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viernes, 30 de marzo de 2012
MÁS MÁSCARA, ATLETISMO EN CALI, ´LA LITERATURA QUE CAYÓ DEL CIELO
La lectura del libro de Murakami me ha inspirado: en general no se considera un hombre brillante, aunque sí disciplinado: cuenta que se le ocurrió decir “voy a ser novelista” fue cuando en un partido de beisbol un jugador dio un strike. En mi caso yo diría que fue más dramático o por lo menos más literario. Y esta es una historia que he contado mil veces en entrevistas y conferencias: me había preparado durante un año para una carrera de 5000 metros planos, la final de los juegos universitarios de Colombia. El grupo salió de la meta a buen ritmo, yo tomé la delantera porque nadie quería hacerlo. Esperaba que alguien me rebasara y se pusiera a la punta pero eso no sucedió. Mi contrincante más acérrimo, el flaco Carvajal, permaneció chapando rueda durante 4200 metros, y faltando 800 metros, arrancó y no pude alcanzarlo. Perdí: sólo alcancé segundo lugar. Una psicóloga que me hizo exámenes durante mi enfermedad me dio sus resultados: bajo nivel de resistencia a la frustración; Carácter casi infantil: si no gano, me enojo. Y, pues, me enojé, decidí abandonar el atletismo radicalmente. Y antes entrenaba, durante mis primeros años de estudio de Filosofía, corría entre 5 y 10 kilómetros diarios de lunes a sábado… Y súbitamente me vi refunfuñando en un cuartito de asistencia de Cali, acumulando rencor y energías. Y llegó el insomnio. Una y otra noche, en la que yo lo que hacía era leer leer, leer, como Alonso Quijano y súbitamente se me ocurrió escribir un cuento. Escribí un cuento que llamé “Sonría” y que un mes más tarde apareció publicado en el Magazín Dominical bajo el titulo de “El sabio ignorante”. Jubilo, señores, me había graduado de escritor. Eso lo descubrí en el Cine Calima. Vi en las manos de un espectador el suplemento dominical y en él mi nombre. Prácticamente se lo arrebaté de las manos y leí extasiado: cuento maravilloso, friends, extraordinario… y yo lo había escrito. Al salir de la sala fui a comprar todos los ejemplares que pude. Esta es la versión número uno de mi iluminación. Mi esposa la ha escuchado 40 veces y dice que es un invento, como casi todo lo que digo y escribo. La mejor definición que se ha hecho de mí la hizo GAG: MT es un mediocre que trabaja. Me gusta.
domingo, 25 de marzo de 2012
UNA CARTA DE AMOR
Hace varios años
le envié un archivo de más de 500 páginas a mi amiga Lirian Marulanda, cuyos
juicios críticos sobre mi obra han sido implacables a lo largo de nuestra
amistad de casi 40 años. En más de una oportunidad ha descalificado mis obras.
Recuerdo que una vez me dijo: “Eres el mejor cuentista latinoamericano pero un
novelista mediocre”. El manuscrito que le envié hace varios años era la versión
definitiva de mi Historia de todas las
cosas. Le mandé un cuestionario y
éstas fueron sus respuestas. Estoy publicando esta entrevista porque antecedió
a la respuesta crítica extremadamente positiva que la obra está teniendo y
porque Lirian reclama sus derechos de haber dicho antes lo que han dicho D’Alessandro,
Avilés Fabila, Samperio, Felipe Garrido, Pimentel, Jorge Arturo Abascal y
muchos otros
¿Te gustó la
novela?
No sólo me gustó,
me encantó, me llenó de alegría, me hizo reír a carcajadas, me puso a imaginar
San Isidro de El General, como pueblo, como espacio narrativo. Me puso a pensar
sobre los personajes, sus características e interrelaciones.
¿Por que?
Porque la
estructura narrativa está muy bien lograda, por el manejo del lenguaje, por el
léxico, porque los personajes no sólo se identifican por las características
que les han sido asignadas como sujetos actuantes, sino también, por su íntima
correlación con el espacio que ocupan: casa, habitación, prostíbulo, bar……
cárcel, ventana, basurero, montaña…… carretera…En la trama los personajes y el
lenguaje de cada uno de ellos, se entrelazan, los identifica y enriquece
muchísimo. Es maravilloso.El historiador-literato es genial. Es su historia y
no la de otros la que él cuenta. Así de fácil. Es cómo vemos a los otros, a las
situaciones y cómo las interpretamos de acuerdo a nuestro propio saber y
entender, a nuestra propia historia de vida. Es algo así como: “la historia de
San Isidro de El General la cuenta el ranador
como la ha vivido, la ha imaginado, la ha interpretado, la ha soñado, la ha
deseado, encerrado en su propio yo, en su propia subjetividad de sujeto
actuante, vivo y presente”. Porque entrelíneas encuentro mucho de ti,
particularmente de aquellos momentos de tu vida narrados en las milnosecuantas
páginas de “Memorias…”
Que personajes te parecen memorables y cuales
desechables?
No desecharía
ningún personaje. Todos tienen su rol determinante. Crecen, aparecen, se
diluyen sin desparecer. Siempre están ahí, a la espera que el ranador les dé la oportunidad de actuar.
Están entre bambalinas, nunca salen del escenario. Se me ocurre que a veces se
comportan como “el coro del teatro griego”. Eso de NO capítulos, de No punto y
aparte; de párrafos largos, sin comas ni
puntos, son como si todos los personajes, a la par con el lector, fueran el
auditorio que escucha al orador sin respiro, como en un suspiro inconcluso. Es
fantástico. Involucras al lector dentro de la narración. Eso es dramaturgia. Destaco
al historiador-literato, sin él como personaje que cuenta lo que cuenta a su
manera, la historia no tiene sentido y sin las acotaciones de Don Garrapata,
nos tragaríamos el cuento completo y diríamos que “lo que nos cuenta el
historiador-literato es la verdad verdadera” y no “mi verdad soñada, deseada,
imaginada, inventada,……”. Tu don de la poesía hace que encuentre nebulosas tus
observaciones.
