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martes, 12 de julio de 2011

Un cuento infantil: El terco príncipe

Había una vez un joven príncipe que ya no vivía en un hermoso castillo, sino en un caserón pobre pero limpio. Una noche de tormenta llegó a su puerta una joven de rostro oculto que le pidió albergue contra la furia del agua y las inclemencias de la vida. Su voz era hermosa y triste, y su cabellera larga casi hasta el suelo, estaba total­men­te empapada. El príncipe, extasia­do por la cabellera y la voz, no sólo le dio albergue sino la cena más generosa y le ofreció trabajo a cambio de que permane­ciera en la casa. Ella aceptó pero puso una condi­ción:
   --¿Cuál? --preguntó el príncipe.
   --Que nunca, nunca, por ninguna razón, quiera ver mi rostro ni preguntar mi pasado.
   --¿Por qué?
   --Eso no puedo decírselo y  no debe preguntármelo. Si lo hace, me perderás.
   La voz de la joven era tan hermosa, y tan bella su cabellera, que le cubría los hombros, la espalda y le llegaba hasta el piso, que el príncipe decidió aceptar las condiciones. Además el pobre príncipe vivía muy solo desde que murieron sus padres. Y tenía la desgracia de haber perdido su reino. Los que se lo quitaron habían fundado un gobierno extraño. Levantaron fábricas y pusie­ron a trabajar a los campesinos. En lugar de  frutas y verduras hubo muchos aparatos, muchas latas y una gran cantidad de perió­dicos. Los ciudadanos de aquel extraño estado pasaban casi todo el tiempo mirando la televisión y mascando chicle.
  Y todo eso no le gustaba al príncipe. Por ello vivía muy acongojado. Pero cuando llegó Almabella --con ese nombre comenzó a llamarla--, el príncipe volvió a pensar que podría ser feliz. Sólo una cosa le intrigaba. ¿Cómo sería el rostro de la doncella? ¿Y por qué lo ocultaba?
   Almabella portaba todo el tiempo velos de seda que le cubrían el rostro. Tenía exacta­mente dos: el de la mañana y el de la tarde. Cuando lavaba uno en el arroyo, con el otro ocultaba el misterio de sus facciones. Sabedor el príncipe de estos detalles comenzó a tramar su plan. Descubrió el lugar donde guardaba su velo de repuesto, lo tomó y lo ocultó.
   <<Entonces --se dijo el príncipe--, cuando vaya a lavar su único velo, tendrá que dejar libre su rostro y yo lo veré>>.
   Así lo hizo. Almabella, al no encontrar su velo de repuesto se enojó mucho.
   --¿No ha visto su alteza mi velo de repuesto?
   --No, Almabella, ya sabes que yo no me meto en tu cuarto.
   --Ay, su majestad, creo que pronto tendré que irme de esta casa.
   El corazón del príncipe sufrió un sobresalto. Tuvo que confe­sar.
   --La verdad es que lo escondí, Almabella. Espero que me perdones.
   Y se lo devolvió.
   --Gracias príncipe --dijo  Almabella--. Su fidelidad al juramento tendrá un premio. Si su majestad es capaz de soportar la curiosidad cuatro veces el ciclo de las primaveras, tendrá su recompensa.
   Pasó el tiempo. El príncipe, para ocultar su curiosidad, decidió volver a salir del caserón, lo que no había hecho en mucho tiempo. Consiguió trabajo como leñador, trajo a casa buenas viandas, de las que todavía cultivaban sus antiguos súbditos en los patios de sus casas.
   Con la tercera primavera, volvió a picarle la curiosidad. Toda una noche estuvo imaginando cómo sería el rostro de Almabella. Al amanecer la siguió hasta el río. La vio despoj­arse de sus ropas. La observó de espaldas, lleno de emoción. Todo su cuerpo estaba cubierto por la hermosa cabellera. En cuanto ella se volteó, el príncipe vio con enorme asombro que el pelo se había enroscado en su rostro y lo cubría casi hasta el nivel de los ojos.
   Avergonzado, el príncipe regresó al caserón y se encerró en su cuarto. Cuando Almabella lo llamó a almorzar, el príncipe no se presentó. Todo el día lo pasó encerrado y por la noche salió a escondidas. Regresó a casa a las cinco de la mañana oliendo un poco, nada más un poco, a vino. Tocó a la puerta de la habitación de Almabella. La joven abrió la puerta. El príncipe la vio envuelta en la maravilla de su pelo, sin otra prenda encima. Vio sus ojos de un color bellísimo, como el del agua del mar bajo un sol espléndido en una isla que no ha pisado humano alguno.
   --Almabella, quiero ver tu rostro.
   --Príncipe, príncipe, tenga paciencia. Sólo falta una primave­ra. Cuando pase, podrá conocer mi rostro y saber mi historia, pero antes debe cumplir con una condición.
   --Cumpliré con lo que me pidas con tal de conocer tu rostro y saber tu hisitoria.
   --¿Lo jura?
   --Lo juro.
   --¿Quiere saber cuál es la condición?
   --No, Almabella, no la quiero saber. Confío en ti y cumpliré con lo que me pidas, siempre que esté dentro de mis posibilida­des.
   El príncipe adivinó una sonrisa bajo el velo y ello lo hizo feliz. Esa noche soñó que Almabella se quitaba el velo y mostraba el rostro de un ángel, del que partía un resplandor que iluminaba todo el mundo.
   Trabajó el príncipe arduamente, vio pasar el invierno y llegar el plazo fijado. El anuncio de la primavera lo hizo un canario que se posó en un rosal frente a su ventana. Corrió el príncipe al cuarto de Almabella, tocó alborozado, y en cuanto ella abrió, le dijo con ansiedad:
   --Almabella, quiero ver tu rostro y conocer tu historia.
   --¿Está dispuesto a cumplir con la condición?
   --Haré lo que sea con tal de que esté dentro de mis posibili­dades.
  --Debe casarse conmigo.
   No lo dudó un instante.
   --Me casaré contigo hoy mismo. Ahora sí, muéstrame tu rostro y cuéntame tu historia.
   --Antes debe casarse conmigo.

