Prólogo
(Publicado por la Editorial Educación y Cultura, de México, apareció el magnífico libro de mi amigo el escritor uruguayo Héctor D'Alessandro. Mc correspondió el honor de escribir el prólogo).
Si fuera
posible meter los genes de Chéjov, Borges, Cortázar y Roberto Arlt en una
máquina clonadora, con una serie de ajustes propicios, imagino que por el mejor
desagüe saldría una criatura semejante a Héctor D’Alessandro, el autor de este
feliz volumen de cuentos, casi todos dignos de la mejor antología.
El primer texto se llama “Karma en El Corte
Inglés”. Se desarrolla en una institución más española que la monarquía, una de
esas inmensas tiendas departamentales donde se puede encontrar todo. Desde una
lata de sardinas noruegas hasta una moto de algo octanaje, pasando por el más reciente
bestseller y el platillo más exquisito
de la alta literatura, todavía humeante. Y está ambientado el cuento, y casi
todos los demás, en la Barcelona de este uruguayo maestro del aprendizaje
creativo, de la programación neurolingüística y las redes sociales.
Héctor es un personaje que se atreve a subir al Youtube un video diario donde anuncia Cuentos curativos para recuperar amigos del alma o En 60 minutos puede desarrollar las habilidades para escribir Rayuela.
Héctor es un personaje que se atreve a subir al Youtube un video diario donde anuncia Cuentos curativos para recuperar amigos del alma o En 60 minutos puede desarrollar las habilidades para escribir Rayuela.
En sus
conferencias, que lanza al mundo con un desparpajo de sabio y gurú dice:
“Cuando oyes un cuento, recuperas amigos que estaban escondidos en tu interior”
o “”Al olmo no le pidas peras, pídele olmas” o “Soy mi propio amigo”.
Héctor D’Alessandro es el célebre autor de “El cucaracho”, cuento que merecidamente da título a este volumen y que es una relaboración jocosa de La metamorfosis, en la que logra hallar y trasmitir el lado luminoso de la experiencia de convertirse en un monstruoso insecto de dura caparazón. Relato, por cierto, lleno de sofisticadas trampas. Alcanza con leer la primera frase, esa de tan aparente sencillez: “Si no lo hago ahora, acabaré olvidándome de contar la ocasión en que me convertí yo también en una cucaracha”. Ese imposible olvido es una broma que nos aboca a entrar en un relato que a medida que avanza, con un lenguaje regocijante, nos mete en un universo doméstico de ribetes tan cómicos como dramáticos. En medio del relato y sin previo aviso, éste rompe, y no diré cómo, el “pacto autobiográfico” y el pacto ficcional y nada es lo que parece: el lector está envuelto en dudas, mientras el cuento se sumerge en un collage cada vez más acelerado de géneros hacia algo que entre otras sonoridades posee la de una leyenda urbana y la de una canción popular.
Su blog, Psicocuántico, nos muestra una foto de Héctor en el patio de su casa. Que no es suya sino rentada, a las afueras de Barcelona, en un suburbio que se llama Las Planas: en ella habita en el segundo piso una fantasmal ucraniana que grita como una koroboshjka enloquecida –y no me pregunten qué es una koroboshjka enloquecida porque no lo sé—. Héctor se extasía y conmueve lanzando mensajes día a día y noche a noche al mundo desde su lap top hacia un planeta virtual cada vez más saturado por su voz y su imagen, eminentemente curativos. Porque Héctor no duerme, atropellado como está constantemente por una lucidez de loco feliz.
Vive en Las Planas, no me importa repetirlo, en las afueras de Barcelona, y sus mascotas son incontables piaras de jabalíes, no siempre muy corteses con los jardines y los extranjeros, a los que Héctor ha llegado a tener en alto aprecio (me refiero a los animales, claro), gracias a su don de puercos salvajes aprendido con Francisco de Asís.
¿Qué tiene toda esta digresión que ver con los cuentos de este volumen? Todo, como el Corte Inglés, cuyo eslogan podría ser: “Aquí consigue todo… pero más caro que en cualquier otra parte”.
Héctor D’Alessandro y todo lo que lo rodea, para decirlo democrática y económicamente, es singular.
