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lunes, 2 de mayo de 2011

LA HERMOSA VIDA

En la siguiente dirección encontrarán un artículo del poeta mexicano Eduardo Langagne sobre mi novela La hermosa vida, tercera de la serie de novelas que he llamado El libro de la vida, obra que languidece en el catálogo de libros de CONACULTA, Colección Guardagujas. Tiene un precio elevadísimo, para ser una novela publicada hace casi diez años. Supongo que no les interesa venderla: publican para llenar bodegas, no la colocan en librerías, no la promueven... Y creo que la novela está bastante bien. Publicaré apartes en este blog. Cuento en ella algunos secretitos de José Donoso. Píquenle al vínculo...
http://cdigital.uv.mx/bitstream/123456789/591/1/2002123P199.pdf
Perdón... no sé por qué no funcionó el vínculo. A cambio de ello les ofrezco el primer capítulo de La hermosa vida...

CLASES DE VIOLÍN
Le pedí a la hija de Bárbara que me diera clases de violín. Pidió 200 pesos por hora de 45 minutos sin dejar de mascar su chicle, dejando  deslizar su mirada de abismo entre la fronda de sus pestañas. Nunca creí que se atreviera a pedir tanto. Pago eso y hasta tres ojos de la cara, pensé, mirando a la niña que me hacía fumar los dedos y jurándome a mí mismo que no iba a cometer una torpeza. Dejaría que las cosas siguie­ran su curso.  ¡200 pesos! "Y no admitiré que te propases...un minuto más", dijo sonriendo con ese destello de encanto de bestia joven que la hace tan turbadora.
            Esa es la primera historia que quiero contar, pero antes debo liberarme de la Princesa de Huamantla,  a quien vería justamente después de mi primera clase.
            --A ver, toma el violín y haz una escala de Do mayor.
            ¿Una qué? Yo toco el violín como si montara una bicicleta, como si tripulara una mujer. No sé nada de escalas. Tengo idea de las rayas y las bolitas. Del pentagrama. Sé navegar sin instrumentos y hasta el presente no he naufragado.
            Tomé el violín. Cerré los ojos y me dije: tocar una escala debe ser como subir una escalera. Simplemente subes y no miras los escalones.
            Cuando llegué al rellano abrí los ojos.
            --Deja el violín a un lado.
            Tomó una de mis manos. La sopesó. Relájate, dijo. La acari­ció.
            --Estas manos nunca, nunca, llegarán a interpretar ni la pieza más elemental con la sutileza necesaria. Eres pesado, torpe, cursi, excesivo, falto de toda armonía--.  ¡Otra insultado­ra! Dios, cómo me persiguen. Hace algún tiempo tuve una esposa. Bueno, casi tuve una esposa, que me insultaba hasta dormida--. Vuelve a tomar el instrumento e interpreta cualquier cancioncilla.
            Me atreví a lanzarme contra Santa Lucia Luntana, una de las pocas piezas que podía interpretar a mis quince años, en el gallinero que fue mi sala de conciertos hace ya tanto tanto tiempo. Trilce enterró la uña de su índice derecho con una saña terrible en mi cuello, en la muñeca derecha, en la cintura, en las piernas, al tiempo que decía:
            --Tocas con el cuerpo tenso, con la muñeca derecha tiesa como una piedra, con los hombros y el cuello rígidos. El cuerpo debe estar relajado, como si estuvieras haciendo ejercicios de yoga. La muñeca que lleva y trae el arco debe moverse en armonía, casi como un pincel que va y viene sobre un lienzo.
            Toda la clase la dedicó a asuntos técnicos. No hubo ni un instante de deleite, como no fueran las miradas de reojo y a escondidas que le lanzaba al candorosísimo seno, al talle de menta y al horizonte delicioso de su cuello. Allí donde se juntan el mar de sus ropas y el cielo de su busto, perdía este inocente su vocación de músico.
