Lo que soy al día de hoy,
bueno, malo o grado X en la escala ética, estética o política, productivo,
feroz, crítico, vanidoso, voluntarioso, admirador de la belleza, lector voraz,
estudioso de todo lo existente, aventurero, soberbio, buena gente, honrado,
sincero, aspirante a super héroe –eso
digo yo, habrá que ver qué opina le gente—, todo lo que soy tuvo su semilla en
un pueblo-ciudad de Costa Rica que se llama San Isidro de El General: allí tuve
mis estrenos, incluyendo uno fundamental en el Bar Tico, leí todo Dostoievski,
Miller, las Mil y una Noches, Vargas
Vila, recibí clases de lectura y redacción de la discretamente sugestiva Vilma Alfaro de Vega (ah, nostalgia
la mía de una debilidad endémica: la primera minifalda que vi en mi vida: el
atisbo del gran secreto) y lecciones de
locura feliz de don Danilo Salas y arcanos feroces e indescifrables de matemáticas
del despiadado negro Lindor, allí gané mi primera medalla en carrera atlética compitiendo ni
más ni menos que contra el campeón centroamericano Rafael Ángel Pérez (perdí
pero me dieron medalla) (de ahí mi actual adicción a las preseas de todo tipo),
allí tuve una existencia silvestre cerca del río General y conocí a las mujeres
más ferozmente hermosas del mundo que habitaban el polvoriento parnaso de San
Isidro. Allí comencé a escribir y gané mi primer concurso (segunda gran adicción)
con una Biografía de Beethoven: el premio fue escuchar la Novena Sinfonía en el
Teatro Nacional de San José de Costa Rica (recuerdo que disfruté la obra de
quien consideraba mi semblable) con deleite de sibarita ignaro en el gallinero
del Teatro, enfundado en un traje de paño negro grano-de-pólvora que me regaló
el señor Rossi, dueño de la fábrica de fideos en donde trabajé empacando
tallarines; recuerdo que mi madre recibió el traje de regalo y le pidió a un
sastre que lo redujera para que se ajustara a mi cuerpo de quince flacos años).
Y a ese pueblo-ciudad, San Isidro de El
General, es a donde fui hace poco
tiempo a dar conferencias sobre la
novela que escribí hace más de 40 años, una novela en la que yo describía a las
lindas y atrevidas y descaradas putas de aquel pueblo del fin del mundo y al
sargento y a las ferozmente hermosas, y al padre Coto y a don Danilo y a la
Sietecolores y a la Musoc … Esa novela fue publicada por La Flor en Buenos
Aires, tuvo una edición de 25 000 ejemplares en Colombia, le gustó a García
Márquez, recibió el Premio Aquileo J. Echeverría, fue declarada novela post
moderna y fundadora del post boom, fue criticada, censurada, alabada, acusada
de plagio, el título de la obra fue usado por un filósofo norteamericano de
apellido Wilbur (que según parece ha tenido buen éxito).
Y por esa novela es que regresé a San Isidro de El
General y a Costa Rica.
La fundación de San Isidro fue llevada a cabo
precisamente por el primer Barrantes, Sergio Barrantes, hombre no sólo vivo
sino vivísimo, poseedor de 54 hectáreas de bosque y selva
a cuya casa
nos dirigimos.
¿Tema de la reunión?
Homenaje al prócer que ha cantado las glorias
municipales y las llevado allende los mares. Allí se oficiaría no sólo una cena
pantagruélica y una bebeta tremenda gargantuelesca, sino una de las escenas más
memorables y acaso insoportables de mi vida. En un comedor gigantesco con
ventanas monumentales que nos ofrecían el paisaje original más esplendido de
palmas, árboles en estado diríase prehistórico, y atrás el río, el viejo río General
en el que hicimos yo y mis hermanos de niños tantas fechorías y gozamos de
tantos deleites, se llevó a cabo una especie de glorificación extrema de mi
inmodesta persona.
El viejo Barrantes, un auténtico totem de aspecto
prehistórico, presocrático, paleolítico tenía una cámara digital recién
comprada y estaba dispuesto a agotar el infinito. Comenzó a disparar fotos, lo
que haría constantemente durante varias horas. Decía mirando su contador de
fotos: ya he tomado 60, me faltan 1117, ¡flash, flash, flash!: fotografió a mi
esposa en todas las actitudes, me fotografió a mí de forma casi demencial y
poco faltó para que me siguiera hasta el baño con su cámara con capacidad para
tomar 1500 fotos. Pidió que lo fotografiaran conmigo entrelazando los brazos
mientras bebíamos rústica champaña local en altas copas como si fuéramos
novios. Barrantes tiene 93 años pero posee una energía de galeote bien
alimentado. Su esposa, tan veterana como él, es una mujer dulce, mansa, sumisa.