De entrada, en el blog Psicocuántico vemos una foto de Héctor D’Alessandro en una de sus mejores poses: atléticamente en cuclillas, su rostro redondo de hombre dichoso que no se decide a ser gordo, pero que nunca llegará a ser flaco, atléticamente en cuclillas, repito, como si fuera el fichaje más reciente del Barca, su rostro redondo, su bonhomía de oso panda, su pelo ligeramente rizado. Y abajo leemos: Héctor D’Alessandro. Coaching para escribir y PNL. Más abajo anuncia que en tres horas con su asesoría un alumno puede absorber la información necesaria para escribir Rayuela o el Ulises de Joyce. Por más inverosímil que sea la propuesta, yo les aseguro que si hablan con Héctor, terminarán convencidos.
Cortázar lo llamaría cronopio, yo lo llamo frenáptero, Oscar de la Borbolla lo llamaría ucrónico. Es, simplemente, un ser diferente al humano convencional, un cuarentón que guarda a un niño feroz y noblemente irónico en su iluminada pureza.
Y ¿qué tiene esto que ver con los cuentos de este libro? Cuando los lean me entenderán.
Ahora está el otro asunto: su parentesco con Borges. Recuerdo que le dije después de leer sus cuentos: Amigo, nunca llegarás a ser Borges aunque tienes su erudición y su manejo del lenguaje: te falta ese aire inglés; eres un mestizo, con todo lo mejor del mestizo y nada de lo peor.
En su blog y en sus cuentos hay toda una enciclopedia que envidiarían Diderot y Voltaire; hay burlescos cantos homéricos, hay poéticas abisales, hay un ingenio digno de Francisco de Quevedo.
“Yo vengo de todas partes”, dice.
Héctor D’Alessandro es una especie de hombre del paraíso, el cantado por Joseph South y repetido (quizás apócrifamente) por Borges. Es, mi amigo, un Aristóteles platónico, si tal engendro fuera posible.
Héctor D’Alessandro es el célebre autor de “El cucaracho”, cuento que merecidamente da título a este volumen y que es una relaboración jocosa de La metamorfosis, en la que logra hallar y trasmitir el lado luminoso de la experiencia de convertirse en un monstruoso insecto de dura caparazón. Relato, por cierto, lleno de sofisticadas trampas. Alcanza con leer la primera frase, esa de tan aparente sencillez: “Si no lo hago ahora, acabaré olvidándome de contar la ocasión en que me convertí yo también en una cucaracha”. Ese imposible olvido es una broma que nos aboca a entrar en un relato que a medida que avanza, con un lenguaje regocijante, nos mete en un universo doméstico de ribetes tan cómicos como dramáticos. En medio del relato y sin previo aviso, éste rompe, y no diré cómo, el “pacto autobiográfico” y el pacto ficcional y nada es lo que parece: el lector está envuelto en dudas, mientras el cuento se sumerge en un collage cada vez más acelerado de géneros hacia algo que entre otras sonoridades posee la de una leyenda urbana y la de una canción popular.
Su blog, Psicocuántico, nos muestra una foto de Héctor en el patio de su casa. Que no es suya sino rentada, a las afueras de Barcelona, en un suburbio que se llama Las Planas: en ella habita en el segundo piso una fantasmal ucraniana que grita como una koroboshjka enloquecida –y no me pregunten qué es una koroboshjka enloquecida porque no lo sé—. Héctor se extasía y conmueve lanzando mensajes día a día y noche a noche al mundo desde su lap top hacia un planeta virtual cada vez más saturado por su voz y su imagen, eminentemente curativos. Porque Héctor no duerme, atropellado como está constantemente por una lucidez de loco feliz.
Vive en Las Planas, no me importa repetirlo, en las afueras de Barcelona, y sus mascotas son incontables piaras de jabalíes, no siempre muy corteses con los jardines y los extranjeros, a los que Héctor ha llegado a tener en alto aprecio (me refiero a los animales, claro), gracias a su don de puercos salvajes aprendido con Francisco de Asís.
¿Qué tiene toda esta digresión que ver con los cuentos de este volumen? Todo, como el Corte Inglés, cuyo eslogan podría ser: “Aquí consigue todo… pero más caro que en cualquier otra parte”.
Héctor D’Alessandro y todo lo que lo rodea, para decirlo democrática y económicamente, es singular.