            --Eres demasiado masculino. Para tocar bien el violín hay que conservar vivo el espíritu casto que todos traemos dentro al nacer, dejarse poseer por el instrumento, ser ligeramente andrógino, como Paganini, cuyo carácter diabólico no era tal, sino simplemente una feminidad mal entendida.
            Ahí comenzó el asunto con Paganini. 
            --¿Sabías que Paganini tenía una debilidad enfermiza por las niñas impúberes, que no se bañaba durante meses, que mató a una niña en un burdel, que las ancianas perdían la compostura y que caían presas de una lujuria incontrolable en sus conciertos?
            --Eso no es nada raro. Yo también tengo las mismas debilidades y otras que cultivo en mi jardín particular.
            Lo dije en voz baja, enterrando el dedo gordo en las arenas movedizas. Trilce no se inmutó. Cuando ella habla solamente parece escuchar su propio eco.
            --Fue el más grande violinista que haya existido y existirá --Suspiró, modióse un borde del labio, observó las yemas de sus dedos con ojos de bella iluminada--. A los grandes se les debe permitir todo.           
            No respondí. Sólo los dedos de mi mano izquierda hablaron, arqueándose nerviosos o juguetones sobre el cuello de mi Stradivario de circo. En ningún momento me miró a los ojos. Me prohibió determinantemente que a partir de entonces interpretara piezas aunque fueran elementales. Lo primero era dominar los rudimientos. Escalas, escalas, escalas.
            --Tienes que subir y bajar escalas, soñar escalas, interminablemen­te, horas y horas y horas, hasta que cada nota sea perfecta, inconfundible, una obra maestra en sí misma.
            Tuve la tentación de decirle que no quería ser concertino de la Orquesta Sinfónica de Moscú, sino tocar para mí en las horas de soledad o desconsuelo, pero estoy seguro de que si se lo hubiera dicho, habría cancelado definitivamente las clases.
           
Mi historia con la Princesa de Huamantla es larga y tediosa. Incluso más larga que mi historia con Bárbara Blaskowitz, la madre de Trilce. A Carmina Ximena la conocí en una fiesta de sanos borrachos. Dos días después estábamos en la cama  y tres o cuatro años después seguíamos fornicando sin amor ni entusiasmo. Al cuarto año comenzó a anunciarme que se iba a casar. Aplaudí la decisión y fingí pena por cortesía. Pasó meses pregonándolo mientras yo le trabajaba Los Senos Más Eminentes de La Parroquia hasta terminar  entrepiernados, ahítos y más desganados que nunca.
           
En la segunda clase estuve desastroso, semiadormecido, bostezando continuamente, al tiempo que miraba con fruición de borracho a mi pequeña maestra.
            --Qué pasaría si yo fuese un estricto profesor austriaco y estuviésemos en Viena --dijo Trilce masticando las palabras--. Eres miope y obtuso, das los golpes de arco como si estuvieras a punto de vomitar, careces de ritmo y las notas son ambigüas, confusas. No haces música sino algo entre melcocha y ruido de aserradero.  Y, ¿sabes por qué? Porque crees en las estupideces de los manuales de música. Colocas el cuerpo como si estuvieras posando para una estatua. Aprietas la mandíbula, tienes la espalda tensa, pareces estar esperando el disparo de salida de una carrera de cien metros.
            Volví a colocar mi cuerpo en posición. El pie derecho adelantado. La muñeca izquierda curva sobre el cuello del violín. Puse el instrumento en línea con mi torax. Trilce se paró frente a mí. Movió la cabeza denegativamente.
            --La verdad es que no existe una posición correcta para tocar el violín. Cada persona debe descubrir su propia posición y ella depende de la longitud de los brazos y la configuración de la estructura ósea. Casi todos los maestros enseñan a tocar mal, los métodos clásicos son absurdos, piden a sus alumnos que usen músculos antagónicos a los que deben usar. El violinista tiene que imitar a la naturaleza, no ir contra ella.
