a mis compañeros de la Escuela Normal, que nos habíamos
conocido en el más siniestro congal del pueblo, el Bar Tico;
la otra rubia, Rosita, compañera del bachillerato, que decía que estaba
enamorada de mí “pero sólo de la cintura para abajo”;
Sahiri Soto Suárez, la única mujer que estuvo a punto de enseñarme a
bailar salsa, Sahiri Soto Suárez, a quien enamoré y en el momento más alto de
nuestra relación abandoné para irme a estudiar filosofía y alemán y griego
antiguo a Cali;
Carmelita, la que vendía dulces a la salida de las residencias
universitarias: con ella las sesiones de amores físicos fueron maratónicas,
epopéyicas, onomatopéyicas (yogábamos escandalosos e impíos ante un auditorio
aplaudidor, el vecindario de estudiantes pobres de las residencias de la
Universidad del Valle, singábamos, cogíamos, fornicábamos, hasta que ya no me quedaba absolutamente nada
en mis entresijos mientras su bebé de tres o cuatro meses dormía al lado del
catre);
Alex, Alejandra, que sufrió el mismo destino de Sahiri (enamoramiento y
subsiguiente abandono, en este caso para irme a estudiar a Kansas) (inspirado
en el recuerdo escribí uno de los fragmentos más escabrosos y divertidos de
novela Mujeres amadas: formamos en
animal de cuatro piernas y dos espaldas en el baño de la casa del Negro
Marmolejo, en plena fiesta), la encontré
muchos años más tarde e intenté revivir con ella los coitos felices e
irresponsables, me acosté con Alex en el Hotel Intercontinental Cali en un
lastimoso acto que incluyó (excluyó) a uno de sus senos, mutilado por el
cáncer;
la ballenita caliente, así la apodé en Mujeres amadas, una judía peruana, poeta, que fue la primera en
enseñarme las artes de las famosas flautistas del emperador (arte del que
sería, muchísimos años más tarde, exponente emérita, plenipotenciaria, Bárbara
Blaskowics, personaje principalísimo de La
insaciabilidad);
Jaqueline, otra rubia, gringa, pequeñita, sabia en asuntos de literatura
decimonónica, gozamos frugalmente de nuestros cuerpos rostizados al vino y a la
pasión de su chimenea en su casita hundida en la nieve de Lawrence, Kansas
(creí que había algo parecido al amor en el asunto hasta que ella me dijo: Para
mí, my dear, lo nuestro es una aventurilla invernal con plazo fijo, pues debo
decirte, sorry, tengo fijada la fecha para mi boda con un competente PhD de
Princeton);
Irgla, protagonista de varias de las novelas de mi serie El libro de la vida, supongo que la amé
porque ha ocupado muchos años de mi vida y a veces me visita en sueños, nuestro
ayuntamiento era básicamente imposible por las diferencias sociopsicológicas y
patológicas (de ella y de este escribano), terminé abandonando la plaza al
darme cuenta de que no estaba dispuesta a renunciar a los privilegios de su
estatus social a cambio de vivir una reumática vida de miseria y quimeras al
lado de un escritorcillo que no terminaba de levantar vuelo después de un
despegue brillante.
Luego viene la lista que mujeres
que desemboca en la sensible criatura
entre angélica y diabólica, como todas, mujer
que me ha acompañado (soportado, querido a veces, odiado en ocasiones,
extrañado cuando he estado lejos, acompañado en los grandes momentos como recepciones de premios, viajes de
conferencias, estancias bajo la nieve y en cabañas en un bosque de Banff,
Canada, sufrido mis prolongadas depresiones y mis insufribles euforias, mi
mujer, la mujer de mi vida, sin ironía alguna, en cuyo altar muere mi afición depredadora como
el agua de un río en un desierto.