¿Te pareció larga
o aburrida en ocasiones?
NOOOOOOOOOOOOOOO.
Sólo te diré que me he divertido de lo lindo y que si tú me
autorizas, se la envío a mi hijo para que la disfrute en las vacaciones de fin
de año. Quiero que entiendas que cuando digo divertido no es solo porque me he
reído, sino por las bofetadas que das a los acartonados y arcaicos académicos
de la literatura. Por tu fecunda creatividad
que a partir de un pequeño detalle, exaltas y construyes un personaje,
una situación, un espacio, un tiempo. Porque en ciertos momentos me sentí como
de la mano del Quijote o Sancho Panza, indistintamente, en pleno siglo XXI.
¿El final te dejo
satisfecha?
Por supuesto que
me dejó satisfecha. Lo he entendido así:
a. Continuará
cuando al historiador-literato se le d la regalada gana.
b. Cuenta tú el
resto de los acontecimientos, si es que eres capaz.
c. Vuelve a
leerla, como quieras, empieza por donde quieras, que el final puedes
encontrarlo en cualquier parte y si no lo encuentras, pues invéntalo. Eso es genial!!!!!!!!!!!!!
¿ Aporta algo a
la lit colombiana y latinoamericana?
Sólo te diré que
es el mayor aporte después de GGM y su combo. Para mí, en mi humilde entender,
entre otras cualidades, es un excelente texto para los estudiantes de
literatura que quieran aprender a escribir relatos, cuentos o novelas. Es una
gran obra de la literatura
latinoamericana del siglo XXI. Te lo dice mi humilde conocimiento y mi corazón.
No tengo ganas de hacer un análisis detallado y exhaustivo.
¿ Encuentras algo
más allá de la narración divertida?
Siiiiiiiiiiiiiiiiiii.
La estructura narrativa. Atrevida, osada, innovadora. Me imagino que tú tienes
los mapas y cuadros de interrelaciones de los personajes, situaciones, espacios
y tiempos. Ellos están solo contigo y
son tuyos. Es posible que en mis ratos de ocio me ponga a hacerlo y espero
lograrlo, aunque a simple vista, no se ve nada fácil. Eso es un gran aporte a
nuestra literatura. El manejo del lenguaje. El substrato filosófico. El
rompimiento con esquemas literarios que nos dicen cómo debemos escribir una
novela. Sin sentar cátedra, sin academicismos se entrelazan en la “aparente”
sencillez de la narración. Denota gran conocimiento de nuestro idioma
castellano. Construcción de las oraciones, gramática poco ortodoxa, al igual
que el léxico y la fonética. Se siente mucho más cuando hacemos la lectura en
voz alta.El juego de palabras, palabras inventadas, palabras trastocadas de lo
oral a lo escrito que se escuchan bellísimo cuando el texto se lee en voz alta.
Amigo del alma, tú sabes que soy bastante crítica con tu producción literaria,
que siempre he dicho que los cuentos de Marco Tulio son excelentes y las
novelas no tanto. Ahora te digo y te lo repito: “Historia…” es un excelente
relato novelado, es fantástico!!!!!
Te amo
Lirian
sábado, 24 de marzo de 2012
EL JOSÉ DONOSO SECRETO
MT y José Donoso. Foto tomada en ¿1981? en el Hotel Intercontinental de Cali durante las delibraciones del Concurso de Novela Jorge Isaacs |
Selecciones del Diario de MT
Terminé de leer todas las novelas del concurso Jorge Isaacs—la verdad es que a 75 de ellas sólo les leí un capítulo: sus autores tuvieron el talento suficiente para espantar al lector antes de la segunda página—y ya tengo la obra para el premio: Las puertas del infierno, obra que relata la historia de un alma gemela, un pecador irredimible, que quiere encontrar su salvación entre las piernas de una mujer y las líneas de una obra de arte que tiene en proceso. El narrador cuenta su vida con enorme candor y en ocasiones parece imbécil de marca. La gracia de la novela se encuentra en el hecho de que uno no sabe si el autor se está burlando de su personaje o contando una autobiografía descarnada y deplorable. El domingo viajaré a Colombia.
Ya en Cali. Hotel Intercontinental. Servicio VIP, supongo que es necesario arrugar el ceño y mirar sin ver a nadie, yo que vivo en un cuchitril de miseria estoy fumando pipa inglesa con tabaco turco y mirando a esas criaturas divinas de bikini con estudiado desprecio, meto el dedo índice en mi copa de martini y me hurgo la nariz con el mismo dedo. Ni más faltaba, yo también puedo ser elegante a mi manera. Me reciben una canasta de frutas y tres ramos de flores en la habitación, tarjeta de bienvenida firmada por el gobernador, don guebernador y su digna ding-ding esposa. Visita a casa de los Arruabarrena. Joshuana, un hermoso culo, llena de esbeltez, elegancia y cultura, como muchas multimillonarias caleñas que son esposas de los magnates, calma sus tedios dedicándose a la cultura y coqueteando con los artistas, que generalmente tienen más tiempo y más sustancia de vida para ellas que sus esposos. Joshuana es la organizadora del Concurso de Novela Jorge Isaacs. Los dólares para el premiado y para los miembros de jurado —muchos, muchísimos dólares han salido de la Licorera del Valle para honrar la memoria del autor de María y hacer feliz a uno solo de los pobres escritores latinoamericanos que se gastaron la vida y sus últimos ahorros persiguiendo la Gran Obra, La Fama o un lugar limpio y bien iluminado en el territorio del Señor— los consiguió Joshuana.