            Tomó mi brazo izquierdo y lo colocó en ángulo de cuarentaicinco grados con respecto a la clavícula. Modeló mi muñeca con su mano. Respiré hondo. Intenté una escala.
            --Imagina que estás en una corte y que te miran damas de altos peinados, con joyas deslumbrantes y escotes profundos. Piensa que Vivaldi está entre los presentes y que cada nota tuya será juzgada severamente y que si te equivocas te cortarán la cabeza.
            La mano del arco temblaba. Una nota que debía ser larga y sostenida fingió brincos de rana sobre el agua pantanosa. El arco formaba un ángulo borracho con respecto al puente del violín.      
            --Serás un escritor medianamente soportable, pero como músico eres un macaco. Las cuerdas del violín no son uniformes, sino que tienen arcos y nudos. Si tocas sobre un arco constantemente, el sonido saldrá parejo, pero si vas de arco a nudo, tu sonido saldrá como el encefalograma de un maniático, ¿entiendes?
            Tomó el violín. Lo hizo con gracia y energía. Emitió una nota larga, solemne, majestuosa. Me puso el instrumento en las manos.
            --Así. Toca cada nota como si fuera una catedral gótica, imagina que eres Ruggiero Ricci, párate con elegancia, con el cuerpo descansando, cierra los ojos y contempla un sereno curso de agua cristalina en el bosque. Unas criaturas de pies sutiles y cuerpos de gacela, envueltas en telas tenues como nubes transparentes, te observan.
            Pensé: Mejor tiro el violín y voy a buscarlas. Pero no lo dije. Miré su cuerpo, ese rostro de criatura tránsfuga de un paisaje de Bougereau. La belleza y la armonía de Trilce son subyugantes, ensordecedores, aletargantes, son como una cascada, como un raudal que baja entre piedras pulidas por siglos, como una estampida de búfalos, como ... ¡mierda!, le dan ganas a uno de hacer poesía. Lo que Bárbara tiene de hombruno, en su hija es quintaesencialmente femenino: hay tal encanto en el conjunto de su persona que uno no tiene otra alternativa que quedarse extasiado contemplándola. Pero existe en ella una tensión no resuelta que hace pensar en un bicho de venenos desconocidos.
            Trilce notó el sesgo de mi mirada. ¿Cuándo, querida Trilce, cuándo le pides licencia al Señor de los Sueños para salirte del olimpo y entrar en mi corazón y en mis entretelas? De tanto mirarla perdí el ritmo por enésima vez. Trilce tomó un par de ladrillos y los hizo chocar a manera de metrónomo.
            --El arte entra con sangre. Tú nunca vas a llegar a ser un artista. ¿Sabes por qué Paganini llegó a tocar como nadie lo hará jamás aunque la posición de su cuerpo al hacerlo era absurda, grotesca, casi animal? Porque su padre, que era tendero, lo obligaba a tocar tras la pared de la tienda desde los tres años de edad. Y cuando el niño dejaba de tocar, su padre iba con un látigo y  le despellejaba la espalda. Paganini pasó toda su vida tocando violín o violando niñas, por eso es que nadie podrá volver a tocar como él.
            Según Trilce el arte de tocar el violín se hace fácil cuando el violinista descubre el ángulo en el que debe estar su brazo izquierdo. Para ello debe mirarse constantemente en un espejo, hasta lograr que el arco corra absolutamente paralelo con respecto al puente.
            --Es un asunto cósmico. Cuando un violinista toca bien, está cumpliendo con las leyes de la totalidad, forma parte de la sinfonía universal, es llevado por la mano de Dios. El gran secreto del artista es este: hay que herir un punto y limitarse a él, nada más. Cualquier otra ambición es absurda. Tocar bien el violín es la cosa más fácil del mundo cuando se descubre el punto que hay que herir. Lo difícil no existe. Cuando se encuentra algo difícil es porque se está haciendo algo mal.