MEMORIAS INDISCRETAS 16. La lista anterior de las-mujeres-de-mi vida es previa, claro, a la
llegada de la grande, la principal, la única, es decir, a la mujer que tomó por
asalto mi existencia, convirtiéndose,
como escribió Tolstoi en su Diario, en mi rueda de molino atada al cuello y
borró de un plumazo a todas las ya citadas, incluso a otras, que también me
dieron instantes de diversa índole amorosa, erótica y/o sepa Judas: a saber:
la Princesa de Huamantla,
auténtica princesa de la Feria de las Flores de Papantla, hembra de pechos
privilegiados y de lengua interminable que se aplicababa a largas y fatigosas
disquisiciones sobre zapatillas finas, ropas de Fábricas de Francia y no a
labores más generosas;
después viene en la lista Trilce,
la hija de nariz caballuna de mi amante más tozuda y juiciosa, Bárbara
Blaskowitz;
y más después aparece Alma
Daylight, guatemalteca que fruncía la nariz de la forma más graciosa imaginable
y quien que en una sola noche levantó una catedral de amor en mi imaginación y
al día siguiente me informó que no podía involucrarse más allá porque estaba,
ella misma decía, endemoniada pues noche a noche cuando no hacía el amor con un
estricto desconocido, era visitada por bestias oníricas que la azotaban contra
las paredes (“Por tu propio bien, olvídame, yo estoy perdida para siempre y no
quiero perder a nadie más: lo mío es un fornicio cada noche con un desconocido
y adiós”,
(a Alma Dayligth le regalé una sombrilla china que me costó más que mi
famoso violín Markneukirchen;
y llegó la doctora nariz de
cotorro, con sus anfetaminas, sus angustias, sus guardias nocturnas (con ella,
como con la Princesa de Huamantla, visité las galas de estribor: en el primer
caso con margarina como en El último
tango en París, en el segundo con sus fértiles jugos espirituales);
y continúa con La Tota, su pelambre de museo marino y sus botas de
mosquetera, mujer o más bien engendro de muy particulares aromas que portaba un
estilete en la bota de mosquetera y que me dejó como herencia una bolsa con
hierbas medicinales;
y casi bailando una danza de
sílfide, la polaca Korolenko, adoradora frenética de Chopin, quien se tendió
sobre la bandera de su patria y a ritmo de La
Polonesa dijo estar dispuesta a la ocupación (“Pero antes, bésame el
cuellito”);
la juiciosa, pizpireta,
simpática, esbelta como un junco del Nilo, ama de casa quien en una fiesta
despotricó contra su barrigoncito marido
y me dijo “a mí me gusta el trote del macho aunque me zangoloteen y a mi marido
lo que le gusta son los bultos de cemento, es arquitecto constructor el
maldito”);
la muñeca de porcelana, llamábase
Fiorella, con su nariz minuciosa, sus pecas infinitas tan mal distribuidas y su
ceceo infantil, en su baño me hizo higiene previa con Jabosote y luego ejerció
con eficiencia buenas dotes de real flautista del emperador;
las niñas de la academia de
Clitemnestra, que fueron el sueño de una noche de verano con todo y burro de
elegantes orejas: asistí a la academia a estudiar danza contemporánea y a
sufrir y disfrutar de las gracias adolescentes que un día se desnudaron todas
para mí gracias a la complicidad de la maestra Clite, que muy en público
manifestó su intención de enseñarme técnicas bastante particulares del placer
gimnástico;
la otra Bárbara, Bárbara-Erika,
que pasó directamente de la cama a ser protagonista de un cuento en el que
borboteaba como un caldero de brujas su insaciabilidad aterrorizante: habitó
todas las estancias de mi apartamentito cerca del cerro y en todas ejerció el
imperio de su omnívora intemperancia y siempre utilizando la palabra obsesión como bandera de inocencia;
y años antes la gordita
intelectual que se quería suicidar lanzándose desde la ventana del piso trece
del Hotel Tequendama después de haberme
narrado sus fechorías precoces y procaces en el más exclusivo colegio de
Bogotá, fechorías que, dijo, culminaron en un aborto y un desplome en el mundo
de las anfetaminas;
la poeta pantera y su noche de
descarada lujuria bajo un farol en el Parque de San Antonio en Cali, asunto que
culminó cuando pagamos la habitación de un hotelito de cuatro pulgas con el
único reloj de buena marca que he tenido en mi vida;
la cubanita adolescente que me
desnudó de mis intenciones primitivas y me dejó como un cangrejo sin caparazón
al sol de la Habana después de varios días de borrachera;
la otra polaca, gallina vieja,
con una insoportable nostalgia anémica y un olor a guetto varsoviano, que
regresó a su patria llevando como único equipaje su viola Guarneri;
la espantosa, aterrorizante,
musculosa machorra Iris Moonligth, que abominaba de su nombre, Amanecer Pérez,
con su show de sombreros y sus inconfesables prácticas en Chachalacas al lado
de una banda de desaforados que tenía como líder a un alto funcionario que
llegaba a Xalapa con una enorme casa rodante en la que transportaba una horda
de borrachos, drogos, mujeres de toda
clase y condición que hacían fogatas propiciatorias y fornicaban bajo las
estrellas a culo limpio o enfundados en
sacos de dormir (recuerdo ese reto frontal de la hercúlea walkiria “ustedes
dos, cretinos, vengan al mismo tiempo con sus ridículas armas de guerra, puedo
con ustedes y con todo un batallón”);
Bárbara, Bárbara, Bárbara, tantos
años entregada al amor de cien machos ventripotentes, dictatoriales, mansos o
espirituales, a quien en un arranque de domesticidad le propuse matrimonio.