Y se casaron. Una vez que Almabella y el príncipe pronunciaron el sí, el marido llevó a su esposa al caserón y le dijo:
  --Ahora sí, muéstrame tu rostro.
  --Primero debes conocer mi historia.
  --¿Por qué?
   ---Porque así podrás soportar el espectáculo de mi rostro sin morir de espanto --dijo Almabella.
  
Y ésta es la historia que Almabella le contó al príncipe:
   <<Yo fui la niña más hermosa del mundo hasta los doce años. Los artistas competían por pintar mi rostro y venían desde los lugares más remotos del mundo sólo para verme. Reyes y faraones ofrecían tesoros por mi mano. Bastaba que yo mirara una flor para que ésta se marchitara. Ay, pero tenía un defecto, el defecto más terrible que se pueda tener: una vanidad insoporta­ble. Nadie podía sufrir mi compañía. Mis padres buscaron mil formas de curarme pero no lo lograron. Un día que iba cami­nando por un jardín, vi a la niña más espantosa que se pueda imaginar. Me dio tanta risa que no pude dejar de reír en toda una tarde y una noche. Al día siguiente me encontré, en el mismo jardín y a la misma hora, con la madre de la niña. Ella, conocedora de mi burla, lanzó una maldición: "¿Que tu rostro sea el rostro de mi hija y tengas que ocultarlo el resto de tu vida! ", gritó a los cuatro vientos. E inmediatamente perdí mi espléndida belleza,  al tiempo que la niña espantosa asumía mi hermosura. Pero la niña, que tenía un alma llena de bondad, lanzó una contra-maldición en voz baja: "Y que recuperes tu belleza cuando encuentres quien se case contigo sin conocer tu rostro". Pero la madre, que escuchó las palabras de su hija, replicó: "No hija mía; esa condición es demasiado fácil. Hay que ponérsela más difícil". Y lanzó una recontra-maldición: "Que recuperes tu belleza cuando un hombre se case contigo sin conocer tu rostro y cuando cumpla cuatro años de vivir contigo mientras luces el rostro mas horroroso que exis­ta>>.
   --Y esa es mi historia --dijo Almabella--. Ahora, ¿estás listo para ver el rostro más feo y espantoso que haya creado la natura­leza?
   --Estoy listo --dijo el príncipe--. Y no te preocupes. No me voy a espantar.
   --¿Por qué?
   --Porque no voy a ver el rostro que vea, sino el que quiero ver.
  Y así sucedió. El príncipe observó cuando Almabella se descu­bría y no sufrió ni un sobresalto. La vio tan bella como en ese mismo momento se vería la hija de la bruja: una mujer ante la cual palidecía el amanecer más hermoso, tan graciosa como un arroyo de alta montaña y tan feliz como un ruiseñor saludando el primer sol de la primavera.
   Pasaron los cuatro años y Almabella recuperó su rostro, pero de ello el príncipe ni se dio cuenta. La amaba tanto, que toda la belleza de su cara era para él apenas una sombra transparente de lo que era la belleza de su alma.

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