Doña Petrita recordó haber tenido gran amistad con doña Ruth, mi madre. “A esta
casa venía doña Ruth contigo, un muchacho flaco, de brazos y piernas muy
largas. Tendrías doce o trece años y no te quedabas quieto ni un instante, te
movías para arriba y abajo, hablabas, cantabas, recitabas poemas de Neruda y
García Lorca y no había forma de hacer que te sentaras quieto”. Mientras tanto
el patriarca Barrantes seguía eufórico, me servía ron con coca, cognac de
marca, guaro, insistía en que Lety bebiera, pero ella impávida (y siempre
obsesiva por la salud y la buena digestión) seguía tomando agua. El patriarca
le puso un plato con huevos de codorniz al frente. Este plato digno de
Montesquieu es solo para mi hija, dijo -el patriarca había decidido adoptar a mi
amada con quien había intimado desde la fiesta anterior. Los huevos de mis
pajaritos queridos son sólo para mi hija, insistía de manera casi infantil. Leticia
comió solo dos huevos, yo me comí el resto, unos veinte, deliciosos, incomparables,
adictivos, podrías haber muerto engullendo huevos de codorniz, cien,
doscientos, quinientos, estabas en la cima de la ola de la gran euforia, de la vanidad satisfecha, me diría mi esposa al
amanecer del día siguiente mientras yo pagaba las consecuencias en el trono de
los incontinente, eres el modelo perfecto del perfecto suicida, imagínate el
resultado de la autopsia: murió de una intoxicación de ego satisfecho. Frente a
nosotros había veinte variedades de carnes: de faisán, de venado, de
tepezcuintle, de la putamadre. Leticia ni las probó. Solo me miraba beber,
comer, posar para las fotos y es como si estuviera diciendo yo te dejo, yo te
dejo, nada más te miro. Todos los concurrentes insistían en demostrar la
trascendencia de mi novela fundacional, su fidelidad al pasado, el carácter de
documento de la obra, me hacían preguntas cómo qué se siente ser famoso y yo
decía, no se siente nada: yo regreso a mi casa y allá no soy famoso, nadie me
pone atención, soy como todos: trabajo, natación, leer, escribir y a veces
salir de viaje y disfrutar de estas atenciones…pero generalmente mi vida es
como la de cualquier oficinista al que su mujer manda a comprar tortillas y al
que regaña si no lava los platos. No faltó quien dijera que mi novela era mejor
que la mejor novela del mundo, y todos apoyaron y trataron de demostrarlo. Yo
les dije: mi novela es importante para ustedes porque en ella se ven reflejados
y en verdad no importa si es mejor o peor que otra, simplemente es una novela
en la que este pueblo se ve reflejado. La fiesta se prologó aunque yo estaba al
borde del desmayo tras horas y horas de conferencias, entrevistas, traslados,
viajes, emociones violentas, encuentros. Comenzó a llover torrencialmente. A
las ocho de la noche me puse de pie y dije ¡ya estoy muy cansado, no aguanto
más, me voy!, y el patriarca dijo ¡no, no!, otro trago, y bueno, otro trago,
más fotos, muchas más. Me regaló una hermosa edición de las obras completas de
Cervantes en un tomo, me dijo que iba a hacer todo lo posible para traerme a
San Isidro pues era imperativo que regresara y me instalara aquí y escribiera,
Como Cervantes, la segunda parte de la
novela, y me retrató con su nieto Sergititito Barrantes: un muchacho rubio de
ojos claros, inteligente, que hablaba con coherencia e información, mencionaba
a Nietzsche y a Rilke con naturalidad, y me dijo: este muchacho, mi nieto, es
tu sucesor, este muchacho es el que va a escribir la segunda parte de la gran
novela.
Termine la noche mareado, como ayer, con
el vientre lleno como un odre de todas las carnes, todos los vinos, todas las
frituras, frijoles, arroz con pollo, confituras, vinos, aguas de mil aromas…
pero, no pude dormir precisamente porque estaba agotado y sin embargo henchido
de la energía inevitable cuando se han colmado todas las expectativas.
MEMORIAS
INDISCRETAS 31. No lo niego: en mi vida hay tres o cuatro escenas (unas
completamente reales, me constan, las viví con certeza y las recuerdo
puntualmente; otras, imaginadas, que llegaron por alguna razón inextricable a convertirse en parte del mapa
de mi ser aquí y ahora; y otras de las que me he enterado porque me las han
contado); escenas que regresan a mí de manera recurrente, como olas de brea que
oscurecen esta deportiva, irresponsable forma de vida que llevo (según mi
mujer). El recuerdo de mi iniciación en la vida sexual no es algo que me
moleste. Fue desagradable o más bien un acto patético o grotesco. La conté en
una de mis novelas. Si yo lograra investigar con
precisión la fecha del acto, podría eliminar la posibilidad de que X sea en
efecto hijo mío. (Explorar en Lacan: la estimulación del lado psicótico o
suicida y el papel de los cortes).