            Al final de la clase mi pequeña maestra estaba sudando, se comía las uñas, se mordía los nudillos, más que respirar suspiraba.
            --Quizá en tu tercera encarnación llegues a ser violinista. Por ahora apenas puedes aspirar, con esfuerzo y disciplina, a ser comparsa de ciego. ¿Sabes lo que te está perjudicando? Esas salidas al mundo.


Y tenía razón. Bastó ver a la Princesa para que cayera. ¿Qué? Alguien me llamó, burp, aquí estoy, dijo la Señora Lujuria vestida de andrajos, sus muslos hercúleos, sus pechos de Diana. ¿Cuánto tiempo sin olerte el coño, mi indiecita amada, Los Senos Más Famosos de La Parroquia? La invité a cenar y me dispuse a perder el tiempo  y algo más, pero, bueno, el tiempo perdido es el único tiempo ganado, dice Proust, y semen retentum  venenum est.
            La señora Lujuria, sonriente, demoniaca, cruzó una pierna y balanceó la otra, en su rostro un gesto de burlesca resignación, de inocencia perversa, se sabía caricatura y gozaba de ello.
            --No se puede servir a dos amos, cariño --me dijo--. Ven a mis brazos.
            Frugalmente, como de costumbre, llevé a la Princesa a casa, y apenas como pretexto para lo otro le ofrecí un revoltijo de papas, cebolla y huevos, que bajamos con un vino de alcantarilla. Ella comió y bebió sin chistar, paciente como siempre ha sido, sabedora de que conmigo la patraña de las velas y los sahumerios no funciona. Luego echamos un par de caldos tlalpeños cargaditos y sabrosos, durmió y se fue.

            --Esas salidas al mundo te van a estropear. La Parroquia te va a acabar como artista. Tienes que hacer lo que yo hago. Encerrarte a piedra y  lodo. Quizás tengas salvación. Dime, ¿qué estás haciendo?
            --Escribo una novela de amor.
            --Llevas veinte años escribiendo una novela de amor. Tu autobiografía amatoria, supongo. La exaltación de tu vanidad de macho.
            --Hay algo más. Yo también quiero herir un punto, como dices.
            --¿Cuál?
            --Quiero escribir una novela como una espada que atraviece el pecho del lector, una obra que sea un abismo del que  nadie escape, sin valles, con puros picos nevados. Descubrir la sustancia más íntima de la mujer, desnudar su misterio o su embuste.
            Trilce sonrió.
            --Pareces un niño. Todavía no te das cuenta de que el mundo de los sueños es inalcanzable o que es un paraíso que perdims hace tiempo. Quieres violentar la naturaleza. Eres un campesino educado a prisa. Eres kitsh en grado sumo: crees posible pescar la perfección y hacerla encarnar en una mujer, en una obra, quieres aclimatar a los pájaros bajo el agua. En cualquier arte hay que seguir las leyes de la vida: es necesario tener remansos de paz, para que cuando venga la intensidad, ésta apriete el corazón del lector, del que escucha, del que mira.
            ¡Quince años! Quince años y habla como el oráculo de Delfos. Extendió la mano derecha y con el dedo índice de la  izquierda acarició su palma abierta. Dejé sobre ella el dinero. No hablamos sobre su madre ni sobre las viejas complicidades. Hubiera sido inútil insistir: ella no existía sino para ser virtuosa. ¿Yo? Pues, el viejo chisme. Sigo empeñado en ser un genio literario, pero mientras llego a serlo, quiero hacer unas cuantas piruetas, dos o tres paradas en el camino, dormir en posadas amables con mozas generosas, beber buen vino y comer truchas sin mojarme el culo.
            --No estoy segura que tengas el rigor necesario para aspirar a ser un Chéjov --dijo--. Pierdes mucho tiempo en  escoria, la lascivia y el desenfreno te comen el cerebro. La ambición, la vanidad, la intemperancia te acosan.