Ella, José Donoso y yo recorremos la edificación, de estilo morisco, gigantesca, y vemos cuadros de grandes firmas en todas las estancias. Joshuana no es artificiosa. Trata por todos los medios de ser amable. Yo no soy precisamente un caballero de la corte del Rey Sol. No tengo ni la más puta idea para qué sirven tantos cubiertos. Uso la marisquera como cenicero. Germán Vargas, padre espiritual de García Márquez, sonríe y me explica el uso de esas herramientas.
—Eres un patán, Marco —dice Joshuana coqueteando—. Pero quisimos traerte desde los Méjicos porque sabemos que eres el último genio que ha dado esta patria después del Gabo, que ya se volvió inalcanzable.
La experiencia del Concurso ha sido interesante. Una semana entera en el Intercontinental, deliberando entre eructos de langosta y vino francés. Descubrir que Donoso José y yo tenemos casi los mismos libros como finalistas. El gringo Tittler, erudito de la Universidad de Cornell, quedó totalmente sorprendido, avergonzado por su selección, pidió time, corrió a su habitación a releer los libros, permaneció 12 horas sin salir y cuando lo hizo, había llegado a un acuerdo con nosotros.
Donoso, el viejo fauno, el sátiro Marsyas, un carcamal divertidísimo, no podía quedarse tranquilo. Quería salir a la noche caleña después de diez horas de viaje desde Santiago. Yo tenía la intención de hacerle una buena entrevista.
—Ya habrá tiempo, muchacho —me dijo Pepe ("Llámame Pepe", pidió de entrada)—. Habrá mucho tiempo. Vamos a permanecer en este hotel viviendo como hijos de Tutankamen a costa de los borrachos de Colombia.
La experiencia de las cámaras, de tener veinte micrófonos al frente y cincuenta periodistas alborotados brincando para llamar la atención, la sobrellevé, la disfruté, con tranquilidad. Me dieron tanta importancia como a Donoso, tal vez porque soy el único miembro colombiano del jurado.
El forcejeo para otrorgar el premio no lo he contado. Donoso y yo pasamos horas discutiendo: cada uno trataba de imponer a su candidato. El suyo era un escritor chileno cuyo nombre no recuerdo. El mío era José Luis Díaz Granados. Tittler era el convidado de piedra. Gustavo Álvarez, que era el coordinador del concurso, dio una palmada en la mesa y dijo:
--Ni uno ni otro. Pónganse de acuerdo en un tercero. Le dan el premio a ése y proponemos que se publiquen las otras novelas. Así se hizo: premiamos Adán Ceniza, la novela del poeta antioqueño Carlos Castro Saavedra --en la que se nota una influencia muy marcada del realismo mágico de García Márquez--, y propusimos que se publicaran La muerte de Alec, de Darío Jaramillo --quien andando el tiempo se convertiría en una especie de capo de la cultura colombiana--, y Las puertas del infierno, de José Luis Díaz Granados --un poeta que resultó, andando el tiempo, casi mi hermano del alma. Ya no me acuerdo qué pasó con la novela chilena que Donoso quería premiar. Creo que también fue publicada y muy pronto olvidada. De todas las novelas que destacamos en ese concurso sólo sigue viva, reeditándose una y otra vez, la de José Luis, obra que quise premiar y que no pude, por la obstinación de Donoso. "Es que yo quiero premiar la novela del chileno --dijo--. No sólo porque es buena, sino porque es importante de para Chile en estos tiempos de dictadura militar”.
Entre los ires y venires del día siguiente logré concertar la cita para la entrevista con José Donoso, una entrevista seria, a fondo. ¿En una de las salas del hotel?, pregunté. No, demasiado público, respondió. ¿En un privado del restaurante? La mezcla de olores embota mi ingenio. ¿En tu habitación? No, allí mi mujer se reirá de mis respuestas y comenzará a responder por mí; ¿si te dijera que la mayor parte de las entrevistas que doy las responde ella, me creerías? Entonces... En tu habitación, Marco; hasta donde sé, eres solterito y aparte de alguna visita ocasional de damas de tu pasado, duermes solo. Eso dijo con ojos de Heliogábalo.
Al entrar, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos y pedirme que marcara el número clave para que el teléfono quedara desconectado. ¿Qué? ¿No te has dado cuenta? Aquí todo es por computadora: marcas un número y aparece un negro abisinio con una doncella de trece años más hermosa que la Beatrice del florentino en bandeja; marcas otro y aparece un galán de la Borgoña con una botella de champaña y una cesta de frutos árabes. Marcas un tercero y aparece un genio con turbante dispuesto a cumplir tus más arduos caprichos.
No fingí asombrarme sino que me asombré. Era mi primer hotel de auténticas cinco estrellas. ¡Qué comparación con el Danky en el DF, donde en lugar de televisión, el inquilino tiene el deleite de contemplar las manchas de humedad en el techo o los lamparones de líquidos sicalípticos en la alfombra y hasta en las sábanas!
Sin esperar a que lo invitara, Donoso se tendió en la cama, puso las manos con los dedos entrelazados acunando su nuca, hizo un nudo con sus tobillos, lanzó un suspiro y sonrió. Yo acerqué un sillón a los pies de la cama, tomé mi libretón de contabilidad y me dispuse a hacerle una entrevista seria y cabrona a mi segunda pieza del boom (aclaro: días antes había estado con García Márquez en el DF, quien al saber que yo iba a estar unos días con Donoso, me previno contra sus aires de príncipe ruso).
—Pero, ¿por qué te sientas tan lejos? Ven acá —dijo Pepe palmeando la cama.
No sin cierta reticencia me senté a su lado.
—Te voy a contar algo que nadie sabe y que espero que no difundas. Mi romance con mi yegua en la inmensidad solitaria de Magallanes, cuando era pastor de ovejas.
¿Se burlaba? Quién iba a saberlo, especialmente con un novelista, particularmente con un sátiro Marsyas, cuya voz era cada vez más cálida. Donoso insistía en colocar sus manos sobre mis antebrazos, en acariciar mis piernas, aparentemente sin otra intención que mostrar amistad.
