Continuación del texto que encontrará en el blog Mongolia Central
24
de diciembre de 2002. Por la
noche me separé de los miembros de tour y me fui con mi Tadzia y con su hermana
Etiopía al cabaret del Hotel Riviera. Hubo un show que me voy a saltar y un
largo solo de Omara Portuondo, que sostuvo la emoción durante media hora. Nos
bebimos una botella de ron Habana entre los tres. En realidad Etiopía no bebió.
Parecía un lince oteando el horizonte.
Pasó el tiempo embebida en el show, escuchando con una intensidad casi
alucinada. No respondía a las preguntas. Bailé con Rayza. Me porté de forma
torpe y no puedo argüir que fue a causa del licor, pues estaba perfectamente
lúcido. Toqué descaradamente sus tetas despiertas y palpitantes en la
oscuridad. Rayza aparentemente aceptó con naturalidad. Luego, ya en la mesa,
estuvo seria y silenciosa. Cuando habló fue para decirme que le inspiraba asco.
¡Me das ajco, colombianito de mierda!, dijo.
Agregó que no soportaba mi narcisismo,
que no le interesaba mi currículum, igual podía ser vendedor de lotería o
limpiacaños que escritor, bah, vaya presunción.
Lo que entendí fue que se estaba
ufanando del poder de su cuerpo y aprovechándose de un turista pendejo que la
invitaba a darse los lujos que no tenía habitualmente. Eso me ofendió
profundamente. Me hizo verme desde una perspectiva exterior bastante
deplorable, de burocrático viejo verde (aunque por entonces apenas estaba
pasando de los 30 años).
Era obvio que Rayza y Etiopía
eran visitantes habituales de los cabarets. Conocían los nombres de los artistas,
tarareaban sus canciones, chismorreaban sobre sus vidas, conocían las rutinas
de baile y los chistes.
Le pregunté a Etiopía cómo se
conciliaba ese show lujoso con la
austeridad de la vida de los cubanos.
--Este show, amigo, y los demás, fueron
montados para turistas porque Cuba necesita divisas.
--Pero a los cubanos nos gusta venir –dijo
Rayza--. Gesticuló un poco al estilo de Elvira Madigan e Isadora Duncan,
haciendo volar al aire del Ferrari una larga pañoleta de seda china: --… especialmente
a nosotras, las sublimes inadaptadas.
Nos quedamos en el cabaret
hasta que todos los demás hubieron salido. Luego caminamos por el malecón.
Orino (como un gato que se
apropia del territorio, pienso ahora, al escribir esto) en el centro de la
calle, y recuerdo que hace años oriné en el corazón de Guadalajara, cuando
estaba tras los huesos de la judía Mendy Calef.
Tomamos un taxi a las cinco de la mañana. El
auto avanza a una velocidad de película. (No sé si ese dato es objetivo o
producto de la borrachera, que por entonces me poseía). En voz baja le pregunto
a Rayza. Ella me dice que efectivamente estamos en el límite menos cuerdo de la
velocidad, que falta poco para que nos matemos los cuatro. Y aplaude y se ríe.
Le parece bellísimo morir un 24 de diciembre, tras una noche de farra. Corra
más, le pide alborozada al conductor mientras le mesa el cabello. Yo trato de
ordenar mis pensamientos. Finalmente concluyo que la situación no amerita morir.
Además en Xalapa me espera mi gato Mishkin. Pongo una de mis considerables
manos en el hombro derecho del conductor y aprieto con todas mis fuerzas.
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