            ¡Los ojos de Trilce, esos ojos de uva moscatel, de paisaje antes del viaje, esos ojos como ramas  cargadas de frutos! Quisiera comparar los ojos de la madre y la hija, decidir de una vez por todas cuáles me emponzoñan el alma con más deleite.
            Mi maestra abrió la puerta que da a la calle, después de dejar escrita sobre el libro de Crickboom la tarea. Salí cabizbajo y rasguñado por las espinas de las frondas de los rosales hirsutos y polvorientos que rodean la casa. Sentí a mi niña allá atrás esbelta, alada, dueña del poder de su juventud y de su talento intacto, con su espada flamígera en la mano. Sus observaciones me deprimieron. Razón tenía: me faltaba fibra y me sobraban ganas de dilapidarme a mí mismo. ¿Conclusión? Me prometí desollarme los dedos hasta los huesos con las cuerdas del violín el fin de semana y dedicarme al ascetismo.

Cuando la Princesa abandona el campo de aterrizaje (todavía no he podido comprar un colchón decente, por lo que no me permito escribir "campo de plumas", lo que sería menos rústico) me mantengo un rato con los ojos cerrados. ¿Qué hacer? Prendo el aparato enemigo. Como una obsesión, como una aviso del infierno o del cielo --¿quién puede decir con conocimiento de causa la diferencia?--, como una pesadilla, veo a la señora Bárbara Blaskowitz. Está en el noticiero del Canal de Veracruz. Bárbara, como Proteo, asume todas las personalidades, como Dios, está en todas partes: al lado del Gobernador inaugurando un puente, en la fundación de un nuevo refugio para niños desvalidos, como asesora del director del nuevo reclusorio, como madrecita de alcohólicos, neuróticos, drogadictos y madrina de equipos de ciegos, como líder de un sindicato diferente cada año, encabezando una campaña para recoger víveres para los indígenas de los altos de Chiapas. Y siempre se renueva, eterna Bárbara, no permite las ofensas del tiempo sobre su cuerpo de diosa del Walahlla y su espírit de amazona.
            Bárbara Blaskowitz parece una enfermedad incurable: quien la conoció no la supo jamás olvidar. Quién la amó que no la amara a primera vista. Quien conoció la ciencia de sus labios la recordará hasta el borde de la tumba inhóspita. Tirana.  Apago el aparato. Tomo el violín. Los ejercicios me absorben y adormecen, gastan mi fuego, mi dotación cotidiana de fuego. Poco a poco voy encontrando, con ayuda de Trilce, los secretos del violín y de la música. Hoy supe con asombro que los tonos melancólicos, menores, y los alegres, mayores, tienen sexo: unos son masculinos y otros femeninos. Todo obedece a las mismas leyes. Las mujeres son como los violines: sólo ceden sus secretos a quienes sepan interpretarlas.
            Trilce estudia por una especie de mandato divino, de autosacrificio. ¿Para qué encerrarse a estudiar violín como una maniática, si no va a salir a dar conciertos, a enseñar su arte? Trilce no da razones. Pasa la existencia recluida en la casita cuya renta le paga su padre, por el rumbo de la vieja carretera a Coatepec. En las últimas semanas estuvo preparando una pieza para violín solo de Bartok. Aquello era una especie de choque de ejércitos impíos entre relámpagos y truenos, remansos y cataclismos, un despeñadero de aguas que arrasaban el universo entero, aquello era la conciliación definitiva y el apocalipsis, todo bajo el poder de aquella criatura que con el instrumento en las manos parecía un dios empeñado en construir y reconstruir un mundo que no terminaba de quedar a su medida y deleite. La idea original era presentarse en el Teatro del Estado y luego firmar el contrato para iniciar una gira de conciertos que la haría recorrer varias capitales de Europa Oriental. Luego ya no le interesó el asunto: todo se reducía a batallar contra la tremenda dificultad de la pieza. "El público me pone nerviosa, dijo. Ante el maestro de perfeccionamiento en la escuela de Milán fui capaz de ejecutar lo que casi nadie ha hecho. Pero basta que dos o tres antropoides me estén mirando para que los dedos se me pongan tiesos como ramas secas".