—Mi yegua era en esas soledades el mejor sustituto de la mujer. Tierna, inmóvil, sus músculos se amoldaban a mí con felicidad, y ni ella ni yo teníamos remordimiento alguno—. Donoso se arrellanó en la cama—. Acércate más. No me digas que me tienes miedo. Mira, soy un viejo, un vejete enclenque y decrépito. ¿Qué puedo hacerle a un garañón de tu envergadura?
Dejé que siguiera hablando, sin mostrar un rechazo tajante.
—En Bogotá mis amigos me prepararon una fiesta de bienvenida. La idea era llevarme a un baño turco, de esos sórdidos y asquerosos en los que en cuanto se apaga la luz unos mancebos negros, musculosos y maleantes, se abalanzan unos sobre otros y cada cual hace lo que sea con el que está al alcance de la mano.
La confesión (si es que era confesión aquélla, y no mera balandronada) era atrevida, sin duda, y había sido hecha con una intención clarísima. No calculaba Donoso —porque no había leído los libros que yo tenía escritos e inéditos, hundidos en el baúl de la nostalgia— que si él era un demonio viejo y curtido, yo también era un demonio nuevo, fuerte y de ninguna manera ingenuo, como sostenía más de una de las mujeres que visitaban mi colchón y mi ánimo. La verdad es que las hembras podían hacer conmigo prácticamente cualquier cosa, no los hombres, de quienes desconfiaba a muerte.
El siguiente paso del sátiro Marsyas fue más agresivo y delicado: pidió un beso, solo un beso.
—Me gustan los muchachos. ¿Qué culpa tengo yo? No hay nada tan hermoso como un muchacho. La ternura de los hombres es lo más bello de la tierra.
¿Se estaba burlando? Evidentemente no. Le di un beso en la frente.
—Acuéstate conmigo, por favor, por favor.
Era hora de quitarse la máscara. Definitivamente no, Donoso. Le ofrecí disculpas, nunca había podido superar mi debilidad por las mujeres, es un asco tener tantas limitaciones, pero así soy, un machito, tal vez con una pizca de homosexualidad no declarada.
—La verdad es que desde que te vi comencé a tener sospechas — dijo en tono de cariñoso regaño—. Eres un coqueto. Miras a todas las criaturas como si quisieras comértelas. ¿No te has dado cuenta cómo tienes abochornadas a las señoras del concurso?
No me había dado cuenta. La verdad es que todas ellas me parecían unas cascosflojos, unas hembras que pretendían ser fatales y que estaban esperando la oportunidad de arrinconar a este joven talento en un baño.
—Increíble, increíble la capacidad que tienes, Marco, de proyectar tu perversidad hacia el mundo. Las señoras del concurso son unas damas dignas de todo respeto.
—Eso depende del famoso cristal. Ante un José Donoso se deben portar como monjas carmelitas, pero ante un humilde Marco Tulio Aguilera, que no tiene ni un destartalado Volkswagen, ¿para qué van a apretarse el calzón? Además —me atreví a presumir, sólo para hacer fiestas a costa del sátiro Marsyas, que había querido divertirse con mi cuerpo de maratonista algo magullado por el tiempo y los kilómetros de pavimento— me parece que yo tengo algo mejor que ofrecerles.
—Sí, ya sé, ya sé. Después de los sesenta alcanzar el segundo enceste, es muy difícil, mientras que para un verraco como vos, debe ser asunto de veinte o treinta minutos.
—Diez minutos contados.
—Y tal vez llegues a tres o cuatro supernovas en una noche.
—Mi marca es trece veces en 24 horas.
—Te creo, te creo —dijo mansamente—. Tienes temple de novelista, pero no de mentiroso. No debes hacer ostentación de lo que te sobra porque pronto comenzará a faltarte.
Ajá —pensé—, ahora utiliza el camino de la adulación. Sólo le falta decir que soy un genio literario y que va a recomendar mis obras completas a Seix Barral.
Pero me equivocaba. Donoso tenía por principio no mezclar la literatura con sus debilidades del cuerpo. Terqueó, eludiendo los caminos fáciles. Después de recurrir a la agresión, a la complicidad de sensibilidades, a la comunidad de las almas grandes, al expediente de la libertad moral que deben tener todos los espíritus superiores, a las historias escabrosas, me contó una versión rioplatense de Muerte en Venecia.
—Mira, ¿qué puedes temer de un anciano como yo? Acúestate a mi lado, déjame tomar tu mano y cerremos los ojos.
Como lo vi tan resignado al recular de su ilusión, acepté, pero en cuanto estuve tendido a su lado, su mano en mi mano, y sentí que comenzaba a acariciarme las rodillas, tomé su muñeca y la apreté con fuerza y así la tuve hasta que abandonó su empeño. Quince minutos más tarde su respiración acompasada me indicaba que se había dormido. Y con razón. Llevaba dos días y dos noches de actividades extraliterarias, mientras su mujer seguía semiadormilada en su habitación, con dos o tres valiums entre pecho y espalda, y cuando despertara se preguntaría por qué el aire de Cali le proporcionaba un sopor tan extraño.
Aparté mi mano de la suya, me senté al frente, en el sillón que había colocado para la entrevista cabrona, y escribí en mi cuadernote de contabilidad.
Cuando terminé sentí que tocaban a la puerta. Como en un relámpago supe quién era y adiviné la forma de salvar al sátiro Marsyas de la ignominia y el escándalo. Me asomé a la puerta en calzoncillo. La esposa de Donoso dijo un ay disculpa que sonó falsísimo, ¿no estás solo? Inició el movimiento de retirarse, una vez que, con solicitud tan artificiosa como la de ella, le comuniqué que estaba con mi antigua novia y que a la pobre le habían extirpado medio pulmón y un seno y que ahora la estaba consolando de los desastres de su vida, ocasionados por mi cacareada genialidad y mi poco graciosa huida.
