Una noticia que hallé en internet fue el disparador de mi memoria. Recordé las historias que me contaron en Nicaragua sobre un heroe travesti, la Sebastiana. La historia pasó intacta a mi novela El amor y la muerte (Alfaguara, 2001)
CAPÌTULO 31.
EL COMANDO ROSA
Dedicado a Guillermo Goussen Padilla
Dos días después de
mi llegada ya me he apropiado de Managua. Viajo al centro colgado del estribo
de una camioneta que transporta a cincuenta personas unas sobre otras, en una
promiscuidad que sería divertida si la temperatura no fuera de 38 centígrados a
la sombra. Conozco a La Sebastiana, el cochón —el travesti— más
famoso del país. Es tan buen actor y maneja tan maravillosamente el maquillaje,
que tras la muerte del dictador a él se le llamó para que hiciera el papel de
Dinorah Simpson, la amante de Somoza. Eso fue en la feria de Matagalpa. La
Sebastiana sale por las noches a recorrer las calles del barrio Las Américas en
bikini. Su casa, aunque es de madera y decrépita como las demás, en el interior
se asemeja al palacio del Aga Kahn. No hay un centímetro de pisos o paredes que
no estén cubiertos por alfombras y tapices persas, afganos, hindúes. Todo el
techo está cubierto de espejos. En las algunas paredes hay cuadros que las
vecinas mojigatas califican de puercos. ¿De dónde sacaste todo esto?, le pregunta
doña Edith, que me ha llevado a visitar a su amigo y lo exhibe casi con orgullo
—si algo determinó la vida de doña Edith fue el carácter eminentemente
heterodoxo de sus amistades: los maricas más refinados, alcohólicos que no han
conocido el baño en meses, ancianas de pasado glorioso, locos de atar,
criminales irredentos, suicidas, criaturas iluminadas.
—¿De
dónde lo iba a sacar, miamor? —dice La Sebastiana lanzando pinceladas de
estilo y efluvios variopintos en el aire estancado de su reino de pacotilla—.
Del saqueo, mijita; mientras las demás sacaban comida, yo expropié alfombras,
espejos, lámparas venecianas. Hice mi brigada de cochones, llené una carreta
con lo mejor del mundo, y aquí me tienes. ¿Crees que Liz Taylor vive mejor que
yo? Allí íbamos por esa ciudad en llamas —dice aleteando con los brazos— yo y
mis diez cochonitos, muy de tacón alto, con los culitos parados, empujando el
carretón. Cuando el mundo se derrumbaba yo seguía pensando en el arte, en el
espíritu, dice La Sebastiana, encantada de contar sus hazañas.
Doña
Edith disfruta escuchando a su amigo.
—Algo
tienen estos seres diferentes a los demás —diría luego mi madre, que conserva
los aires de consultora sentimental, psicóloga y pedagoga de los tiempos en que
encarnó a La Voz del Sinaí— que los hace particularmente vulnerables.
Son como artistas de la vida. Gente que vive su existencia como en la cuerda
floja.
—Sebastiana
—dice dirigiéndose a su amigo—, cuéntale a mi hijo cómo te convertiste en héroa
de guerra.
—Ay
corazoncito lindo, qué indiscreta —vacila un instante como para encajar bien
papel. Aparta con el dorso de sus manos una larga cabellera mil veces teñida y
dice:
—Nunca
hubo mejor comando que yo. Mi nombre de guerra fue El Comando Rosa. Una
vez los vecinos de este barrio pusieron dinamita en el puente que nos comunica
con el resto de la ciudad. Queríamos cortarle el acceso a los tanques
somocistas. Pero la dinamita no estalló. Seguro se había apagado la mecha. Y
nadie quería salir a prenderla de nuevo. Hasta que yo me decidí. Antes de salir
les dije a mis vecinos: Si muero nada más quiero una crucecita en el centro del
mercado, con mi foto encarnando a la Simpson, y que siempre haya rosas frescas
y un ramito de nardo. Pues me maquillé, me puse mi peluca, mis tacones de
Gucci, mi mejor vestido y salí moviendo mi culito. Ahí iba a media noche como
toda una dama de la high society en Greenwich Village.
—Cuando
la volvieron a ver —tercia doña Edith con gesto conmovedor— Sebastiana
venía corriendo, se arrancó la peluca, se recogió las faldas con las manos,
tiró los zapatos y desesperada gritaba: ¡Ah hijueputa, vienen los tanques! Y
cuando terminó de decir vienen los tanques, estalló la dinamita y volaron por
los aires las mejores máquinas de guerra de Somoza.
La
Sebastiana
cierra los ojos y aprieta las palmas de las manos una con otra, se muerde los
labios.
—Caminé
hasta el puente moviendo mi culito mientras veía acercarse los tanques, saqué
un cigarrillo, hice ademán de prenderlo justo donde estaba la dinamita, fingí
que se me caía el cerillo, y al agacharme a levantarlo, prendí la mecha. Del
malparido susto que me llevé fue que pude escapar, porque me llovió metralla
para acabar a un batallón.
Súbitamente
comienza a llorar.
—Y
vas a creer, mamacita preciosa, Edicita linda, que después de ser una héroa de
guerra, hoy vino un tal comandante Jimeno a decomisarme el aire acondicionado.
—Lo
bueno —dice sonriendo— es que lo vecinos se amotinaron y lograron que los malos
sandinistas respetaran las conquistas de la compañera Sebastiana.
—¡Compañera
Sebastiana! —exclama mi madre marcialmente.
—¡Presente!
—grita jubilosa la héroa de guerra, El Comando Rosa.
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