De entrada, en el blog Psicocuántico vemos una foto de Héctor D’Alessandro en una de sus mejores poses: atléticamente en cuclillas, su rostro redondo de hombre dichoso que no se decide a ser gordo, pero que nunca llegará a ser flaco, atléticamente en cuclillas, repito, como si fuera el fichaje más reciente del Barca, su rostro redondo, su bonhomía de oso panda, su pelo ligeramente rizado. Y abajo leemos: Héctor D’Alessandro. Coaching para escribir y PNL. Más abajo anuncia que en tres horas con su asesoría un alumno puede absorber la información necesaria para escribir Rayuela o el Ulises de Joyce. Por más inverosímil que sea la propuesta, yo les aseguro que si hablan con Héctor, terminarán convencidos.
Cortázar lo llamaría cronopio, yo lo llamo frenáptero, Oscar de la Borbolla lo llamaría ucrónico. Es, simplemente, un ser diferente al humano convencional, un cuarentón que guarda a un niño feroz y noblemente irónico en su iluminada pureza.
Y ¿qué tiene esto que ver con los cuentos de este libro? Cuando los lean me entenderán.
Ahora está el otro asunto: su parentesco con Borges. Recuerdo que le dije después de leer sus cuentos: Amigo, nunca llegarás a ser Borges aunque tienes su erudición y su manejo del lenguaje: te falta ese aire inglés; eres un mestizo, con todo lo mejor del mestizo y nada de lo peor.
En su blog y en sus cuentos hay toda una enciclopedia que envidiarían Diderot y Voltaire; hay burlescos cantos homéricos, hay poéticas abisales, hay un ingenio digno de Francisco de Quevedo.
“Yo vengo de todas partes”, dice.
Héctor D’Alessandro es una especie de hombre del paraíso, el cantado por Joseph South y repetido (quizás apócrifamente) por Borges. Es, mi amigo, un Aristóteles platónico, si tal engendro fuera posible.
Todos los cuentos de este libro son
extraordinarios, divertidos, ferozmente efectivos. Me he puesto a buscar en mi
catálogo algún cuentista latinoamericano que tenga ese tino narrativo que hace
que el autor dé en el blanco a todo lo que le apunta. He llegado a la
conclusión de que sólo se le acerca uno: Julio Ramón Ribeyro. Sólo que Ribeyro
tiene sus caídas. Héctor no las tiene. Vive en la cima del arte de la narración
breve. Con un agravante: todo lo que escribe tiene gracia y música. Y ya se
sabe: la gracia es la belleza del alma. Y la música es el ritmo de la belleza
del alma. Héctor nos ayuda a vivir… y siempre con una sonrisa. ¿Se puede pedir
algo más a un cuentista?
Para terminar
quiero copiar algunas interjecciones, desmesurados elogios, juicios sumarios,
exabruptos, expresiones de envidia, que fui enviándole a Héctor por medio del
Facebook a medida que iba leyendo: tras leer “Karma en el Corte Inglés”
escribí: “Majo, eres un maestro del cuento. Ribeyro es un payaso de la tele al
lado tuyo”. Después anoté: “El cuento de Fayand es hermoso. Tiene la delicadeza
y naturalidad de lo sencillo. Un toquecito de Chéjov y otro de Borges. Eres,
amigo, un híbrido rarísimo”. Luego: “’La rata’ es un cuento genial. Hace mucho
tiempo no había leído un cuento tan bueno. Reclamo mi derecho de haber
descubierto a un cuentista del tamaño de Ribeyro y Chéjov… Estoy pensando en la
forma de exterminar a Héctor D’Alessandro para apropiarme de sus cuentos…
Cuando seas más famoso que Borges y Cortázar voy a decir que yo te descubrí…
Insisto, tu cuento del karma es MAG-NI-FI-CO. Tiene un sentido del humor
superior. Me gusta más que cualquier cuento de Ribeyro. Cross my heart… Todos los
cuentos de este volumen son memorables –no voy a decir que eliminé dos para
cultivar el mito del cuentista infalible.
Es fácil hallar un libro con un cuento bueno,
pero es casi imposible encontrar un libro con
TODOS los cuentos no sólo buenos
sino inolvidables. Éste es uno de ellos. El ejemplar único de una enciclopedia
perdida.
Marco T.
Aguilera Garramuño
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