La señora sonrió. Conocía sin duda ese tipo de historias. Disculpa, comenzó a alejarse, y antes de que yo cerrara la puerta, dijo casi al desgaire:
—¿No has visto a Pepe? Desapareció hace horas y nadie sabe dónde está.
Naturalmente le dije que no conocía su paradero, aunque estaba seguro de que ella había adivinado todo lo que mi lengua calló.
Entré a la habitación, desconecté la clave del teléfono y, cinco minutos más tarde, escuché la voz de la señora:
—Pásamelo.
Donoso abrió un ojo. Sonrió. Antes de responder, colocó la mano sobre la bocina y dijo:
—Fue bonito. No te voy a olvidar, Marco, eres una bestia grande y despiadada. No sé si llegues a ser un buen novelista, pero eso en realidad carece de importancia.
No fingí asombrarme sino que me asombré. Era mi primer hotel de auténticas cinco estrellas. ¡Qué comparación con el Danky en el DF, donde en lugar de televisión, el inquilino tiene el deleite de contemplar las manchas de humedad en el techo o los lamparones de líquidos sicalípticos en la alfombra y hasta en las sábanas!
Sin esperar a que lo invitara, Donoso se tendió en la cama, puso las manos con los dedos entrelazados acunando su nuca, hizo un nudo con sus tobillos, lanzó un suspiro y sonrió. Yo acerqué un sillón a los pies de la cama, tomé mi libretón de contabilidad y me dispuse a hacerle una entrevista seria y cabrona a mi segunda pieza del boom (aclaro: días antes había estado con García Márquez en el DF, quien al saber que yo iba a estar unos días con Donoso, me previno contra sus aires de príncipe ruso).
—Pero, ¿por qué te sientas tan lejos? Ven acá —dijo Pepe palmeando la cama.
No sin cierta reticencia me senté a su lado.
—Te voy a contar algo que nadie sabe y que espero que no difundas. Mi romance con mi yegua en la inmensidad solitaria de Magallanes, cuando era pastor de ovejas.
¿Se burlaba? Quién iba a saberlo, especialmente con un novelista, particularmente con un sátiro Marsyas, cuya voz era cada vez más cálida. Donoso insistía en colocar sus manos sobre mis antebrazos, en acariciar mis piernas, aparentemente sin otra intención que mostrar amistad.
—Mi yegua era en esas soledades el mejor sustituto de la mujer. Tierna, inmóvil, sus músculos se amoldaban a mí con felicidad, y ni ella ni yo teníamos remordimiento alguno—. Donoso se arrellanó en la cama—. Acércate más. No me digas que me tienes miedo. Mira, soy un viejo, un vejete enclenque y decrépito. ¿Qué puedo hacerle a un garañón de tu envergadura?
Dejé que siguiera hablando, sin mostrar un rechazo tajante.
—En Bogotá mis amigos me prepararon una fiesta de bienvenida. La idea era llevarme a un baño turco, de esos sórdidos y asquerosos en los que en cuanto se apaga la luz unos mancebos negros, musculosos y maleantes, se abalanzan unos sobre otros y cada cual hace lo que sea con el que está al alcance de la mano.
La confesión (si es que era confesión aquélla, y no mera balandronada) era atrevida, sin duda, y había sido hecha con una intención clarísima. No calculaba Donoso —porque no había leído los libros que yo tenía escritos e inéditos, hundidos en el baúl de la nostalgia— que si él era un demonio viejo y curtido, yo también era un demonio nuevo, fuerte y de ninguna manera ingenuo, como sostenía más de una de las mujeres que visitaban mi colchón y mi ánimo. La verdad es que las hembras podían hacer conmigo prácticamente cualquier cosa, no los hombres, de quienes desconfiaba a muerte.
El siguiente paso del sátiro Marsyas fue más agresivo y delicado: pidió un beso, solo un beso.
—Me gustan los muchachos. ¿Qué culpa tengo yo? No hay nada tan hermoso como un muchacho. La ternura de los hombres es lo más bello de la tierra.
¿Se estaba burlando? Evidentemente no. Le di un beso en la frente.
—Acuéstate conmigo, por favor, por favor.
Era hora de quitarse la máscara. Definitivamente no, Donoso. Le ofrecí disculpas, nunca había podido superar mi debilidad por las mujeres, es un asco tener tantas limitaciones, pero así soy, un machito, tal vez con una pizca de homosexualidad no declarada.
—La verdad es que desde que te vi comencé a tener sospechas — dijo en tono de cariñoso regaño—. Eres un coqueto. Miras a todas las criaturas como si quisieras comértelas. ¿No te has dado cuenta cómo tienes abochornadas a las señoras del concurso?
No me había dado cuenta. La verdad es que todas ellas me parecían unas cascosflojos, unas hembras que pretendían ser fatales y que estaban esperando la oportunidad de arrinconar a este joven talento en un baño.
—Increíble, increíble la capacidad que tienes, Marco, de proyectar tu perversidad hacia el mundo. Las señoras del concurso son unas damas dignas de todo respeto.
—Eso depende del famoso cristal. Ante un José Donoso se deben portar como monjas carmelitas, pero ante un humilde Marco Tulio Aguilera, que no tiene ni un destartalado Volkswagen, ¿para qué van a apretarse el calzón? Además —me atreví a presumir, sólo para hacer fiestas a costa del sátiro Marsyas, que había querido divertirse con mi cuerpo de maratonista algo magullado por el tiempo y los kilómetros de pavimento— me parece que yo tengo algo mejor que ofrecerles.
—Sí, ya sé, ya sé. Después de los sesenta alcanzar el segundo enceste, es muy difícil, mientras que para un verraco como vos, debe ser asunto de veinte o treinta minutos.
—Diez minutos contados.
—Y tal vez llegues a tres o cuatro supernovas en una noche.
—Mi marca es trece veces en 24 horas.
—Te creo, te creo —dijo mansamente—. Tienes temple de novelista, pero no de mentiroso. No debes hacer ostentación de lo que te sobra porque pronto comenzará a faltarte.