            Los hombres no son otra cosa que estorbos en su vida. Una vez que logró independizarse de su madre, pudo escapar del círculo satánico de los hombres que asedian a la señora Blaskowitz como bestias en celo y que miran a su hija con codicia.
            No puedo dejar de embobarme ante la energía y la pericia violinística de Trilce, pero tengo otros deberes para con la eternidad. Me dedico a leer las Memorias de Simone de Beauvoir: lentas, lentas, con algunos hallazgos no del todo deslumbrantes. Mi intención es leer toda la literatura femenina que pueda, para lograr en mi libro ("La obra maestra del mes", comentan los compañeros de oficina, que me ven seis de cada ocho horas convertido en un póngido, robándole tiempo a la Editorial para dedicárselo a mis novelas) el otro ángulo de la perspectiva amorosa.
            La idea de que las mujeres aman de una forma diferente a los hombres, aparte de ser un lugar común, es seductora y en cierta forma inevitable: las mujeres aman más: la calidad de su amor es más esencial, ocupan más tiempo en el asunto, disfrutan más del erotismo; de hecho las mujeres quieren estar amando siempre; la característica de su amor es la continuidad, mientras que los hombres aman esporádicamente, en sus ratos libres. Para las mujeres el amor es una ocupación de tiempo completo, por eso no sirven en campos de alta especulación: hay escasas científicas eminentes, pintoras, escritoras. ¿Dónde está el Miguel Angel femenino, dónde el Cervantes o el Einstein?
            Virginia Woolf en una conferencia que se ha hecho célebre y que se convirtió en una especie de manifiesto de las mujeres que han aspirado a ser escritoras y seres humanos plenos, señala que el gran defecto de muchos novelistas hombres es que escriben exclusivamente con la parte masculina de sus espíritus. Y señala que las almas auténticamente grandes son andróginas y que gracias a ello pueden dar cuenta de la naturaleza humana en su complejidad. Los drenajes de las almas femeninas desembocan en el mismo mar de incertidumbres.

La Parroquia es el hoyo negro de Xalapa. Los machos y las hembras de este pueblo van a ese café como si fueran a misa, en la esperanza de conocer a alguien diferente que naturalmente nunca llega. Entré como habitualmente lo hago, tratando de no ser visto y de ver lo más posible, para tener un registro completo de los enemigos y un dominio del campo de batalla. Allí estába Bárbara, espléndida como la reina de las nieves, imperando en medio de una jauría de lobos aullantes. Bárbara disfrutaba de su corte de ancianos, en cuyo centro se hallaba el médico turco  que parece una rata del drenaje profundo de la ciudad de México.