Y finalmente, como un puerto de
salvación, acertijo y futuro impredecible, mi mujer, la que se ha conservado
fresca como una flor silvestre al amanecer a pesar de todo lo que le ha pasado.
xxx
MEMORIAS
INDISCRETAS 17. Todo escritor que se respete debe tener un crítico de cabecera que cante sus glorias y pregone su
nombre en congresos y academias. Yo lo tengo y además es mi amigo. Ya hablaré
sobre él. Debe tener también una leyenda que repitan todos los periodistas
boletineros. La mía la pueden leer en wikipedia. Según ella yo debuté a los 24
publicando una novela mejor que la mejor novela del mundo. Eso fue lo que
escribió el editor en la contraportada del libro, que fue publicado, ¡además!,
en Buenos Aires. Después vino el resto de mi vida: altibajos, más bajos que
altos, pero ningún verdadero, auténtico, irrefutable éxito. He tenido, pues,
una carrera más o menos mediocre. Lo que, he afirmado en varias ocasiones,
agradezco. Gracias a que soy apenas un mediocre que trabaja (lo dijo Gustavo
Álvarez, mi maestro primero en las malas artes literarias) he podido escribir
carretadas, toneladas, kilómetros de letra, 20 novelas, 300 cuentos, mil
artículos, etcétera. Lo que no es en verdad nada excepcional: Bárbara Cartland
escribía una novela cada 40 días; Corín Tellado escribió 4000 novelas
románticas; Rolf Kalmuczak escribió 2900 y utilizó cien pseudónimos; Charles
Hamilton escribió el equivalente a 1200 novelas; otros escritores prolíficos:
Simenon, Mary Faulkner, Isaac Assimov, Stephen King han azotado (han fatigado,
diría el divino ciego) las imprentas con incontables obras de largo, corto y
mediano aliento. De modo que mis 36 libros están lejos de ser hazañas o de
alcanzar récord alguno. (El número varía según mi estado de ánimo o mi dosis de
farsantía). Tampoco
en el campo de las mujeres puedo envanecerme. Diminuto me vería al lado de Casanova
o don Juan. Umberto Billo, portero de un hotel veneciano, ocupa un lugar
privilegiado en el campo que podríamos llamar la caza del vellocino de oro por
haber yogado con 8000 mujeres. Charlie Sheen, Julio Iglesias, Engelbert
Humperdinck, Jack Nicholson, Magic Johnson, cada uno de ellos con más de mil dianas,
merecen ser mencionados. De Fidel Castro se dice que singó con 35 000 mujeres,
dato inverosímil que sin duda se debe atribuir a los fabricantes de su leyenda.
Ni probé fortuna dos veces con
autor intratable, dijo Borges. Tal es mi caso. Basta un libro para que me aleje
del autor para siempre. Me sucedió con Saramago y otros muchos.
Mi vida parece haber sido una
escapatoria interrumpida por temporadas de resignación.
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