Ajá —pensé—, ahora utiliza el camino de la adulación. Sólo le falta decir que soy un genio literario y que va a recomendar mis obras completas a Seix Barral.
Pero me equivocaba. Donoso tenía por principio no mezclar la literatura con sus debilidades del cuerpo. Terqueó, eludiendo los caminos fáciles. Después de recurrir a la agresión, a la complicidad de sensibilidades, a la comunidad de las almas grandes, al expediente de la libertad moral que deben tener todos los espíritus superiores, a las historias escabrosas, me contó una versión rioplatense de Muerte en Venecia.
—Mira, ¿qué puedes temer de un anciano como yo? Acúestate a mi lado, déjame tomar tu mano y cerremos los ojos.
Como lo vi tan resignado al recular de su ilusión, acepté, pero en cuanto estuve tendido a su lado, su mano en mi mano, y sentí que comenzaba a acariciarme las rodillas, tomé su muñeca y la apreté con fuerza y así la tuve hasta que abandonó su empeño. Quince minutos más tarde su respiración acompasada me indicaba que se había dormido. Y con razón. Llevaba dos días y dos noches de actividades extraliterarias, mientras su mujer seguía semiadormilada en su habitación, con dos o tres valiums entre pecho y espalda, y cuando despertara se preguntaría por qué el aire de Cali le proporcionaba un sopor tan extraño.
Aparté mi mano de la suya, me senté al frente, en el sillón que había colocado para la entrevista cabrona, y escribí en mi cuadernote de contabilidad.
Cuando terminé sentí que tocaban a la puerta. Como en un relámpago supe quién era y adiviné la forma de salvar al sátiro Marsyas de la ignominia y el escándalo. Me asomé a la puerta en calzoncillo. La esposa de Donoso dijo un ay disculpa que sonó falsísimo, ¿no estás solo? Inició el movimiento de retirarse, una vez que, con solicitud tan artificiosa como la de ella, le comuniqué que estaba con mi antigua novia y que a la pobre le habían extirpado medio pulmón y un seno y que ahora la estaba consolando de los desastres de su vida, ocasionados por mi cacareada genialidad y mi poco graciosa huida.
La señora sonrió. Conocía sin duda ese tipo de historias. Disculpa, comenzó a alejarse, y antes de que yo cerrara la puerta, dijo casi al desgaire:
—¿No has visto a Pepe? Desapareció hace horas y nadie sabe dónde está.
Naturalmente le dije que no conocía su paradero, aunque estaba seguro de que ella había adivinado todo lo que mi lengua calló.
Entré a la habitación, desconecté la clave del teléfono y, cinco minutos más tarde, escuché la voz de la señora:
—Pásamelo.
Donoso abrió un ojo. Sonrió. Antes de responder, colocó la mano sobre la bocina y dijo:
—Fue bonito. No te voy a olvidar, Marco, eres una bestia grande y despiadada. No sé si llegues a ser un buen novelista, pero eso en realidad carece de importancia.
El el Hotel Tequendama. Desde que llegamos al aeropuerto de Bogotá comenzaron las atenciones. Nos esperaba un autobús lleno de jóvenes rubicundos, saludables, elegantes y sofisticados del Colegio Nosécuántos, cuyos padres habían pagado una carretada de oro para que los alumnos de su taller literario pudieran escuchar, tocar y ver a un miembro del boom, un poquito marginado, pero saludable y lleno de humor. Ya estábamos libres del mundo de las señoras, libres del mundo de los homosexuales, ahora íbamos a caer en un mundo que se dividía: el de los escritores e intelectuales, muchos de ellos ofendidos por haber perdido los dólares del concurso, y el de los adolescentes, que competían por hacer preguntas inteligentes y por exhibir sus naturalezas díscolas. No podía quejarme por el anonimato: varios de los nenes habían leído sin desagrado mi primera novela, Breve historia de todas las cosas, y los periodistas se empeñaban en demostrar que yo no era el miserable corrector de galeras que se moría de hambre y abandono en un pueblito llamado Xalapa. (Nota actual: la anterior frase me hace pensar que lo que estoy contando sucedió entre 1980 y 1983). Entre los jóvenes hubo una rubia hermosita, algo entrada en carnes y cultura, que desde que me vio se me adjuntó: en el autobús, en el restaurante y luego, a la hora de despedirnos, en el lobby del Hotel Tequendama. ¿Te puedo acompañar?, preguntó sin bajar un ápice la voz, de modo que sus compañeros de taller la escucharan y que incluso, de paso, el mismo Donoso se diera cuenta y lanzara una mirada de encantador reproche: ¡Marco, Marco, otra vez a tus andadas! Sorprendido, extasiado, lleno de susto, pues la niña apenas tendría quince o dieciséis años, tal vez catorce bien trabajados por la vida, le dije que cumpliera sus deseos pero sin meterme en líos.
(En este punto me salto algunos sucesos que no atañen al tema central: Donoso).
Críticos, periodistas, escritores y público, en batahola, fingían interesarse verdaderamente por la literatura, todos en torno a Donoso y a mi persona que, sinceramente, hallaba el asunto bastante gris.
Don Marco no olvidaba, a los cuarenta años que tenía entonces, no, nunca, que ése que posaba frente a las cámaras no era yo, que yo generalmente no eructaba mariscos y champaña sino honestos frijoles y tortilla, que en verdad no era sino un tipo solitario que vivía en Xalapa, una ciudad remota de todo centro y que en lugar de cama formal lo que tenía era un pedazo de hule espuma sobre el suelo y una casa sin jardín. Pero bueno: eso es la vida, cada día es un cuarto clausurado cuyo contenido sólo conoceré, cuando me toque entrar.
Dejé la plaza por completo a Marsyas Donoso y regresé al enigma, a ese violín finlandés fabricado con pino de Caldas.
—Eh, ¿a dónde vas, don Garrañón?