            Recientemente se ha descubierto una nueva raza de ratas, del tamaño de perros doberman, que viven bajo la ciudad de México y son inmunes a todos los venenos conocidos
           
El turco hacía el papel de príncipe consorte. Era el número catorce (tal vez exagere) en la lista de sus amantes conocidos y todo el pueblo lo sabía. Tomé asiento en un rincón alejado del ruido, con la intención de leer unas cuantas páginas de mi Libro de la Guarda. Sin embargo no pude concentrarme. Noté que la señora Blaskowitz volteaba frecuentemente. La saludé a distancia con lo que quería ser una afectuosa, leve y amable sonrisa. Vi que se ponía en pie y avanzaba hacia el segundo piso, donde están los baños, y con asombro descubrí que pasaba a unos cuantos centímetros de mi cuerpo y no saludaba. ¡Emergencia! Algo muy grave debía estar pasando para que su nobleza teutona incurriera en el bajo recurso de la indiferencia. Sin embargo esperé que al bajar se sentara a mi lado. No lo hizo. Pero tampoco fue a sentarse con el turco y sus seniles. En realidad dio un rodeo, supongo que estaba dudando, y se dirigió a mi mesa. La domino, pensé, está en mi poder. Bastó que lo pensara para que ella cambiara de rumbo otra vez y se sentase con una mujer de la Sociedad de Adictas a las Relaciones Destructivas. Pensé: Me está poniendo una trampa: espera que yo haga el movimiento de acercarme; se ha sentado en un sitio neutral. Pues voy a caer en la trampa: cuando me lo piden amablemente puedo ser humilde. Estoy dispuesto a ponerme de rodillas ante quien se ponga de rodillas frente a mí. Me puse en pie. Avancé hacia ella. Me senté a su lado. Le di un beso de albañil en la mejilla, que ella ofreció con desidia, cuando habitualmente hace aspavientos de placer, hummm, como si un simple beso la hiciera absolutamente feliz. Hablamos de lo básico y dejamos lo demás en el umbral de los emocionantes malentendidos.
            Le dije que la había visto en la televisión. Comentó que ganaba 10 000 pesos sumando los cuatro trabajos que tenía. Once veces mas que yo, respondí. ¿Qué haces, preguntó. Escribo mi obra maestra del mes, respondí. Y a veces me lastimo mi parte más tierna pensando en ti, agregué.
            Bárbara se había dedicado a leer palmas de manos. En este pueblo no hay muchas diversiones, las hembras disponibles escasean y casi siempre hay una cortina de niebla que parece nata de leche recién hervida. El resto del tiempo caen sobre el mundo gotas que parecen pedradas. Por eso a la señora Blaskowitz nunca le faltan clientes. Le tendí la mía.
   --Tienes mucha suerte --dijo--. Has disfrutado de muchos amores. En tu vida hay un triángulo. En tu mano derecha veo dibujada una estrella de David. Posees un profundo instinto artístico--. Todo lo anterior era, sin duda, muy poco brillante, más chisme que premonición, hum. Luego:
            --Andas bajo el agua y casi nunca te asomas a la superficie. Siempre estás recomenzando.
            --¿Qué?
            --Todo.
            Miré sus ojos del color de la aguamarina, transparentes y aterciopelados, sensibles, sentimentales, como deben ser los de una mujer que ha hecho del enamoramiento su profesión. A diferencia de los de su hija --fríos, de una mortal severidad--, pregonaban una condición desolada, un ansia de protección, que la habían entregado desnuda al antojo de una horda de impertinentes. Si había serpientes en el campo florido de Bárbara Blaskowitz, nunca lo supe. Goce de ella hasta que otro mortal le tocó el corazón a la dama. Un día salí de la ciudad y al regresar ya había otro individuo sentado en su regazo.
            --Tienes unos ojos hermosos y castos--le dije. No me atreví a agregar "diferentes a los de tu hija, que parecen anunciar cuidado con el perro".
            --¿Sabes leer ojos?
            --Sólo algunos. Sólo los ojos de las mujeres enamoradas.
            Entonces le expliqué mi historia favorita para cazar a cierto tipo de doncellas poéticas. La señora Blaskowitz no es doncella en ninguna de sus partes, pero sí tiene el don de la poesía, especialmente en la boca más juiciosa y abnegada que he conocido. También le conté un sueño con bestia incluida. Ella replicó con lo que llamó El sueño de la telaraña.
            --Soñé que las relaciones de los seres humanos son como hilos de araña.
            Guardé esa idea y ya en casa me puse a destramarla. Tenía razón la madre de Trilce: la telaraña es el tejido de la vida y uno está ligado por hilos sutilísimos con muchas personas. Bárbara tiene buenas ideas pero no sabe aprovecharlas. Le basta vivirlas, para luego verlas extinguirse en la noche de la amnesia.