MEMORAS INDISCRETAS 32. Después de recibir todos los elogios y halagos
imaginables y de engullir (no estoy exagerando) aproximadamente quince kilos de
carnes de todas las aves, peces y maníferos terrestres y acuáticos y de bogar
en siete u ocho litros de los licores más finos y/o estrambóticos que ha dado
la tierra … me retiré tambaleante de aquel banquete de Trimalción. Leticia me
llevaba como quien guía a un ciego.Al entrar al Casino del sur, donde nos
estábamos hospedando, vi en el espejo a
un hombre con un enorme vientre. Un vientre de caricatura de hombre rico. Un
vientre de fenómeno de circo. ¿Ya viste a ese tipo, le dije a mi esposa. Se
puso al frente como un agente de tránsito, extendió la mano: Serás, pendejo,
Garrita, ese que ves el el espejo eres tú. Entendí: ese era yo, señoras y
señores, ese hombre ridículo en grado sumo que estaba viendo en el espejo del
Casino del sur en Costa Rica tras una semana de excesos gastronómicos en San
Isidro era yo.
El penúltimo día antes de salir de regreso a casa
estoy pesando 99 kilos 800 gramos, es decir 200 gramos bajo mi récord histórico
de los ciento cinco kilos (marca que logré tras quince días de comer paellas y
tapas en los más caprichosos restaurantes de Madrid y Barcelona, después de
presentar en uno de los más estruendosos fracasos de mi vida mi Historia de todas las cosas... Ya es
contaré). He sido feliz en España tragando, engullendo, asimilando, saboreando
y no me he preocupado: cuando llegue a mi rancho me someteré a una dieta
rigurosa y redoblaré mi entrenamiento de natación.
Vuelvo atrás, a la reunión en casa del seudo
fundador, el tótem Barrantes. Era tanta la joda de los asistentes a la reunión
en casa de don Sergio Barrantes: que si yo era el hombre más sincero del mundo,
el mejor escritor del mundo, el más fuerte y simpático y agradable, el que
tenía a la mujer más extraordinaria que se pudiera imaginar, el que se lo
merecía todo, incluso una estatua en el centro de la ciudad, una casa de la
cultura con su nombre, que se lo merecía todo, era tanta la joda, tanta y
tantísima, que dije, en un rapto de inspiración, “si hay algo que yo quisiera
en este mundo es ser poseedor de un buen pedazo de selva y bosque”: dicho y
hecho: la comunidad comenzó a maquinar la posibilidad: ¿qué tal si don Sergio
Barrantes le donaba al escritor una de las 54 hectáreas de paraíso que posee a
espaldas de su casa? ¡Pura vida!, así nuestro héroe se vería obligado a venirse
a vivir sus últimos años a San Isidro de El General, donde nos iluminaría con
su sabiduría y su talento innegable; bueno, don Sergio Barrantes dijo que sí
estaba de acuerdo y que inmediatamente le cedería su hectárea de paraíso a
Garramuño; el inconveniente era que no había notario en cuerpo presente o
abogado a la mano para legalizar el trato. Y yo entre los humos del alcohol y
la perniciosa vanidad satisfecha comencé a preguntarme qué haré (¿qué haría?)
si de verdad Barrantes me donara una hectárea de paraíso, humm, tendré
(tendría) que venir a vivir a San Isidro, 40 grados a la sombra, las mujeres más
ferozmente hermosas del mundo, ¡pura vida!, sin embargo, habría que cercar el
terreno o ponerle una barda, no problem, maje, todos te ayudamos, yo regalo el
alambre de púas, yo los postes, yo pago los peones, ¡listo!, ah, pero habría
que darle mantenimiento al paraíso, chapear; ¡momento!, mejor meter unos cuatro
o cinco caballos o vacas para que se
coman la hierba; el caso es que no tengo dinero para comprar caballos o vacas,
dijo el escritor; fácil, respondió Sergio II, veterinario de pelos parados e impresionante
papada, prestamos el terreno a los dueños de caballos; a ver, aclaremos esto,
lo mejor es una venta, no una donación, pues eso generará muchos impuestos,
dijo Eduardo Rojas, recién llegado, el abogado de los pobres, mira, escritor,
le ponemos un precio simbólico, digamos 200 colones, es decir, cuatro dólares,
y listo, ni siquiera te cobraré el trámite, basta que me hagas una donación de
todos tus libros con firmas autógrafas. ¡Pura vida! El trato quedó hecho y don
Sergio Barrantes, seudo fundador de San Isidro y poseedor de 54 hectáreas de
paraíso, estuvo de acuerdo. Habría que ver si cuando se le bajaran los humos de
la cruda estaría dispuesto a sostener el trato.