—A mi cuarto: prefiero el fasto y la celebración de una piel lozana a la ignominiosa gloria del mundo.
Donoso prometió guardar el secreto.
—Pero no te voy a sacar de la cárcel.
Al día siguiente se terminaría la época de vacas gorditas. Era indispensable regresar a la vida de civil, pagar mis gastos y sufrir del anonimato. Me recuperé a mí mismo. Ya no había periodistas ni asediantes. La vida seglar tenía sus encantos.
Pero antes de regresar a mí mismo tenía la obligación despedirme de Pepe de la mejor forma posible. No quería molestarlo. Deseaba evitar cualquier escena difícil con su mujer. Escribí una carta cariñosa y la metí bajo su puerta a las cinco de la mañana. A las seis recibí una llamada telefónica.
—Exijo que vengas ahora mismo a mi habitación y que te despidas como un caballero, trogolodita.
Toqué a la puerta de su habitación. Su esposa estaba despierta, con tubos de plástico en el pelo. Me recibió afectuosamente. José seguía acostado.
—Pepe me dijo que querías escaparte sin despedirte de él.
—El avión sale a las ocho y no quise molestarlos.
—Ven acá, despídete —dijo Pepe imperativo.
Me acerqué prudentemente. Le tendí la mano.
—Nunca lo voy a olvidar, José Donoso.
—Ven acá —casi gritó—. Ven acá—. Tiró de mi mano con energía y me hizo abrazarlo, mientras él seguía acostado, al tiempo que me estrechaba con fuerza de caballista del sur de Chile. Estuve sobre su cuerpo varios segundos.
—Macho prepotente, eres un coqueto. Si no fueras tan peligroso te invitaba a Santiago, pero temo por mi hija. Eres un Atila. Espero que algún día nos volvamos a encontrar, pero lejos de Chile, donde podrías acabar lo que no han podido diez mil volcanes.
Ya no volví a ver a Pepe Donoso nunca más. El 23 de diciembre del 81 me llamó.
--Garañón: estoy en el DF. Quiero que vengas a saludarme.
Le dije que lo intentaría, pero sabía que no iba a hacerlo. Conseguir un boleto de Xalapa al DF era imposible.
miércoles, 21 de marzo de 2012
MISTERKOLOMBIAS: EN AL CALOR POLITICO
MISTERKOLOMBIAS: EN AL CALOR POLITICO: En el siguiente link una nota en la página virtual más visitada en Veracruz http://www.alcalorpolitico.com/informacion/La-novela-Historia-de...
martes, 20 de marzo de 2012
EN AL CALOR POLITICO
En el siguiente link una nota en la página virtual más visitada en Veracruzhttp://www.alcalorpolitico.com/informacion/La-novela-Historia-de-todas-las-cosas-de-Marco-Tulio-fue-presentada-en-Puebla-89187.html
Tras la presentación en Puebla |
lunes, 19 de marzo de 2012
MEJOR FRACASADO QUE MEDIOCRE
Link de la entrevista en La Jornada de Oriente, Puebla...
http://www.lajornadadeoriente.com.mx/noticia/puebla/la-historia-de-todas-las-cosas-es-una-novela-total-considero-marco-tulio-aguilera_id_5035.html
http://www.lajornadadeoriente.com.mx/noticia/puebla/la-historia-de-todas-las-cosas-es-una-novela-total-considero-marco-tulio-aguilera_id_5035.html
MT durante entrevista en Puebla |
domingo, 18 de marzo de 2012
FOTOS PRESENTACIONES DE HISTORIA DE TODAS LAS COSAS EN EL DF Y PUEBLA
lunes, 12 de marzo de 2012
MÁS MÁSCARA (5o fragmento)
Me dedico a leer el largo capítulo que
Mann le dedica a Beethoven. La elección es elemental: debes optar entre el arte
y el mundo. Los dos no pueden convivir: la farándula, la superficialidad, el
exhibicionismo, la ostentación, el exponerse, viajar, posar, engolar la voz,
decir apodictos impresionantes ante el público o ante la prensa, comer más allá
de lo acostumbrado y fuera de la dieta cotidiana, dormir más de la cuenta o
velar más de la cuenta, someterse a los asedios de La Fama (la diosa perra),
escuchar elogios desmedidos (en la pasada presentación René Avilés afirmó que
prefería mi obra a la de García Márquez; Samperio enunció con todas sus
palabras que consideraba que MT era mejor escritor que Pitol --el pollo
desplumado, nuestro Premio Cervantes). Toda esta balumba, este alud, este
atragantamiento de hechos que rompen la armonía de mi la vida sosegada en
Xalapa, simplemente me altera el estado de ánimo. Hay que sentir el agobio del
fracaso para poder escribir algo que valga la pena. Cada vez que un escritor
sale de su casa se pone una máscara. La mía es bastante casquivana,
superficial, como la de un bufón no muy sofisticado o como la de un anónimo diletante
veneciano en el escándalo del carnaval. Hay algunas anécdotas sobre las que
Mann pasa velozmente, que podrían ser cuentos de Borges. Por ejemplo la
historia de Johan Conrad Beissel, un analfabeta que en base a puro entusiasmo y
misticismo terminó por ser el fundador de la Iglesia Anabaptista del Séptimo
Día en Pensylvania. Beissel “parecía estar a punto de poner en música la Biblia
entera”. Personaje que me recuerda a Funes el memorioso. “--¿Es para ti el amor
la pasión más grande? –preguntó Leverhkun. --¿Conoces tú otra más fuerte? –Sí;
la curiosidad del espíritu”. Yo diría que estoy de acuerdo con Leverhkun… hoy:
sí, hoy prefiero estar aislado en mi estudio, leyendo, escribiendo, que
dedicarme a trabajos de amor; diez años atrás la perspectiva del amor realizado
o simplemente de una buena sesión de goce sensual, nublaba cualquier perspectiva
de pasión intelectual. Esta tarde, en la que siento que no arranca el fragmento
diario (casi obligatorio) de mi novela, me parece que el diálogo con el Doctor Faustus es fructífero. He avanzado apenas un par de páginas.