            --Es curioso --dijo--: tu vida y mi vida parecen estar coincidiendo de nuevo --. Y luego, cayendo en uno de sus habituales trances depresivos:
            --Tengo una relación con un tipo que me considera el depósito de sus vicios.
            Entendí que se refería a otro individo. No al médico turco.
            Me gusta la imprudencia, la irresponsabilidad de esta gallarda mujer y siento por ella un rabioso llamado del cuerpo.  ¿A qué se dedica ahora, aparte de leer manos y servir de consuelo a desdichados? Dice que es maestra de teatro, que toma clases de danza, que vive con ganas, que continúa con sus sesiones de terapia colectiva. De ella me sigue atrayendo su paradójica condición: es grandota y saludable, pero tiene una sensibilidad dolorosa, de prima dona.
            Es cierto lo que dice Petronio: No hay que confiar demasiado en los planes que uno se traza, pues la fortuna también tiene sus designios.
            Y si olvidara los sueños locos que tengo con respecto a Trilce, si le dijera a Bárbara que la nena me está  dando clases de violín y le jurara que mis intenciones son sanas. No cubriría a tu hija ni por todo el oro del mundo, pensé decirle recordando a una amiga mía de nombre Desdémona. Todo lo había calculado antes de encontrarme por segunda ocasión con la madre de Trilce.
            La hallé de buen humor. Yo también lo estaba. La noche anterior había soñado con una sueca de lengua de vaca  y luego me había lustrado el pellejo pensando en aquella ocasión en que mi ex, Claris, obnubilada por los humos de la cannabis por primera vez en su vida, le había hecho los honores a mi cabeza menos pensante, mientras yo estaba sentado como un emperador en un sillón reclinomátic y afuera caía la nieve (recordar esa escena para La Novela).
            --Es escritor y se cree obligado a ser maestro de insolencias --dijo Bárbara, dirigiéndose a la mujer que estaba en la mesa de al lado.
            --Pésimo escritor, pero escritor al fin y al cabo --aclaré.
            Luego hubo una pausa. Llegamos a la zona del silencio. Ella se puso en pie. Me dio un beso de despedida.
            --Me siento muy alegre de...verte --dijo, y yo arreglé la frase: de que nos hayamos reconciliado. Mientras la besaba vi que el turco, quieto en su silla como un soldado en su puesto de guardia, nos estaba mirando. Ojalá el tipo le haga una recriminación, ella saque una pistola del bolso y le ponga un punto final en la frente, pensé. Pero, ay, en este pueblo no pasan ese tipo de cosas. 
            El resultado de semejante encuentro fue un hambre nerviosa que me impidió dormir bien esa noche. Soñé que hacía el amor con la Princesa y con su hermana menor. Mientras estaba metiéndole el lingam a la Princesa, me dedicaba a besar a su hermanita.
           
El jefe está leyendo El adolescente virgen  (opus 008 del baúl de los inéditos).  ¡Ese título, ese título, qué absurdo!--. Leyó 150 páginas durante el fin de semana, lo que es buen indicio. Dice tener algunos reparos. Veremos.  Paucas pallabris. La clave del sosiego está en ocuparme de otra cosa, acaso La Virtud tenga razón: paciencia, no compararme con nadie, la felicidad y la paz sólo se alcanzan cuando no se buscan.

Todos los pases (del toreo y de la literatura) ligados, todos bien torneados, con sosiego, control y suavidad. Nada de trampas o enredos, eso escribió Hemingway. Bueno: tal tipo de escritor corresponde a una concepción optimista y pragmática de la vida, que no busca significaciones sino simplificaciones. No señor, no es tan sencillo como sacar un mínimo común múltiplo a la vida.
Y ahora sí voy a contar como estuvo el verdadero fin último (sin redundancia alguna) de mi relación con la Princesa.

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