Me disculpo: tengo todo un año para escribir esto. Y además: todo lo que
escriba es provisional, un magma de quizás 1000 páginas, del que quizás
recupere 300 o 400.
Lo que escribió Guillermo Vega Zaragoza en Revista de la Universidad de México
Aguilera
Garramuño: La risa libérrima
Por Guillermo
Vega Zaragoza
Así como se sigue considerando que todos los
escritores mexicanos son hijos de Pedro Páramo, para muchos es casi ley que
todos los escritores colombianos sean hijos de Aureliano Buendía. Pero en el
caso de Marco Tulio Aguilera Garramuño (Bogotá, Colombia, 1949)no era para
menos. En 1975, cuando sólo tenía 24 años, tuvo el infortunio de que su primera
novela, Breve historia de todas las cosas
la promoviera Ediciones de La Flor como que era mejor que Cien años de
soledad y que Marco Tulio era un escritor mejor que Gabriel García Márquez
pero sin bigote. Las coincidencias eran muchas (sin contar el hecho de que
ambas fueron publicadas originalmente por editoriales argentinas): la historia
de un pueblo y de sus pintorescos habitantes, el ánimo voraz de la novela total
y una narrativa exuberante como la selva misma.
Sin embargo, en ese entonces muchos
lectores se fueron con la finta. Ahora sabemos que Aguilera Garramuño no era ni
es, ni por cerca, un seguidor del “realismo mágico”. Así lo demostraríacon su
vasta obra posterior, que incluye más de treinta libros, los cuales han
recibido diversos premios y reconocimientos, entre los que destaca el Premio
Nacional de Cuento San Luis Potosí por sus célebres Cuentos para después de hacer el amor.
En el caso de su primera novela, se
trató más bien de un ejercicio de parodia, pleno de humor, que se desdoblaba en
una crítica más puntual a la idiosincrasia de los pueblos latinoamericanos,
retratando sus lacras, infortunios y desatinos, pero pocos parecieron entender
el chiste.Uno de los pocos que apreciaron con justeza la apuesta fue ni más ni
menos que Seymour Menton, quien señaló en La
novela colombiana. Planetas y satélites (FCE, 2007): “Breve historia de todas las cosases una especie de parodia deCien
años de soledad, que se distingue
de su modelo por el tono predominantemente humorístico y por su afiliación con
la novela autoconsciente, o sea la novela estilo Rayuela que comenta su
propio proceso creativo”. Luego de hacer un análisis comparativo puntual y
detallado entre las dos obras, Menton concluye: “Aunque no tenga las
dimensiones universales y trascendentes deCien años de soledad, la
novela de Aguilera Garramuño es de mayor magnitud que todos los otros satélites
macondinos de la última década”.
Pero treinta y seis años después, Aguilera
Garramuñodecidió trabajar de nuevo sobre esa primitivaexperiencia. Ahora la ha
rebautizado comoHistoria de todas las
cosas que es —y no esal mismo tiempo—una versión corregida y aumentada de
aquella primera incursión novelística. Lo es porque conserva gran parte de las
anécdotas que tienen como escenario el poblado imaginario de San Isidro de El
General, ubicado en Costa Rica, y aparece la galería de personajes ya conocidos,
una inacabable corte de los milagros que ya poblaba las páginas de la
alucinante narración original.
Y no lo es porque, ya desde el
título, el autor ha decidido hincar aún más sus sardónicos dientes. Ya no se
trata de una “breve historia”: se trata de “Lahistoria”
de todas las cosas. Ha llenado huecos, ha introducido nuevos personajes, ha
replanteado escenas y descripciones, la ha aumentado hasta sobrepasar las 500 páginas,
proponiendo al lector una experiencia literaria renovada. En efecto, esta reciente
versión se lee de manera diferente y sobresalen en ella, ya sin tomar tanto en
cuenta la impronta macondiana, los mejores artilugios con los que siempre ha
contado el autor, como lo ha demostrado en otras novelas comoMujeres amadas, Las noches de Ventura, La
pequeña maestra de violín y La
hermosa vida.
A la manera de Rabelais, en Historia de todas las cosasAguilera Garramuño ha realizado“una obra
basada en la risa que degrada, corporiza y vulgariza ante la imposibilidad de
llegar a la verdad con certeza”, como ha dicho Diógenes Fajardo, a propósito de
Gargantúa y Pantagruel. En el mismo
sentido, Mijaíl Bajtin ha señalado que Rabelais rechazó los moldes literarios
de su tiempo“mucho más categóricamente que Shakespeare o Cervantes, quienes se
limitaron a evitar los cánones clásicos más o menos estrechos de su época”. En
Rabelais, dice Bajtín, “no hay dogmatismo, autoridad ni formalidad unilateral”.
Las imágenes rabelesianas son “decididamente hostiles a toda perfección
definitiva, a toda estabilidad, a toda formalidad limitada, a toda operación o
decisión circunscritas al dominio del pensamiento y la concepción del mundo”.
Así Aguilera Garramuño en este libro desternillante,
libérrimo, totalmente disfrutable. Como Rabelais, se ha
resistido a ajustarse a los cánones y reglas del arte literario dominantes, tal
cual lo señala el propio narrador de la novela: “Tengo, amigos, el derecho de
inventar lo que se me de la gana. Fácil, en la tramoya literaria todo se puede,
hasta lo que no se puede. El que quiera oír o leer, que oiga o lea, y el que
no, que ponga a enfriar sus pelotas. En lo que escribo, señor orate, soy rey
soberano, dios y el mundo se callan.”
Marco Tulio Aguilera Garramuño. Historia de todas las cosas. Ediciones
de Educación y Cultura/Trama Editorial, México, 2011. 515 pp.
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